Por Sergio Job (*)
En este artículo, Sergio Job —docente de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS)— parte de dos premisas: que la ley puede pensarse como la continuidad de la guerra por otros medios y que atravesamos un periodo transicional donde el derecho surgido durante la modernidad no se corresponde con las formas de producción y valorización, ordenamiento social y relaciones de fuerzas de la etapa neoliberal. A partir de allí, se propone la tarea de “delinear a grandes rasgos los contornos de este nuevo (des)orden legal propio de este nuevo (des)orden mundial” y analiza las formas en que en la región “comienzan a asentarse las condiciones de posibilidad de la posterior guerra judicial contra enemigos: primero pobres en general en una estrategia de disciplinamiento, y luego contra dirigentes relevantes que defiendan y encarnen de algún modo los intereses populares”.
I
“Quienquiera haya conducido la victoria hasta el día de hoy,
participa en el cortejo triunfal en el cual los dominadores actuales
pasan sobre aquellos que hoy yacen en tierra.”
(Benjamín; 2010:63)
Desde el punto de vista de los perdidosos de la historia, la guerra judicial es inmemorial. El nacimiento mismo del derecho, lejos estuvo —y está— de ser un momento de “consenso moral” como piensa la escuela funcionalista desde Durkheim en adelante, sino que por el contrario su origen fue producto de un golpe de fuerza, una imposición lo suficientemente violenta que permitió que algunos (los triunfadores) pudieran decidir las reglas y procedimientos a partir de los cuales se dirimirían los conflictos sociales siempre existentes en cualquier sociedad dividida (en clases, géneros, etnias, religiones). Desde ese punto de vista, la ley puede pensarse como la continuidad (y cristalización/estabilización) de la guerra por otros medios. El derecho, como todo patrimonio cultural, “tiene irremisiblemente un origen en el cual no puede pensarse sin horror” (Benjamín, 2010:63).
Dicho esto, solo resta aclarar un elemento fundamental para el análisis que aquí se propone de la guerra judicial en curso en nuestro subcontinente: así como a cada sociedad, según el modo de producción y desarrollo tecnológico, historia y lugar, le corresponden diversos modos de pensar y planificar la guerra, si el derecho es —no solo— de algún modo la continuación de esa guerra por otros medios, tanto tácticas y estrategias de guerra (y de derecho) entran en crisis cuando cambian los modos de producción. Estamos en un periodo transicional donde el derecho surgido durante la modernidad no se corresponde con las formas de producción y valorización, ordenamiento social y relaciones de fuerzas de la etapa neoliberal. Hay cierta dislocación entre el derecho moderno y el momento neoliberal de dominación; en ese hiato es que ciertas prácticas jurídicas distorsionan los principios ordenadores del derecho conocido hasta hoy, para adecuarse agresivamente a las nuevas formas de la guerra social y política que atravesamos.
II
Si bien el derecho es principalmente la cristalización de una relación de fuerzas de unos sobre otros, tampoco es sólo eso. En el mismo movimiento en que condensa una relación de fuerzas, recorta la arbitrariedad y limita la utilización de la misma por parte de los poderosos que se ven reconocidos/institucionalizados como tales en esa condensación.
Para ejemplificar, existe cierto consenso en señalar al Código de Hammurabi como la primera gran sistematización de reglas, que datan del 1750 a.C. y donde a la par que se establece por ejemplo la “presunción de inocencia” e impone la necesidad de presentar pruebas para acusar a alguien de un asesinato, también en el mismo instrumento se establece – normaliza que las obligaciones serán distintas en función del estrato social al que se pertenece: hombres libres (awuilum), siervos o subalternos (muskenum) o esclavos (wardum). Durante el siglo XX, podríamos observar algo similar respecto del derecho laboral: en el mismo movimiento en que el derecho busca establecer pautas que limiten la explotación de unos sobre otros, en ese mismo renglón acepta como una relación posible, existente y constitutiva de las sociedades capitalistas, la existencia de una clase de personas que dirigen y se benefician del trabajo de otras; es decir, legaliza la explotación limitándola o limita la explotación legalizándola, ambas cosas en el mismo movimiento.
Además si bien desde la Antigüedad existían acuerdos, algunos tácitos y otros escritos, sobre ciertos usos y normas de la guerra para limitar sus efectos nocivos, no fue sino hasta mediados del siglo XIX donde aparecieron los primeros cuerpos legislativos sobre la guerra, que buscaban regular y limitar los grados de violencias posibles frente a los avances tácticos, estratégicos y sobre todo tecnológicos, que volvían a los enfrentamientos armados potenciales infiernos terrestres. Así, en el marco de la Guerra de Secesión nace el Código Lieber (1863), que prohibía explícitamente “la guerra sin cuartel” al enemigo y el fusilamiento de prisioneros. Lo mismo hace un año después la Primera Convención de Ginebra y, ya en 1899 en La Haya, la primera Conferencia Internacional de Paz, donde además se busca tratar de definir criterios para la guerra, como el establecer con claridad quiénes eran los combatientes en pugna, y prohíbe atacar a pueblos y ciudades indefensas.
En 1914 se despliega el primer gran matadero con sus armas de destrucción masiva. El derecho reconoce, acepta, legaliza y limita. Hasta que un nuevo golpe de fuerzas reordena violentamente el mundo.
III
“…la subjetividad de los “gobernados” solo puede construirse en
condiciones de una derrota, más o menos sangrienta, que la haga
pasar del estado de adversario político al de “vencido”…
(Lazzarato,2020)
Pero el derecho tampoco se limita solo a ser cristalización/condensación/legitimación de relaciones sociales existentes, sino que también es un poderoso instrumento actuante y transformador de la realidad. Lo es principalmente por la capacidad creadora que posee. Cuando el derecho nomina, crea realidades como pocas otras actividades sociales. Así el juez que conjura la fórmula donde expresa que alguien es culpable según el segundo párrafo del artículo 210 del Código Penal, crea una situación nueva para el sujeto condenado y para la sociedad toda (erga omnes), que señalará al condenado como jefe u organizador de una asociación ilícita y por esa razón pasará de 5 a 10 años en una prisión. Llevándolo al ámbito patrimonial, en el momento que un juez anuncia que dos personas están unidas en matrimonio, en ese mismo instante, los bienes de los involucrados pasan a ser gananciales y los deberes y obligaciones mutuas se modifican. Es decir, con la sola enunciación de una fórmula en boca de un juez, cual hechicero que dijera “abracadabra”, la realidad social se transforma. En esto reside parte importante del poder simbólico del derecho, que es enorme, mayor aún que su poder fáctico/represivo, y una herramienta envidiable del/para el poder: la sola enunciación modifica/consolida un mundo, y la visión que tenemos del mismo.
El poder simbólico, esa potencia que anida en el derecho para ordenar y crear el mundo, es tal porque en su letra, sus procesos, sus palacios y calabozos, está inoculada toda la violencia constituyente que se encontraba dispersa y desorganizada previamente, violencia de quienes impusieron con la espada el orden vigente, pero también de quienes se le opusieron. En nuestro caso, a esta altura de la historia continental del siglo XXI, es la inoculación de violencias de quienes asentaron un (des)orden neoliberal a fuerza de desapariciones, torturas, secuestro de niños y asesinatos viles; pero también de todos los órdenes (liberales) que lo precedieron e hicieron posible. Y sus resistencias.
Ese orden emergente del terrorismo de Estado obtuvo un triunfo militar aplastante —al desplegar una guerra no convencional contra un enemigo interno y difuso, ambigüedad que en su relato les permitió elevar a la categoría de enemigo, potencialmente a cualquiera—, avanzando contundentemente en un nuevo orden financiero y erigiéndose constructor de una nueva estructura jurídica. Un total de 607 leyes fueron creadas/modificadas durante el proceso dictatorial (Job, 2014:123), reforma judicial que se iría consolidando en el tiempo hasta plasmarse en la constitución neoliberal de 1994. Empero sufrió una derrota política y simbólica que impidió un triunfo total que coronara lo que Fukuyama bautizó como “el fin de la historia”.
La disputa (resistencia) política abierta tuvo como uno de sus escenarios principales el jurídico. Mientras el orden neoliberal ganaba en el derecho público (modernización del Estado, reforma constitucional), perdía en lo que se dio en llamar políticas de derechos humanos, y el derecho penal se volvía arena privilegiada donde dirimir sentidos sociales. No sin avances y retrocesos, esa pequeña trinchera permitió que las fuerzas democráticas impulsaran el juicio a las Juntas, luego la derrota a las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, la separación tajante entre seguridad interior y defensa exterior, y ya en el siglo XXI la condena de un total de 1.126 personas, en su gran mayoría ex integrantes de las fuerzas armadas y de seguridad, que han sido hallados culpables de delitos tales como secuestros, torturas, robo de bebés, violaciones y desapariciones, entre otros, en un marco de terrorismo de Estado. Ese triunfo en el plano jurídico-simbólico fue tan potente que provocó la derrota completa del Partido Militar y mellado el prestigio de las FF.AA en este país hasta el presente, lo que reafirma la potencia simbólica del derecho.
En paralelo, emergía con fuerza desde las clases dominantes y con un fuerte eco en grandes sectores de la población, la idea de establecer cierto “orden” frente a las consecuencias sociales del sistema económico-social impuesto por ese proceso genocida. Con el tiempo, ya comenzando el indolente siglo XXI, los chivos expiatorios de ese proceso serán los pobres. Nace el “pibe chorro” y también el piquetero, todos estereotipos del enemigo interno que debía ser extirpado de la sociedad para que esta fuera viable. Es en esa dinámica de persecución donde va a ir abriéndose paso un largo periodo de socavamiento de las garantías y derechos procesales, penales y constitucionales propios del derecho moderno, periodo en que se van a ir realizando pequeños ensayos, ajustes procesales, hermenéuticos y del habitus jurídico que irán preparando el fértil suelo de un derecho neoliberal —ya no moderno—, derecho preventivo —ya no pos facto—, y de hecho —ya no de acto—; por adelantar algunos de sus rasgos distintivos.
IV
“…la guerra nunca se detuvo. Su intensidad se modula
según las coyunturas de la confrontación política…”
(Lazzarato,2020)
El derecho está siempre situado en tiempo y espacio; es momento de poder delinear a grandes rasgos los contornos de este nuevo (des)orden legal propio de este nuevo (des)orden mundial.
La Modernidad dio nacimiento a un orden legal liberal, que encontraba en su preocupación manifiesta por limitar el poder que había llegado a gozar la monarquía en Occidente, uno de sus principales pilares. Así estableció una esfera en la cual el poder del Estado no podría interferir, haciendo catálogo y dogma a eso que dio en llamar “libertades negativas”. Bajo ese prisma, todo lo que no esté explícitamente prohibido está permitido y “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están solo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados” (art. 19 CN).
Además estableció la proporcionalidad de las penas, el que nadie podía ser condenado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho (art. 18 CN), juicio en que debe primar la paridad de armas entre acusador y defensa, y por último construyó un derecho penal de hecho, es decir que se juzga un acto que infringe el orden normativo, sin importar quién lo cometa, el delito consiste en un hecho o acto que lesiona una disposición jurídica. Se juzga un hecho que, como ya se señaló, está tipificado en una ley anterior al mismo. Queda en evidencia que el derecho penal de hecho está estrechamente relacionado con el principio de legalidad moderno, rigiendo la máxima Nullum crimen, nulla poena, sin lege praevia. Todas estas son garantías que gozaríamos los ciudadanos.
El neoliberalismo no cree, como el liberalismo, “en el funcionamiento ‘natural’ del mercado; sabe que, por el contrario, hay que intervenir continuamente y respaldarlo a través de marcos legales, estímulos fiscales, económicos, etc.” (Lazzarato, 2020:21), y luego de esa otra gran intervención que fue el terrorismo de Estado necesita poner en cuestión todos los principios y garantías jurídicas propias de la Modernidad. Así, invierte la carga de la prueba, empieza a mostrar una obsesión por la contención, prevención y seguridad que se apoderan del imaginario colectivo y de las proyecciones y acciones de las elites a modo de herramientas con que enfrentar la incertidumbre absoluta que abre la etapa neoliberal a lo largo y ancho del mundo.
Tanto en el plano internacional como interno lo que no puede ser notoriamente contenido se vuelve sospechoso, y por lo tanto plausible de diversas acciones preventivas que otorguen tranquilidad y previsibilidad (seguridad) a los poderes en cuestión. Esta disputa va a tener un escenario privilegiado sobre/en los territorios, que van a dividirse entre zonas hostiles y zonas seguras, categorización que será utilizada de manera indiferenciada para la seguridad interna como para los conflictos bélicos. Gana terreno la creación zonas de verdaderos Estados de excepción dentro de los Estados de derecho aún existentes pero tensionados, descompensados e incompletos.
Bajo esa matriz suman protagonismo herramientas jurídicas que se encuentran a mitad de camino entre lo penal y lo administrativo (derecho penal de baja intensidad), que permiten la flexibilidad suficiente para ser aplicadas de manera intensiva y continua sobre grandes poblaciones, ordenando así la circulación y estadía de cuerpos y cosas (cuerpos como cosas) sobre el territorio, lo que genera un gran entramado de semáforos securitarios que dosifican las presencias y ausencias en ciudades, rutas, ruralidades, y actúan de manera radicalmente distinta, en función de que la acción se despliegue en una zona hostil o segura. En Argentina, esas herramientas fueron principalmente los Códigos de Falta o de Convivencia. También se ensayan diversas modificaciones en el plano normativo que amplian y modifican atribuciones de las esferas de seguridad interior, donde la idea de prevención es nodal (Job, 2014). Todas nociones y prácticas que se dan de frente con los principios estructurales del derecho moderno y las constituciones construidas en ese marco conceptual y ético.
A nivel internacional, en colisión contra toda legislación referida a la guerra, las potencias mundiales nucleadas en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en su rol de gendarmes del mundo, despliegan lo que abiertamente llaman guerras preventivas, que implican “la construcción de nuevas reglas y pautas que han flexibilizado los requisitos mínimos que antes exigía una intervención de este tipo. La guerra preventiva […] podría marcar nuevas normas de comportamiento en el escenario global […] En resumen, se trata de reflexionar en torno al paso desde la amenaza concreta de daño, a la factibilidad de que exista la intención de amenaza de daño, y desde esa remota posibilidad, de definir a los enemigos y los consecuentes nuevos blancos bélicos” (Rodríguez, 2006).
Así, Donald Rumsfeld sostenía en 2002, que “la defensa de EE.UU. requiere prevención, autodefensa, y en ciertos casos, la iniciativa en la acción. Defenderse contra el terrorismo y otras amenazas emergentes del siglo XXI puede perfectamente exigir que se lleve adelante una guerra en territorio enemigo. En ciertos casos, la única defensa es una buena ofensiva”. Sartori (2002) entendía que la justificación de las guerras preventivas ancla en que “nos enfrentamos al nuevo fenómeno, al que Umberto Eco y yo llamamos ‘la guerra difusa’; no hay más enemigos ni fronteras identificadas, no se sabe de dónde provienen las amenazas; se sabe solo que te pueden masacrar en un instante por el poder destructivo que tiene la tecnología hoy”.
Hasta ese momento, incluso cuando las razones de hecho divergieran de las de derecho, la política exterior norteamericana buscó siempre justificar sus guerras como respuesta a una agresión. En este sentido, De la Gorce sostiene que “más que un nuevo concepto de defensa (la guerra preventiva), se trata de una descarnada revisión de los principios admitidos hasta ese momento por los Estados Unidos, con importantes consecuencias en cuanto a la conducción de su política extranjera, la organización, el mando y la doctrina de utilización de sus fuerzas” (De la Gorce, 2003: 11). Y es justamente ese el punto que se busca aquí señalar y retener, la dislocación entre el derecho construido hasta el momento, y el modo en que las guerras efectivamente se realizan, y ya impactan en la doctrina internacional. Se desmorona un orden político, se transforman los modos de la guerra, se disloca un orden jurídico.
Cuando se intenta realizar una sistematización detallada de la estructura que presentaría el derecho tanto interno como en el plano exterior, y su aplicación en esta nueva etapa, con la construcción y consolidación de Estados policiales (Job, 2018), caemos en cuenta que coincide por completo con la teoría elaborada por el criminólogo Günther Jakobs quien, abandonando las nociones del Estado de derecho liberal clásico, insiste en la necesidad de la creación y aplicación de un derecho penal del enemigo, donde al decir del propio autor:
El derecho penal de enemigos sigue otras reglas distintas a las de un derecho penal jurídico estatal interno… Particularidades típicas del derecho penal de enemigos son: 1) amplio adelantamiento de la punibilidad, es decir, el cambio de la perspectiva del hecho producido por la del hecho que se va a producir… 2) falta de una reducción de la pena proporcional a dicho adelantamiento… 3) paso de la legislación del derecho penal a la legislación de la lucha para combatir la delincuencia… 4) supresión de garantías procesales, donde la incomunicación del procesado constituye actualmente el ejemplo clásico… Con este lenguaje el Estado no habla con sus ciudadanos, sino que amenaza a sus enemigos y queda el interrogante de quiénes son considerados enemigos (Jakobs: 2000).
La metamorfosis desde el derecho moderno al derecho como un arma adecuada a las guerras neoliberales estaba comenzando.
La puerta a este nuevo círculo del infierno está abierta y se dirige contra aquellos que son escurridizos o rebeldes al estado de cosas y sus poderes fácticos, aquellos que son factor de inseguridad por ser difíciles de contener, aquellas contra quienes las medidas preventivas van a empecinarse una y otra vez: primeramente los terroristas en lo externo, los pobres en lo doméstico, esa masa de excluidos del sistema formal de trabajo, que se agolpan en barriadas populares sin trazado urbano ni fácil localización, que viven en territorios hostiles donde el estado de excepción es la regla, pero que encuentran una y otra vez el modo de filtrarse, escaparse, escabullirse al control absoluto que se pretende. Esos serán los primeros enemigos sobre los que el sistema legal va a desplegar una guerra de disciplinamiento social sin cuartel, violando todo los principios que estructuraban el derecho moderno y volviéndose culpables hasta demostrar lo contrario. Una guerra que se dará en los tribunales y los territorios, cárceles llenas de pobres, tribunales llenos de arbitrariedades. Ese poder/saber irá sedimentándose y volviéndose un habitus jurídico que permitirá una nueva etapa de persecución, ahora contra la dirigencia política no totalmente alineada con los intereses del capital financiero concentrado.
V
“Debemos rechazar el nuevo discurso de la tiranía.
Sus términos son una mierda. En sus peroratas, anuncios, amenazas
y conferencias de prensa interminablemente repetitivos, los términos
recurrentes son: democracia, justicia, derechos humanos, terrorismo.
En el contexto, cada una de estas palabras significa lo opuesto
de lo que alguna vez se buscó que significaran.”
John Berger (2007:43)
En los días posteriores al 11 de septiembre, George W. Bush advirtió:
“´Los Estados Unidos se lanzarán a un nuevo género de guerra, una guerra que requiere por nuestra parte de una cacería internacional del hombre’. Lo que en principio sonaba como un eslogan pintoresco de cowboy texano, se ha convertido desde entonces en doctrina de Estado, con sus expertos, sus planes y sus armas. En una década se consolidó una forma no convencional de violencia estatal que combina los rasgos discordantes de la guerra y de la operación de policía, sin corresponder verdaderamente ni a una ni a otra, y que encuentra su unidad conceptual y práctica en la noción de cacería humana militarizada”. (Chamayou, 2016: 37)
La guerra que se libró globalmente desde aquella fecha combinó elementos de una guerra preventiva general con dinámicas propias de una cacería humana militarizada, presentaba un esquema de territorios de alta intensidad (Irak, Afganistán con intervenciones similares a las desplegadas en los Balcanes) y otros de baja intensidad (América Latina, África) y combinaba elementos militares (bombardeos, confrontaciones, ocupaciones) y policiales (identificación, persecución, ocupación también), volviendo difusas las fronteras entre fuerzas y métodos: policializando los ejércitos, militarizando las policías. Estas nuevas fuerzas de ocupación y persecución empiezan a delinear y encontrar sus funcionamientos y objetivos, combinando control territorial de zonas seguras, cerco e intervenciones relámpago a zonas hostiles, caza de hombres particulares, todo en un marco general de lo que se va a denominar “guerras difusas” o con mayor precisión respecto de lo que se busca mostrar aquí: de “opacidad estratégica” (Gutiérrez Aguilar, 2016); primeros lineamientos desarticulados de lo que actualmente se conocen como “guerras híbridas” o de quinta generación. Estas nuevas guerras preventivas fueron construyendo principios de funcionamiento y objetivos que el teórico político Herfried Münkler (2003) señala, entre otros, como la búsqueda de “la disolución de un pueblo sin genocidio” y en el que indica a “la ejecución pública de sus figuras prominentes” como el primer paso. Así recordamos la suerte que sufrieron Sadam Husein como Muamar el Gadafi, entre otros.
Durante todo ese periodo, el derecho, dislocado y empujado por la celeridad y opacidad de las transformaciones, funciona (al igual que las fuerzas de ocupación-seguridad-despojo) con un doble estándar: uno donde rige el derecho moderno (para zonas seguras y sus habitantes: blancos) y otra donde se aplica el derecho penal del enemigo (para las zonas hostiles). Este doble estándar es tanto legislativo como de habitus jurídico en tribunales, del ejercicio profesional independiente y también cada vez más doctrinario. Los vacíos legales y la disputa hermeneútica se “llenan” cada vez más con criterios absolutamente extrajurídicos, cuando no antijurídicos (modernos). Es en y desde estos poderes judiciales renovadamente neoliberales (producto de las reformas del Estado —y constitucionales— que se sucedieron en la región durante los noventa) donde comienzan a asentarse las condiciones de posibilidad de la posterior guerra judicial contra enemigos: primero pobres en general en una estrategia de disciplinamiento, y luego contra dirigentes relevantes que defiendan y encarnen de algún modo los intereses populares.
Bajo esta lógica y con la cobertura de un plan regional (que no hace sino corporizar la estrategia global), se avanza en la caza de humanos, particularmente de los dirigentes políticos contrarios a los objetivos de ocupación y saqueo propios de las formas que el capital neoliberal toma de modo acelerado. A diferencia de lo ocurrido en Oriente, en América Latina se recurre a la guerra legal para realizar este ataque. La circulación y especulación financiera se vuelven cada vez más acumulación por desposesión (Harvey, 2008), y esta tiene una relación directa con la capacidad de violencia que los sectores concentrados de la economía logran desplegar en un territorio (que implica tierra y población) para su saqueo; razón por la cual requieren un pueblo desorganizado, desorientado y en lo posible caotizado. Es en ese marco que se despliegan por toda la región acciones de lawfare como “método de guerra no convencional en el que se utiliza la ley como un medio para conseguir un objetivo militar” (Dunlap Jr., 2001). Dice Romano: “con respecto a lo que podríamos denominar dimensión estratégico-militar —uso de la ley como un arma contra un enemigo, desde una perspectiva que trasciende lo jurídico—, habría que destacar que se refiere a la utilización de la ley como arma contra un enemigo “político”. Esto pone en el centro lo político.” (2022:46)
Como se advirtió, ese objetivo es el de desarticular los pueblos ahogándolos en internismos y guerras sociales de mayor o menor intensidad, mientras el capital concentrado continúa y profundiza el saqueo neoliberal. Si el imperialismo en la etapa del capital industrial había recurrido a los ejércitos para llevar adelante sus objetivos políticos-económicos en la región, el capital financiero transnacionalizado encontró en la guerra judicial una herramienta sumamente útil y efectiva para ser una de los engranajes centrales de las guerras híbridas que se instalan cada vez más palmariamente en el subcontinente. Recurriendo al poder simbólico del derecho, la guerra legal permite someter a los dirigentes políticos, no solo a la amenaza de la utilización de la fuerza sobre sus libertades y propiedades, sino principalmente a un ritual de degradación pública que lima sus imágenes, pero también a su propia humanidad sometida a esa mecánica de ataques permanentes. Todo sucede en una coordinación impecable con las empresas de (in)comunicación masiva, que funcionan como usinas difusoras (y en no pocos casos, creadoras) de los supuestos hechos delincuenciales de los cuales se los acusa.
Es importante señalar que la instalación y funcionamiento de toda esta maquinaria de guerra política es posible porque se asienta sobre prácticas y una estructura legal ya previamente dislocada, acomodaticia y dual (donde los criterios extra o antijurídicos ya eran cotidianos). De otro modo no tendrían lugar sin un gran escándalo, jurisprudencias que se hacen doctrina como la utilizada por el juez Bonadío de “derecho procesal penal creativo”, que el mismo define como: “instituciones que no son técnicamente cosas del Derecho Procesal Penal, pero que están en el derecho positivo argentino”. Que en el marco del derecho penal, donde las palabras requieren una precisión desconocida en otra rama del derecho ni otra disciplina social, donde la tipificación es la base sobre la que se asienta todo el edificio de garantías y derechos constitucionales, que en ese marco no sea una aberración indigerible que defina a su doctrina diciendo “no son técnicamente cosas”, y que en base a eso se arrogue la posibilidad de crear (tarea del poder legislativo) nuevos marcos normativos para aplicar a casos específicos, solo es posible porque el poder judicial lleva décadas haciéndolo diariamente con los pobres sin escándalo alguno.
Este señalamiento es fundamental, porque la rueda del tiempo no se detiene, y a partir de 2008 otra fracción del capital neoliberal se ha vuelto locomotora del conjunto, con otras habilidades, posibilidades, horizontes y prácticas que es necesario comprender para prepararse para lo que posiblemente surja sobre la base de la cacería humana, las técnicas del big data y un derecho penal cada vez más “flexible” y regido por la demagogia punitiva.
VI
Las formas de dominación se solapan, no sucede que emerge una nueva forma dominante y las existentes desaparecen de golpe, sino que coexisten y extienden sus alcances, incluso como latencias subterráneas, mucho más allá de las formas sociales que le dieron origen. Mínimamente reconfiguradas, aún pueden encontrarse formas de dominio o castigo propias de la Inquisición funcionando en pleno siglo XXI. Pero sí se observa que ante los reemplazos en la conducción de diversas fracciones del capital, se transforman los tipos de dominio que emergen, las tecnologías preponderantes y los modos que asume la guerra en cada caso. Las tramas que anudan al poder institucional y legal se transforman, y con todo las subjetividades resultantes de la faceta productiva de la dominación. 2008 significó una bisagra mucho más profunda de la que hasta el momento la teoría social ha dado cuenta,
asistimos a una reconfiguración de la hegemonía neoliberal que se basa en la renovación de la conducción política a partir de nuevas bases […] señalar anticipadamente como rasgos específicos de esa reconfiguración hegemónica. El involucramiento explícito y cada vez más extensivo de los representantes “más exitosos” del capital en la esfera política: el capitalismo ya no delega la representación política en un cuerpo especializado y externo, sino que la asume con sus propios cuadros […] otro indicio de esta reconfiguración neoliberal es el profundo descrédito o, incluso, el ataque directo a las democracias liberales y a sus reaseguros jurídico-institucionales, otrora pensados como el único arreglo institucional compatible con la reproducción capitalista. (Ciuffolini y De la Vega, 2022:131)
A continuación
explicamos exactamente lo que a nuestro juicio constituyen las tres novedades políticas de la reestructuración de la hegemonía neoliberal en nuestras sociedades periféricas y subalternas: 1) una nueva hegemonía plutocrática del capital que enlaza de manera inestable con las instituciones democráticas; 2) que despliega formas híbridas para la acumulación, entre la explotación y la expropiación; y por tanto, estas se corresponden también con formas híbridas de asignación de subjetividades que, consecuentemente, organizan dinámicas de dominación diferenciadas; y, por último, 3) que tiene como fracciones dominantes al capital biotecnológico y al capital financiero” (Ciuffolini y De la Vega, 2022:131).
Para las autoras citadas este periodo da por resultado una nueva etapa que denominan de dominación oligárquico-democrática. Este concepto y su descripción resultan sumamente importantes y reveladores para explicar el rol fundamental que el poder judicial asume en el periodo, una institución que puede conceptualizarse sin duda alguna como oligárquico-democrática.
La guerra se fue sofisticando tanto tecnológica como políticamente, caminando hacia un concepto de guerra híbrida (como las formas de acumulación y la asignación de subjetividades), que entre otros muchos elementos, avanza en la lógica de la caza humana militarizada, siendo el dron la máquina de guerra emblema del momento. La guerra cambia sus patrones estructurantes y, si para Clausewitz la misma era una sucesión de duelos, el paradigma actual es el de un cazador que avanza y una presa que huye y se esconde, una dinámica más cercana a la policial que a la militar clásica, pero con una asimetría nunca antes vista. Estas transformaciones que ya comenzaban a observarse antes de 2008, adquieren a partir de ese momento elementos realmente preocupantes para el futuro ya presente: el capitalismo neoliberal, basado en la especulación financiera y el saqueo, es absorbido por otro sector más dinámico, al que Shoshana Zuboff conceptualiza como capitalismo de vigilancia que “reclama unilateralmente para sí la experiencia humana, entendiéndola como una materia prima gratuita que puede traducirse en datos de comportamiento” (2021:21). En detalle, señala “excedente conductual privativo (“propiedad”) de las propias empresas capitalistas de la vigilancia y se usa como insumo de procesos avanzados de producción conocidos como inteligencias de máquinas, con los que se fabrican productos predictivos que prevén lo que cualquiera de ustedes hará ahora, en breve y más adelante […] mercado de futuros conductuales” (2021:21).
Como si esto no fuera suficiente, Zuboff agrega que:
“Con el tiempo, los capitalistas de la vigilancia descubrieron que los datos conductuales más predictivos se obtienen interviniendo en la marcha misma de las cosas para empujar a, persuadir de, afinar y estimular ciertos comportamientos a fin de dirigirlos hacia unos resultados rentables […] ahora los procesos automatizados llevados a cabo por máquinas no solo conocen nuestra conducta, sino que también moldean nuestros comportamientos en igual medida. A partir de esa reorientación desde el conocimiento hacia el poder, ya no basta con automatizar los flujos de información referida a nosotros, el objetivo ahora es automatizarnos (a nosotros mismos)” (2021:22).
Mientras el mercado/poder avanza en automatizarnos, la profunda reconfiguración de la guerra, en su pata referida a la caza humana militarizada, busca también dar un paso más allá, ya no salir a la caza de objetivos previamente determinados, sino
“en vez de tratar de localizar una determinación nominativa previamente designada, proceder al revés: comenzar vigilando, acopiando datos, trazando gráficos a gran escala, para después, a través del análisis del big data, suscitar la emergencia en el diagrama general de los puntos nodales que, tanto por la posición y la talla como por sus lunares de color pueden ser identificados como amenazas a neutralizar […] un paciente trabajo de documentación de vidas acopia progresivamente las piezas de un dossier anónimo que, una vez alcanzado cierto espesor, equivaldrá a una condena a muerte […] aquellos a los que se termina por matar “son gentes cuyos actos, con el correr del tiempo, han vuelto evidente el hecho de que representan una amenaza” (Chamayou, 2016:53).
Resta observar y encontrar cuáles son las reconfiguraciones que el campo del derecho está ensayando desde 2008 a esta parte; preguntarse si la guerra judicial del futuro-presente encontrará dinámicas y conceptos similares a las descritas o abrirá caminos impensados hasta hoy. ¿Barrerá finalmente con la estructura normativa y principios heredados de la modernidad, para dar lugar a un derecho donde la demagogia punitiva sea finalmente ley de los dominantes para aplauso de las mayorías? Por lo pronto, mientras escribo este artículo, colaboro en una causa donde una fiscal detuvo por “asociación ilícita” a una referente social y política en una ciudad del interior provincial. No fue dos veces presidenta de la Nación, es una referente de escala local donde confluían muchos vínculos, al decir de Chamayou: un dossier que alcanza cierto espesor. Recupero dos años de coordinar Comisiones de Derechos a Jujuy, donde una evidente suspensión del Estado de derecho y la caza humana judicial sucede sobre dirigentes locales, puntos nodales de una red-trama de resistencia al poder gubernamental y económico local-transnacional. No son Milagro Sala, son dossiers que adquirieron cierto espesor. A ellos también los allanaron e imputaron por “asociación ilícita”. En ambos casos el poder judicial procesa como “asociación ilícita” a diversos mecanismos de solidaridad. No son pobres en general (aunque sigue siendo), no son la dirigente política más importante del peronismo (aunque sigue siendo); este nuevo esquema de la guerra judicial que despliega la institución oligárquico-democrática por excelencia, parece adoptar una táctica que apunta a los “dossier que adquieren cierto espesor” frente a los recorridos previamente automatizados que buscan trazarnos. Dirigentes locales que enlazan determinada cantidad de vínculos, solidaridades y resistencias. Habrá que observar el devenir para terminar de escribir lo que se prefigura sin dudas como una lucha por el tiempo futuro, su programación o libertad.
(*) Abogado, Doctor en Ciencia Política y Diplomado en Seguridad Ciudadana. Docente de la Facultad de Derecho y de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Coordinador Regional de la Dirección Nacional de Promoción y Fortalecimiento de Acceso a la Justicia del Ministerio de Justicia y DD.HH de la Nación. Militante social y político.
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