Por Graciela Bialet (*)
Como un acto de responsabilidad, como una forma de mejorar el mundo, la escritora reflexiona sobre las prácticas humanas, humanitarias y humanistas. Y, en su escritura, “la literatura, el arte y la lucha son una balsa y a la vez una tribuna, un acto de resistencia, un hecho político, una trinchera donde reclamar nuevos episodios de vida plena, donde seguir debatiendo un mejor presente y un osado futuro”1.
Cómo hablar de la vida y nuestros cuerpos amenazados, en tiempos en que el mar de fueguitos que somos, según nos describe Eduardo Galeano, cruje buscando refugios del aguacero imperial de la globalización… ¿Cómo? Me pregunto cien veces y viene a mi rescate lo que tan valerosamente expresa Pablo Milanés en su cantar:
“La vida no vale nada si no es para perecer,
para que otros puedan tener lo que uno disfruta y ama…”
Ensayé un par de maneras de hablar sobre este tema al que me invitaron en “Cuadernos de Coyuntura” (CDC) para abordar la fragilidad de los cuerpos y los duelos en la vida en la Argentina contemporánea, y sólo daba con lecturas que me han constituido (porque una es lo que lee y lo que no ha leído, además…). Y hallo que sólo la intertextualidad del arte me permite esgrimir un puñado de reflexiones. Así que me posicionaré en mi rol de escritora, especialista en lecturas para las infancias, y me valdré de la canción de Pablo Milanés para darme coraje, porque tal como dice la continuidad de esas primeras líneas:
“La vida no vale nada si yo me quedo sentado
después que he visto y soñado que en todas partes me llaman.
La vida no vale nada cuando otros se están matando
Y yo sigo aquí cantando, cual si no pasara nada”.
Por eso iré sopesando ideas a partir de mis lecturas del mundo. Porque suceden cosas cuando leemos, y también cuando no leemos o analizamos un poco (¿o cómo nos dejan?) cómo leemos la realidad cotidiana. ¿Qué cosas nos son reveladas cuando leemos? ¿Cuáles quedan en el anonimato? ¿Por qué?. Sabemos (¿todos lo sabemos?) que lo que llega por esa red global de Internet hay que mesurarlo en términos de calidad y veracidad, porque cualquiera —miles de personas, trolls y hasta robots informáticos— cuelgan lo que se les antoja y la red está plagada de falsas informaciones, fake news con contenido pseudo periodístico, pseudo científico, pseudo veraz, pseudo artístico, que se difunde a través de portales de prensa, radio, televisión y redes sociales que, más que de comunicación, terminan logrando ser medios de desinformación. ¿Resultado?: Una confusión de datos nos dejan expuestos a los más elementales instintos de conservación, y como autodefensa se encienden todos los sensores emotivos que no necesitan razones lógicas ni ecuánimes para reaccionar, ni tomar decisiones y opinar con criterio, sino tan sólo activar impulsos primitivos de supervivencia que aceleran iras y desdichas.
De a poco, domesticados por la mala información, campañas publicitarias, propagandísticas, por juegos brutales, por pantallas sexistas, por idénticas películas por cable o plataformas, nos inyectan culturalmente a quién amar, qué aspirar y a quién odiar, como una catequesis sociocultural montada “sobre la base de un soporte ideológico que, al cabo de un tiempo, conforman una imagen de vida tan deformada como esclavizante”.2
La incertidumbre y el clima de hostilidad reinante durante los aislamientos preventivos y obligatorios, sumados al distanciamiento social —que pareció replicarse no sólo en la calle, sino aún estando en casa, cada cual con su pantalla—, parecieron ser un denominador común. Lo más trágico parecía que sólo le ocurría a otros sin rostros, a “los nadies”… ¿Cuántos infantes quedaron huérfanos o perdieron a sus cuidadores en el lapso de 19 meses?: en Argentina, 30.300 niños y niñas (según la investigación de la revista médica The Lancet acerca de las “Estimaciones mínimas mundiales de niños afectados por la orfandad asociada al COVID-19”)3.
“La vida no vale nada si escucho un grito mortal
y no es capaz de tocar mi corazón que se apaga”.
Pienso en estas cuestiones, desde hace un tiempo, con esta modalidad (heredada pospandemia) de comunicarnos por red, cada cual en su cápsula, expuestos a jornadas enteras frente a las pantallas, con el mundo a la distancia de un dedo y varias teclas, creando entornos paralelos a la realidad comunicacional cara a cara. Pero es preciso reconocer y confirmar que han sido, sin duda, la lectura y los libros los que nos enseñaron anticipadamente acerca de la comunicación remota. Porque al leer no hay un otro/a presente, sólo hay una relación —distante / imprecisa / desconocida— con alguien que no está en carne y hueso contando algo. Hay una mediación escrita sobre un papel físico, que interpreta quien lee con sus sentidos; o sea, un proceso de simbolización entre lo impreso y la idea que construye quien lee (según sus experiencias de vida y de conocimiento, claro). Los libros (y todas sus versiones primitivas desde las arcillas, cueros, pirámides, etc.) fueron quienes han transmitido a las generaciones humanas sus historias y también sus modos de registros. Entonces, las pantallas no son otra cosa que un nuevo formato.
El verdadero problema, podemos afirmar, no son los formatos sino los contenidos. ¿Quién escribe las agendas de nuestras vidas y emociones? Pulgar arriba. Pulgar abajo. ¿Alguien determina quién vive y quién muere este gran juego del calamar argentino?
“La vida no vale nada si ignoro que el asesino
cogió por otro camino y prepara otra celada.
La vida no vale nada si se sorprende otro hermano
cuando supe de antemano lo que se le preparaba”.
Bajo la mirada del actual mundo globalizado e hipercapitalista, el consumo desmedido trastocó todos los parámetros. Los sociales. Los económicos. Los ecológicos. Todos. Incluso los culturales y los artísticos. La lectura del mundo y la lingüística disputan con otros soportes de entretenimientos (¿“pasatiempos”?) el ser un bien cultural apetecible, porque para leer hay que dedicar tiempo (¡Ah!, el tiempo… el valor más importante de la vida que nos es dado al nacer…) y tener ganas de apostar a recrear nuevas ideas. Y las ideas traen decisiones autónomas. Y las decisiones autónomas, justicia. Y la justicia, equidad… Y así… ¿A quién se podría sojuzgar como manada de consumidores?
Quien lee se pone “más vivo”, como decían las abuelas. ¡Qué sabiduría la de los dichos populares!: ser más vivo, que implica reconocer que se posee mayor inteligencia y astucia, se articula con la palabra “vida”.
Mientras el proyecto social y político sea el de seguir matando de hambre y exclusión a ese 48,3% —treinta y dos millones de personas (de entre los 46,8 millones) se encuentran por debajo del umbral de la pobreza en Argentina—, estamos fritos, como diría Mafalda. Entre nosotros conviven 68.000 analfabetos puros y alrededor de millón ochocientos argentinos semianalfabetos —o sea, que conocen letras pero no pueden leer y escribir con autonomía—, ¡algo así como si todos los habitantes de la provincia de Mendoza no supieran, y por ende, no pudieran leer ni escribir!. Alguien o algunos no quieren que leamos… y tienen razón: por algo será. No quieren que leamos, y menos aún literatura, que está cargada de ideas e historias que no hacen más que provocar lectores pensantes, siempre “peligrosos”, precisamente porque “piensan de más”.
A la par de esto, hace poco escuchamos a un funcionario del actual gobierno (2024) decir que los padres tienen derecho a no enviar a sus hijos al colegio si los necesitan para trabajar. Patria potestad que atrasa dos siglos los derechos de las infancias. ¿Estamos indolentes?
Somos sensibles y empáticos por naturaleza, como los niños, lo que sucede es que el discurso del consumo nos ha hecho creer que nada es posible de ser modificado, que todo está bajo un control poderosamente enigmático e invisible, y nos metieron tanto miedo en los años de plomo y luego con las pestes, que hasta por instinto de preservación nos volvimos individualistas y desconfiados. El “sálvese quien pueda” se puso a la orden del día con la versión new age que sigue repicando más o menos: “Esta es la única oportunidad que tengo para vivir, yo soy único, no permito que lo de afuera me afecte”.
La vida es ecológica, como el planeta. Luego de muchos intentos por salvarnos cada cual puertas adentro de casa, resulta que las maravillosas paredes del nido se nos fueron convirtiendo en jaulas, porque fuera de casa son demasiados los que no tienen nada para perder y te arrebatan desde la cartera hasta las lágrimas en cada esquina…
La vida es ecológica, y la poesía su buen viento. Claro que no es cierto que “todo está perdido”. No solo no está perdido, sino que estamos en condiciones de hallar posibilidades superadoras. ¿Cómo? Actuando, participando, informándonos, leyendo mucho para despejar paja de trigo, intercambiando ideas, exigiendo, dando una mano al otro, que no es solamente un plato de comida, sino también cultura, música, libros.
Es tan ecológica la vida… Cuando una especie animal o vegetal se pierde, se genera un abismo biológico que no es un foso vacío, se rompe el equilibrio y ese hueco se carga con otra cosa. Varios estudios dan cuenta de los riesgos que ocasiona la dispersión biológica asistida por humanos (y ni qué hablar de la genética). Por dar un ejemplo: una especie de rana (la Litoria cyclorhyn) fue introducida en Australia para controlar a un tipo de insecto que devoraba las cosechas. Luego, esa rana se convirtió en plaga (en peligrosa variedad invasiva) y produjo la extinción de tres especies vegetales, que con su ausencia han producido sequías en amplias zonas donde ahora no se puede cosechar, lo mismo que al inicio del programa por el cual se trajeron esas ranas. Otro caso similar en la Argentina, se dio con el caracol Achatina fulica.
O sea, una imprevisión futura genera en realidad más problemas que beneficios. No hay remedio, es que los que habitamos este planeta estamos conminados a pensar en un destino de salvarnos con todos o no salvarse ninguno. Por eso debemos ser solidarios y mirarnos como una parte del gran cuerpo social y biológico. No porque seamos misericordiosos (y está bien plantearse como valor la compasión), sino porque no tenemos margen: si no nos cuidamos y protegemos entre todos, si seguimos mirándonos el pupo, o la paja en el ojo ajeno, acá no va a quedar nada.
Parafraseando a Juan Bialet Massé, podríamos decir que no por buenas personas, ni siquiera porque la religión o la decencia lo indiquen… es necesario ser solidarios con las clases trabajadoras y con los que menos tienen incluso por “cuestiones prácticas”, porque de las personas que trabajan depende la fuerza motora de la vida humana.
“Si todos los capitales desaparecieran, el trabajo los volvería a crear otra vez, mientras que si se pudieran unir todos los trabajadores y hacer una huelga general de un solo mes, los capitalistas se encontrarían como el Narciso de la fábula, tendrían que comer oro, o tierra, o carbón”4.
“La vida no vale nada si cuatro caen por minuto
y al final, por el abuso, se decide la jornada.
La vida no vale nada si tengo que posponer
otro minuto de ser y morirme en una cama”.
Creo que además de plagas ecológicas y sociales, debemos atender plagas culturales. Plaga cultural llamada pobreza: el 10% de la población más rica percibe 36 veces más recursos que el 10% más pobre. Alrededor de 730 millones de seres humanos no cubren sus necesidades básicas para vivir en este planeta, ¡estamos hablando del equivalente a la población total de Europa! Pero alojada, claro está, en las zonas vulnerables del planeta. ¡O equiparable a casi todos los habitantes de Latinoamérica, entera! Mucha gente. Demasiada gente. Y la mayoría son mujeres y niñas, niños, inmigrantes, refugiados, desplazados, invadidos y población civil sufriendo ataques bélicos. Las ultraderechas internacionales pretenden convertir al planeta en un búnker donde la vida sea un privilegio meritocrático.
La literatura de ciencia ficción nos mostró, hace mucho, realidades como las que vivimos en épocas de guerras e intolerancias. Me viene a la mente aquella permanente lluvia ácida donde vivían los excluidos de los centros de poder, los que no podían refugiarse en countries aéreos, donde el aire era aún respirable y el amor era más factible con clones que con humanos, esa historia apareció en la novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Philip K. Dick, publicada en 1968, y llevada al cine con mucho éxito en 1982 bajo el título “Blade Runner”.
“Escribo porque no tengo respuestas”, dice la poeta María Ángeles Pérez López. Podríamos pensar que leemos para tratar de indagar posibles versiones. La literatura y la ficción no usan tapabocas (no debieran, ¡nunca más!). Sus límites son la imaginación y las preguntas existenciales de quien la escribe y de quien, al leerla, la recrea, (las sube al escenario de su mente, cual teatro abierto en su imaginación) sin cadenas, sin violencias ni amenazas. Por eso, la literatura y el arte amasan sus incertidumbres en mensajes inacabados (¿hacia dónde van las reelaboraciones de sentidos?, ¿cómo terminará?, ¿lo escrito en el poema es lo que hubiera querido expresar el lector?). Nos moviliza, nos pone en la piel de mundos y vidas de otros, del prójimo, toda una infinidad de singularidades al alcance de la lectura literaria. Y es leyendo literatura como internalizamos recursos emocionales para encontrar certezas y decisiones posibles de resolución. El arte educa la sensibilidad.
Plaga cultural llamada individualismo: hace poco tiempo, la prensa daba cuenta de la preocupación acerca de la creciente ola de suicidios entre adolescentes y jóvenes. Varios psiquiatras sociales responsabilizaban las escasas ganas de vivir a la pérdida de utopías (esos lugares imaginarios donde ir que se configuran como motor de acciones direccionadas y justifican no sólo metas, sino la existencia misma). De nuevo, no basta con ser buenas personas y vincularnos con los demás, con la otra o el otro, con quien está con nosotros transitando la vida en el planeta, por un simple sentido de nobleza y altruismo, sino porque además sin estas empatías sociales pareciera que no hay motivos valederos para vivir.
El trabajo es un motivo de vida, no un fin en sí mismo. El otro, las otras personas que nos acompañan en nuestro viaje existencial, son un motivo de vida. El amor da móviles de vida. El amor no tan sólo de pareja sino ese que se expande a los amigos, los vecinos, los coterráneos, las mascotas, la naturaleza, la profesión, el país, las ilusiones, etc. Ya lo dijo Paulo Freire, “todo acto de amor es un acto de valor”. El amor como acción que resiste y repara.
“La vida no vale nada si en fin lo que me rodea,
no puedo cambiar cual fuera lo que tengo y que me ampara,
y por eso para mí,
la vida no vale nada”.
La vida lo vale todo. Nos pertenece por legítimo derecho de haber aparecido en el planeta. Nuestro tiempo de vida es realmente lo único valioso que tenemos. Y no, claro, los padres no se eligen. Ni ellos escogen a una o uno, tampoco. Pero están ahí, en la escena exacta, perfecta, cuando millones de espermas pugnaban por impactar con ese óvulo, el que está esperando para engendrarte. Y entre miles de opciones, con o sin amor, con o sin papeles, resulta que dan en el blanco y te fecundan. Y en ese exacto instante, comienza la aventura, el desafío de existir. Porque sí, porque fue el tiempo y en el lugar justo. Porque decidieron darte esa oportunidad de vida. Porque te correspondía ingresar en la hazaña de la naturaleza, en el ciclo planetario. Tu turno de llegada. Tu viaje. Nadie te pregunta dónde ni en qué condiciones sociales vas a tener que aprender a leer el mundo para vivirlo. No hay un termómetro meritocrático que asigne tu puesto, tu lugar. Porque nacer es un derecho devenido en acto, en verbo, en presencia. El vacío y el descarte, son la muerte.
Por eso, a muchos nos indigna este modelo político, social y económico del “sálvese quien pueda y como pueda”, porque los humanos tenemos conciencia de vivir y de morir.
Los duelos, las pérdidas innecesarias, las vidas no cuidadas por una sociedad y un Estado indolentes, son irreparables. No hay valor de cambio. No se recupera esa mente con cuerpo que soñaba, deseaba y pujaba por la supervivencia merecida.
El modelo publicitario de la bella figura y el de la familia con sonrisa dentífrica solamente son eso, imagen de publicidad y propaganda. Los seres reales crean, tropiezan, gozan y sufren, porque a partir del conflicto surge la acción, a partir del parto nace una nueva vida, a partir de los recursos disponibles dentro de una heladera o de una alacena se prepara una comida posible. A partir del caos se crea el cosmos, a partir de la experiencia artística surgen nuevos modos de leer y entender la realidad. Toda la literatura, y el arte en general, dan cuenta de eso: de la vida, la muerte, el amor y el odio como insumos existenciales.
Quien no necesite reflexionar sobre su práctica humana, humanitaria y humanista, quien no sienta el impulso irrefrenable de justificar su existencia preguntándose una y otra vez por qué cree en lo que cree, con quiénes comparto viaje, quien no vea el horizonte compartido del que hablan Birri y Galeano, ese que se asemeja a las utopías y que sirve para eso, para seguir caminando, no experimentará que la literatura, el arte y la lucha son una balsa y a la vez una tribuna, un acto de resistencia, un hecho político, una trinchera donde reclamar nuevos episodios de vida plena, donde seguir debatiendo un mejor presente y un osado futuro.
Vivir es un acto político, porque qué es la política sino acciones, debates y actividades (regladas y contenidas por las relaciones de comunicación y poder) que se ejercen en pos de la concreción de decisiones tomadas por personas que quieren vivir en sociedad y en armonía.
“La vida no vale nada si tengo que posponer
otro minuto de ser y morirme en una cama”.
Claro que no. La cama para soñar y amar. Lo nuestro es ser. En la calle y en la vida.
(*) Escritora. Licenciada en Educación, en Comunicación y Magíster en Promoción de la Lectura y la literatura infantil. Docente de posgrado en la Universidad Nacional de Rosario (UNR).
1 Cresta de Leguizamón, María Luisa (2018) La caperucita roja de Córdoba y de cómo el lobo no pudo con ella. Ed. Comunicarte, Córdoba.
3 Bialet Massé, Juan, Informe sobre el Estado de las Clases Obreras Argentinas II, 1904, p. 450.
4 Algunos tramos de este texto forman parte de ideas explicitadas en diversos libros de la autora: “Prohibido Leer” (Aique), “Las locas de al lado” (Yammal), “Lectores rebeldes”(La Crujía) y “Marcas bajo el lago” (Yammal).