Por Marcelo Nazareno (*)
La recuperación de la ofensiva política por parte del campo nacional y popular debe tener, como uno de los varios abordajes posibles, aquel que privilegia el rol de las emociones. “Ya desde hace varios lustros, el llamado ‘giro afectivo’ en las ciencias sociales hizo de los afectos un aspecto clave para la comprensión de los fenómenos sociales y políticos. Desde esta perspectiva, no considerar esta dimensión afectiva vuelve incomprensible buena parte de las actitudes y acciones sociales y políticas”, propone el autor.
La lucha hegemónica siempre se relaciona
con identificaciones con una importante dimensión afectiva.
Chantal Mouffe
Las agresiones del gobierno libertario a los sectores populares son de una magnitud desconcertante. Sin embargo, la consideración positiva respecto del actual presidente y su gestión se mantiene en niveles relativamente estables respecto a los del inicio de su gobierno. La agresividad libertaria no parece implicar, hasta ahora, costos político-electorales.
La recuperación de la ofensiva política por parte del campo nacional y popular debe tener como uno de sus insumos interpretaciones razonables y fundamentadas de esta situación.
Sin desconocer la complejidad de la cuestión, creo que uno de los abordajes posibles es el que privilegia el rol de las emociones o los afectos. Ya desde hace varios lustros, el llamado “giro afectivo” en las ciencias sociales hizo de los afectos un aspecto clave para la comprensión de los fenómenos sociales y políticos. Desde esta perspectiva, no considerar esta dimensión afectiva vuelve incomprensible buena parte de las actitudes y acciones sociales y políticas.
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En el pensamiento político emancipatorio, el reconocimiento de la complejidad del vínculo entra las condiciones materiales opresivas y la subjetividad política de la emancipación se remonta, por lo menos, a Antonio Gramsci y su noción de hegemonía, a partir de la cual cuestiona la determinación directa de la subjetividad por las condiciones “económicas”.
Ernesto Laclau, toma el concepto de hegemonía de Gramsci y lo transforma despojándolo de todo residuo esencialista, aún de “última instancia”. Una formación hegemónica (y su desafío contrahegemónico) no es el resultado de la acción de sujetos ya-constituidos y predeterminados por la materialidad de las relaciones sociales, sino que es el proceso contingente de una lucha ideológica siempre abierta, en la que los sujetos se constituyen como tales en el propio proceso de contención o activación de antagonismos.
La sociedad, con sus respectivas relaciones de dominación-subordinación, se constituye, así, a partir de la falta estructural de un fundamento último que sostenga aquellas relaciones, las cuales sólo pueden instituirse a través de un “trabajo hegemónico”. La hegemonía, siendo una disputa por el sentido, es una lucha por el control del campo de lo simbólico, esto es, por el significado y el contenido ético de las “cosas” que constituyen el mundo social y político: Estado, mercado, desarrollo, democracia, familia, trabajo, vida, etc. Desde esta perspectiva, una formación hegemónica es una “lógica política” que establece los parámetros de un discurso “racional”, esto es, que “hace” sentido.
Autores como Slavoj Zizek o Yannis Stavrakakis observan que esta noción de hegemonía, con todos sus méritos, se recuesta demasiado sobre lo simbólico, descuidando otro aspecto de la subjetividad enlazada con lo social: la fantasía y el goce.
En efecto, el orden simbólico introduce al sujeto (crea “subjetividad”) en el mundo social a través de su sujeción a la Ley (del “Padre”), arrancándolo (castrándolo) de la vivencia de una plenitud simbiótica (con la “Madre”). El sujeto, así “creado”, está desgarrado por la Ley, porque esta Ley, articulada discursivamente en torno a un significante vacío, no puede proveer por sí la restitución de la plenitud del goce a la que por definición desplaza.
El orden simbólico, como sabemos por Laclau, ha sido constituido hegemónicamente; pero como tal hegemonía no tiene fundamento, está siempre amenazada por una potencialidad contrahegemónica que, si se alimenta de la frustración por el goce castrado deriva en una amenaza radical al orden social. El orden simbólico, entonces, no puede sostenerse por sí mismo. La hegemonía precisa recurrir a otro registro: la fantasía. Es a través del registro fantasmático que el sujeto encuentra la promesa de un reencuentro con la plenitud perdida. La fantasía toma un elemento del orden simbólico, lo inviste con la promesa de plenitud y moviliza en torno de él el deseo de poseerlo, para alcanzar así la plenitud perdida. Por supuesto, este deseo no se colma; jamás podremos volver a la plenitud arrebatada por el orden simbólico; pero este deseo, y su “trabajo” en torno a un objeto simbólico (que Lacan llamó pequeño objeto a) genera un plus de goce. La fantasía de imposible realización nos devuelve, a través de la movilización del deseo, parte del goce que nos fue arrebatado. Sin deseo y sin goce, el orden simbólico pierde consistencia como factor instituyente de lo social.
En el capitalismo, la mercancía aparece como el objeto central de deseo que se realiza como “consumo” en las clases dominadas y como “acumulación” en las clases dominantes. Como corresponde al rol ontológico del deseo y la fantasía, ningún consumo es suficiente ni ninguna acumulación alcanza su zénit. Pero es esa postergación infinita del objeto lo que habilita y hace posible el goce. Y es en el goce dónde encuentran anclaje afectivo las identidades sociales (dominantes y dominadas) instituidas por la Ley. La afectividad (odio, amor, alegría, tristeza, esperanza, miedo) se activa en torno a la posibilidad de sostener (o no) la fantasía que habilita el deseo y el acceso al goce. En este registro del gozar se condensa la energía libidinal que alimenta nuestra estabilidad identitaria. Sin fantasía ni goce no hay orden social ni dominación capitalista.
La disputa hegemónica, entones, no es sólo una disputa por el sentido. Es también, una disputa por el fantasma, esto es, por la definición del objeto de deseo y el contenido y apropiación del goce y la afectividad
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En el campo simbólico, la derecha libertaria estructura el sistema de significaciones que establecen los límites del sistema en torno al significante vacío “libertad” que desplaza al significante “derechos”, propio del discurso liberal, o “justicia social”, propio del discurso populista. Esta nueva instauración de sentido es lo que permite al discurso neoliberal transformar al “in-empleable”, del sistema socio-económico en crisis, en “emprendedor”. El discurso libertario estructura así una “nueva razón del mundo” que dota de nuevos significados a la totalidad de los significante claves de la vida socio-política.
De este discurso ordenado sobre nuevas bases en el registro simbólico, emerge un nuevo horizonte fantasmático en el cual el pequeño objeto a redefine su naturaleza y, con ello, reorienta el sentido del deseo y la modalidad del goce.
El deseo libertario, creo, ya no tiene como objeto a la mercancía y sus declinaciones fantasmáticas de consumo-acumulación, sino que se focaliza en la producción, como potencia de dominación de sí y del mundo. El objeto a libertario, entonces, hace posible el deseo y el plus de goce a través de las técnicas perfeccionadas del autodominio de sí y de les otres, abriendo un horizonte ilimitado de posibilidades productivas: del cuerpo, del aprendizaje, del conocimiento, de bienes, de servicios, de ecosistemas planetarios, de la vida, etc. Hoy, en la nueva configuración fantasmática del capitalismo libertario, la clase dominante atraviesa (en un sentido lacaniano) la fantasía de la acumulación infinita a través de la mercancía-dinero, para poner el deseo en un horizonte productivo de alcance cósmico: sueña, como Musk, no con (más) dinero (D´), sino con (llegar a) Marte. El nuevo campo simbólico, capaz de dar lugar a una orientación fantasmática de este tipo se articula, como vimos, en torno al significante vacío “libertad” que adquiere ahora, alimentado por el fantasma, una potencia afectiva que no emergía en los neoliberalismos “progresistas” tempranos de fines del siglo veinte e inicios del veintiuno, aún “contaminados”, sobre todo en sus versiones social-demócratas, por los espectros liberales.
Desde el punto de vista de los dominados, este restaurado discurso del amo implica una regresión opresiva respecto al amo liberal: apunta a desmantelar todos los complementos igualitarios que el liberalismo y su declinación populista construyeron durante décadas. El discurso libertario libera de las restricciones políticas al flujo del plus de goce hacia los sectores dominantes; el horizonte fantasmático productivo se expande, así, infinitamente para los dominantes, mientras para los dominados ese horizonte se limita a una disciplina implacable de sí, que hace del goce y del deseo una vivencia que es continuamente derivada hacia un plus-de privación, que da cuenta de la imposibilidad de extender sin límites las propias capacidades productivas individuales. Si en cualquier discurso del amo el dominado “paga” con privación el plus-de-goce del dominante, en la nueva escala productiva y de autodominio de sí este pago adquiere dimensiones monumentales de súper-explotación yoica que incluye la privación del consumo. No obstante, aún degradado, este goce vinculado a la privación por el procesamiento simbólico que opera a través del significante libertad, es un anclaje libidinal que hace posible un anhelado proceso de (re)constitución identitaria frente a la crisis de viejos paradigmas más igualitarios.
En un texto reciente, Pablo Semán y Nicolás Welschinger ilustran, magistralmente, el contenido simbólico y libidinal del discurso libertario tal como este opera en subjetividades que no dudaríamos en calificar de “populares”. Les entrevistades usan términos, para referirse a sí mismes, cuyo intenso contenido emocional difícilmente pueda exagerarse (“soñar”, “héroe”, “liberar”), los cuales, a su vez, se insertan en el registro simbólico de la vida concebida como un mercado dónde adquieren su sentido (“racional”) las estrategias de optimización del yo.
Sin embargo, el sujeto popular que reconfigura su identidad en estos términos “sabe demasiado” (el cuerpo no resistirá), y el plus de goce derivado de su fantasía (la utopía de “hacerse” de un capital) es un goce degradado, no sólo por ser un reflejo opaco del goce del dominante, que ya tiene un capital en una escala inalcanzable para quienes inician su camino sin legados de acumulación originaria, sino también porque este “capital”, fruto de su auto explotación, se “consume”, de modo análogo a la mercancía obtenida por el salario, en el propio proceso de auto optimización. Como el salario, este plus de goce del dominado debe ser procesado simbólicamente a través de un plus de privación. Como dice Juan, uno de les entrevistades: “yo creo que la fórmula es disciplina y mucha motivación (…) y si te mentís a vos mismo estás quebrado”.
El síntoma del dominado libertario es el quiebre, físico, económico, moral y emocional. Pero es un quiebre, lo sabemos por Lacan, que rezuma goce y afectividad.
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Si las reflexiones previas captasen al menos algo de la naturaleza del fenómeno libertario, quiere decir que enfrentar con posibilidades de éxito su discurso tiene como uno de sus requisitos el reconocer su potencialidad hegemónica, tanto en su dimensión simbólica (racional) como afectiva (libidinal).
La carga afectiva del discurso libertario es propia no sólo de los sectores dominantes, sino también de los dominados, más allá de, o precisamente por, los costos y las privaciones que estos últimos deben sufrir para (re)construir sus anclajes identitarios.
Desde un punto de vista teórico y político, entonces, negar al discurso libertario alguna de estas dos dimensiones, racional y afectiva, implica un serio error. Lamentablemente, este parece ser el caso de ciertos discursos que pretenden interpelar críticamente a la derecha libertaria. Juzgándola “irracional”, buscan refutar al discurso libertario desde una postura que se sitúa, cómodamente, en el ámbito de los recursos simbólicos propios de una izquierda (populista o no) que ha perdido buena parte de su resonancia entre quienes se mueven en otro registro significativo. A su vez, descalificando sus vivencias afectivas, estas interpelaciones ofrecen la imagen de sujetos sometidos, únicamente, al imperativo de un odio ciego y sin objeto, con lo cual se ocluye toda posibilidad de generar alguna conexión emocional con quienes son, así, afectivamente excluidos por el propio discurso que pretende interpelarlos políticamente.
Disputar hegemónicamente con la derecha libertaria requiere la elaboración de un discurso que ponga al afecto y al goce en el centro de su despliegue interpelativo y haga de su racionalidad discursiva, no el eco de viejos recursos retóricos que evocan a un pasado noble pero en buena medida perimido, sino el anclaje simbólico de una renovada fantasía política.
(*) Profesor Titular de Teoría Política en la carrera de Trabajo Social y Profesor Adjunto a cargo en Procesos políticos latinoamericanos en la carrera de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Coordinador del Área de estudios sobre política y sociedad en el Instituto de Política, Sociedad e Intervención Social (IPSIS) de la FCS.