Por Guillermo Fuentes (*)
El docente e investigador uruguayo analiza la creciente mercantilización de la salud en la región, utilizando los casos de Argentina y Uruguay a manera de ejemplos de cómo la desregulación estatal y las lógicas de mercado profundizan las desigualdades. A través de sus propias experiencias y un estudio comparado, el autor revela cómo —incluso bajo gobiernos progresistas— la erosión del sector público y el abandono de la función reguladora del Estado han naturalizado que la calidad de la atención sanitaria dependa del poder adquisitivo, alejando a las clases medias de la defensa de un sistema de salud público y solidario.
Soy uruguayo, vivo en Uruguay, y como a tantos otros compatriotas, lo que pasa en Argentina (no solo en los últimos años) nos genera una mezcla de incomprensión, fascinación, diversión, y por supuesto, preocupación. Soy politólogo, y desde hace 15 años aproximadamente me dedico a estudiar al Estado en su conjunto, pero más concretamente a las políticas de salud. Por eso, las diferentes medidas que se empezaron a discutir e implementar durante el gobierno de Javier Milei respecto al sistema de salud argentino, y particularmente respecto a la regulación de las empresas de medicina prepaga, me llamaron rápidamente la atención.
Como en tantas otras cosas, Argentina y Uruguay se parecen bastante en este tema: tienen sistemas de salud fragmentados, donde los pobres se atienden en el sector público, las clases medias asalariadas se atienden en prestadores privados que en teoría no tienen fines de lucro (las Obras Sociales y las Mutualistas) y los ricos se atienden en seguros privados, generalmente mucho menos regulados que el resto. Ambos países tienen comparativamente una calidad asistencial mucho mejor que la del resto de la región, y gracias al Estado, la cobertura es formalmente universal.
El ataque del gobierno argentino hacia el Estado y sus políticas públicas sobresale por su radicalidad y crudeza discursiva. Pero al mismo tiempo, también se pueden producir cambios de manera más gradual, que igualmente tienen como efecto una erosión del sector público, tanto en su rol de prestador de servicios de salud como en su responsabilidad de autoridad sanitaria. Lo que vivió Uruguay durante el período 2020-2024 bajo el gobierno de la Coalición Republicana de derecha, es un claro ejemplo de que hay varios caminos para esta agenda de derecha. Para ilustrar esto, me gustaría plantear tres puntos a partir de situaciones particulares.
Hace unos años, y en una situación muy alejada a la Argentina gobernada por Javier Milei (era el Uruguay del Frente Amplio y su Sistema Nacional Integrado de Salud creado en 2008), empecé con un dolor en pecho que me preocupó, por lo que me fui a la puerta de emergencia de mi prestador de salud. En ese momento, hacía bastante tiempo que por suerte no había tenido que usar los servicios de salud, así que me sorprendió enormemente que la administrativa que me atendió, sin pestañear, me dijo que para atenderme primero tenía que pagar, agregando amablemente que disponía de cajeros automáticos dentro de la institución. Lo mío no fue nada, pero me dejó pensando en una persona que llega con una emergencia real (suya o de un familiar), quizás con un nivel de ingresos mucho menores que los míos, y que se enfrenta sin anestesia con el ejemplo más claro de la mercantilización de la medicina.
Más acá en el tiempo, con otros protagonistas, una persona que se atiende en una mutualista es diagnosticada con cáncer. No es necesario haber tenido una situación similar en su entorno para entender que es un momento de extrema vulnerabilidad e incertidumbre. Pues bien, saliendo de la consulta con su oncóloga, esta persona se dirige a solicitar hora para los estudios que le habían indicado, obviamente con carácter urgente. Una vez en el mostrador, le explican que dichos estudios podrán realizarse en 15 o 20 días, pero que si paga U$S 10.000 accede a una “membresía VIP” que entre otras cosas le permitiría hacerse los estudios al otro día.
¿Qué ocurrió? Que el abandono del gobierno, a través del Ministerio de Salud, de su tarea de regulación del funcionamiento de los distintos prestadores del sistema, facilitó que estas empresas (con el objetivo de competir por los usuarios de rentas más altas) comenzaran a ofrecer este tipo de membresías prioritarias, desvirtuando totalmente la noción de igual trato para todos/as. En Uruguay, la normativa les exige a los prestadores de salud el cumplimiento de tiempos de espera máximos según especialidad y características de los estudios o intervenciones. Ante el retiro del Estado del rol de fiscalización, estas empresas comenzaron a lucrar con un beneficio (menores tiempos de espera) que ofrecen a partir de su incumplimiento para el resto de su población atendida. El mecanismo es tan obsceno que permite mayor recaudación a partir de la ineficiencia del uso de los recursos. Porque si hay profesionales disponibles para mañana, ¿por qué hay que esperar un mes?
¿En qué momento naturalizamos que la asistencia sanitaria depende del dinero que tenga una persona? ¿Cómo puede ser que el Estado habilite este tipo de prácticas en empresas que gestionan servicios públicos y reciben enormes cantidades de transferencias por parte de los gobiernos de turno?
Los ejemplos que traigo, más allá de lo auto referido, me parecen relevantes porque se dieron en un contexto de gobiernos progresistas. Sin embargo, a pesar de la retórica a favor de la salud pública, la necesidad de construir un Estado más presente y el objetivo de alcanzar mayores niveles de equidad, los resultados de las acciones llevadas adelante también agudizaron las brechas entre diferentes tipos de prestadores y calidades asistenciales dependiendo del poder de compra. Al mismo tiempo, han colaborado en consolidar un aspecto clave pensando en el mediano y largo plazo: al reforzar la segmentación, inhiben la posibilidad de construir coaliciones sociopolíticas de apoyo a una estructura diferente, más solidaria y por fuera de las lógicas del mercado.
En este entorno, es muy difícil pedirle a ciertos sectores de las clases medias que colaboren en la defensa y el fortalecimiento de un sector público que les resulta cada vez más ajeno: se atienden en Obras Sociales (o Mutualista), y si tienen problemas o quejas hacen el esfuerzo de ir a una Prepaga (o un seguro privado), envían a sus hijos/as a colegios privados, en algunos casos se organizan con vecinos/as para contratar seguridad privada, para hacer trámites contratan una gestoría, etc. Revisitando a Guillermo O´Donnell, ¿cuál es la cara del Estado que ven?
Nuestros países tienen clases medias amplias en comparación con sus vecinos regionales, y si bien la noción de clase media es muy elástica y heterogénea, también es cierto que, como lo muestra la literatura comparada, sin la participación y compromiso de las clases medias con un régimen de bienestar robusto, el mantenimiento de estructuras públicas de calidad y con carácter desmercantilizador es virtualmente imposible. Retomando las nociones de “salida” y “voz” utilizadas por Albert Hirschman, si las medidas adoptadas no dejan de generar incentivos para que la gente con mayores recursos (económicos, educativos y sociales) salga de los servicios públicos, los mismos tenderán inevitablemente a verse empobrecidos por la falta de presupuesto, pero también por el debilitamiento de la voz que reclama por prestaciones de mayor calidad. Así se obtiene la profecía autocumplida de que la administración pública es ineficiente y genera bienes y servicios que no cubren las necesidades de la población atendida.
De esta manera, si los servicios básicos de carácter social que debería proveer el Estado son comprados en el mercado, la ciudadanía queda librada a los discursos, fomentados desde los principales medios de comunicación y partidos y políticos de derecha, de que la pobreza es un problema individual y no moral, por lo que el Estado no debe intervenir, que los impuestos son una expropiación para mantener vagos, y tantas otras cosas que leemos y escuchamos diariamente. Todo esto ha abonado el terreno para que, cuando se desregulan las tarifas de las prepagas poniendo en jaque la asistencia de una parte de la población, o se recortan brutalmente los medicamentos que se le brindaban a las personas jubiladas o se disparen sus precios —más allá de los dramas individuales—, el tema se termine asumiendo con una pasividad alarmante.
En definitiva, los ataques a “lo público” por parte de las derechas regionales tienen una parte de explicación en la incapacidad de los progresismos o izquierdas para defender al Estado y construir coaliciones políticas y sociales que defiendan una estructura de bienestar solidaria y desmercantilizada. A modo de ensayo, quizás la cuestión pasa, entre otras cosas, porque en este momento de hegemonía neoliberal, los gobiernos progresistas de la región no terminaron de ofrecer alternativas de cambio con carácter estructural. Esto determinó que durante dichos períodos se haya aumentado el gasto público o se agregaran prestaciones a los paquetes integrales, pero no pudieron/quisieron/pensaron transformaciones que fortalecieran el apoyo ciudadano y dificultaran los posteriores ataques una vez se diera la alternancia política.
Pero, por otro lado, el contexto institucional no es nuevo ni reciente. En ambos países, la construcción de sus sistemas de salud se encuentra bien hundido en la mitad del siglo pasado, y bajo una lógica de carácter corporativa y conservadora. Estas arquitecturas de bienestar son reconocidas por buena parte de la literatura como las más complejas de reformar, debido a la multiplicidad de intereses y de puntos de veto existentes. Cuando hablaba algunas líneas atrás de la centralidad de las clases medias, debí precisar que un factor característico de las mismas es su heterogeneidad. Las estructuras corporativas tienen múltiples ventajas respecto a entornos más liberales o pluralistas, pero también introducen importantes rigideces que muchas veces ayudan a perpetuar estructuras ineficientes desde el punto de vista social, porque cualquier movimiento implica que algún colectivo se vea perjudicado. Este punto es particularmente relevante en casos de mayor fragmentación sindical y empresarial como el argentino, ya que los distintos actores manejan recursos de poder diferentes, y tienen pocos incentivos para coordinar, y muchos más para negociar de manera individual.
Simplemente a modo de cierre de esta reflexión, podría decirse que la combinación de estructuras corporativas y políticas neoliberales está generando una ampliación de la segmentación y las desigualdades en materia de política sanitaria, tanto en Uruguay como en Argentina. En el caso uruguayo, el nuevo gobierno del Frente Amplio que acaba de iniciar en marzo de este año, abre una ventana de expectativas por saber si el recrudecimiento de la mercantilización de la salud y el retiro del Estado de sus competencias regulatorias será o no revertido. Por el lado argentino, los pasos dados hasta el momento por el gobierno también están orientando al sistema de salud hacia una lógica de mercado mucho más competitiva, que sumado al recorte presupuestario irá pauperizando al sector público y mejorará el rendimiento económico y financiero de los seguros privados. En este entorno, se vuelve difícil imaginar perspectivas de cambio reales a partir de ajustes incrementales, por lo que se vuelve imprescindible volverse más osados con las alternativas de política a defender.
(*) Docente e investigador de la Universidad de la República (Uruguay).