Por Javier Moyano (*)
La actual política nacional amenaza el patrimonio de la sociedad argentina desde diferentes lugares. Para Javier Moyano —docente e invcestigador de la Facultad de Ciencias Sociales— sobresalen dos cuestiones: el ajuste que impacta en la población y las reformas estructurales, cuyas consecuencias sobre la existencia cotidiana se visualizan con menor prontitud. En este escenario, propone dar batalla en tres frentes: la organización y movilización popular; la unidad de las fuerzas opositoras al neoliberalismo; equilibrios entre estrategias de control y adaptación del/al entorno.
Antes de la crisis del 2001, era escasa la distancia ideológica entre las fuerzas políticas con capacidad de disputar los principales espacios de poder en Argentina, pues todas ellas acordaban con los postulados neoliberales del Consenso de Washington, que abogaba por el abandono del papel regulador del Estado y la subordinación absoluta de la economía a los mecanismos de mercado, consagrando la centralidad del capital financiero en el sistema. En cambio, en sintonía con otros procesos más o menos simultáneos que tuvieron lugar en diferentes países latinoamericanos, desde el inicio del ciclo progresista en 2003, el rechazo o defensa de tales postulados se convirtió, hasta nuestros días, en el principal antagonismo que divide aguas en la arena política nacional, aún cuando no alcance para explicar por sí sólo la totalidad de los alineamientos de la dirigencia, ni de las alianzas o rupturas de las mismas entre los partidos, pues también intervienen en ellos una miríada de factores, entre los que destacan disputas por liderazgos, múltiples fuentes de compromisos y enemistades, emergencia de actores que pretenden expresar posiciones intermedias, etc.
La victoria de Mauricio Macri en 2015 significó el retorno al gobierno de los defensores de los postulados neoliberales, quienes, con sus políticas de endeudamiento externo, en especial con el Fondo Monetario Internacional (FMI), condicionaron decisivamente las posibilidades de retomar la senda iniciada en 2003 tras la derrota de Juntos por el Cambio en los comicios presidenciales de 2019. En gran medida como consecuencia de ello, aunque no exclusivamente, el gobierno de Alberto Fernández, si bien representó una interrupción del proceso de reestructuración neoliberal iniciado por Macri, no revirtió sus principales efectos, con el consecuente deterioro tanto de la calidad de vida de los grupos populares como de las posibilidades del peronismo de retener el poder en 2023. En ese proceso, la llegada a la presidencia de Javier Milei representa el inicio de una nueva y más radical etapa de reformas neoliberales.
Al igual que lo ocurrido en 2015 y 2019, desde fines de 2023 el desgaste y posterior reemplazo de un gobierno de determinado signo programático por otro ha generado realineamientos de las diferentes fuerzas políticas, al igual que fugas de dirigentes de un espacio hacia otro. Tales realineamientos, que afectan tanto las dinámicas inter e intrapartidaria como las relaciones entre tales fuerzas políticas y diversos sujetos sociales, se vinculan, en este momento, con dos cuestiones principales en relación con los principales antagonismos que dividen aguas en nuestro país desde hace ya dos décadas. Por un lado, con el patrocinio, apoyo u oposición respecto al ajuste del sector público y a las iniciativas de reformas estructurales neoliberales. Por otro lado, con la construcción de alternativas para disputar en el futuro las mayorías parlamentarias y el control del Ejecutivo.
En ese contexto, los sujetos sociales y políticos ubicados en la oposición al programa de las fracciones de derecha gobernantes, encuentran un conjunto de dificultades, tanto cuando su objetivo es poner un freno a las iniciativas oficialistas, como en el cometido de construir una alternativa capaz de conquistar el gobierno y de ejercer el poder con eficacia en un futuro más o menos próximo.
En lo relativo a la resistencia a la agenda de la coalición gobernante, sobresalen dos cuestiones. La primera es que, mientras el ajuste, dado su impacto inmediato en el deterioro de la calidad de vida de amplios sectores de la población, está encontrando significativos niveles de rechazo —general si se trata de la educación universitaria, más segmentados en otros casos— son mucho más acotadas las repercusiones de la promoción de reformas estructurales, cuyas consecuencias sobre la existencia cotidiana se visualizan con menor prontitud. La aprobación, sin demasiado ruido, del despacho de comisión sobre la ley “Ómnibus” en la Cámara de Diputados, ocurrida la misma semana de las multitudinarias marchas en defensa de la universidad pública, llama la atención al respecto. No se trata de un problema menor porque este tipo de reformas son generalmente muy difíciles de desandar, dada su capacidad de condicionar el margen de acción de eventuales gobiernos progresistas en el futuro, limitando dramáticamente la capacidad del Estado, y en consecuencia de la política, de revertir las consecuencias sociales del ajuste.
La segunda cuestión guarda relación con la actual configuración “triangular” de la representación en el Congreso de la Nación. Si en el polo de apoyo al programa oficialista se ubica una coalición de derecha dura, que incluye en un papel decisivo a sectores de ultraderecha, y en la oposición al mismo se encuentran un conjunto de bancadas que van desde el centro hasta la izquierda trotskista, la llave de las decisiones, al menos en la Cámara Baja, es un resorte de sectores de centro derecha, mucho más dispuestos a acordar iniciativas con la ultraderecha que a confluir, ni siquiera en asuntos puntuales, con Unión por la Patria o con la izquierda, disposición claramente manifestada en la premura que expresan los principales dirigentes de las dos alianzas políticas mayoritarias en la provincia de Córdoba, por proporcionar “herramientas” para el desguace del Estado al gobierno autodenominado “libertario”. Las coincidencias ideológicas con las reformas neoliberales, los vínculos con el poder real, la construcción de las identidades propias en antagonismo con el kirchnerismo, la permeabilidad ante las presiones del oficialismo, son algunos de los factores que contribuyen a explicar este posicionamiento. Sólo una escalada en los niveles de movilización popular, unida a una potencial caída en los niveles de aceptación del gobierno, podrían modificar esos posicionamientos en función de los cálculos electorales de la denominada “oposición amigable”.
En lo atinente a las posibilidades de contar, cuando llegue el momento, con una alianza que, opuesta a los postulados neoliberales, se encuentre en condiciones de alcanzar el control del Ejecutivo, generar condiciones de gobernabilidad y desarrollar con éxito su propia agenda programática, es necesario plantear un par de cuestiones. En primer lugar, hay una larga distancia entre la común oposición parlamentaria al ajuste y la reestructuración promovidos por la derecha oficialista, por un lado, y la confluencia electoral por otro; más aún, nada indica que esa confluencia sea posible en este momento.
En segundo lugar, si analizamos la composición de Unión por la Patria, principal coalición opositora, apreciamos que, además de múltiples disputas particulares por liderazgos que deterioran su capacidad competitiva, en su seno actúan sectores que proponen adoptar decisiones programáticas audaces —al menos en el plano de la fiscalidad— independientemente de las impugnaciones que ellas generen de parte de los grupos de poder —locales y transnacionales— más concentrados, mientras que otros sectores, más partidarios de adoptar estrategias de “adaptación al entorno”, sólo están dispuestos a administrar la crisis, aunque sin impulsar nuevas reformas estructurales neoliberales, y con una sensibilidad social muy superior a la que muestra la derecha. Ambas posiciones tienen, cada una de ellas, una limitación relevante, con implicancias tanto sobre las posibilidades de ganar elecciones, como de alcanzar condiciones de gobernabilidad para poder desplegar un programa propio.
Por un lado, se presentan dudas, a menos que los niveles de organización y movilización popular —y su impacto en la disputa por el sentido común— fueran notoriamente mayores a los actuales, sobre la capacidad de gestionar el conjunto de frentes de conflicto que un enfrentamiento más decidido con el poder real podría generar. Hasta el momento, desde el retorno de la democracia un progresismo con audacia política sólo ha sido exitoso durante la década y media posterior a la profunda crisis del 2001 y al “vacío de poder” que la acompañó. Por otro lado, las políticas demasiado moderadas ya demostraron sus límites en la capacidad de canalizar favorablemente demandas sociales cada vez más urgentes, y no evitaron que el consiguiente debilitamiento en los niveles de legitimidad de un gobierno progresista sea también aprovechado por el poder real para apoyar con grandes perspectivas de éxito a las fuerzas neoliberales.
En resumidas cuentas, las posibilidades de resistir el ajuste y el patrocinio de reformas estructurales, por un lado, y de pensar en la construcción de una alternativa de gobierno por otro, dependen en gran medida de un significativo mejoramiento del desempeño en tres frentes. En primer lugar, un incremento en los niveles de organización y movilización popular, que generen condiciones de posibilidad para la audacia política progresista. En segundo lugar, la unidad de las fuerzas opositoras al neoliberalismo, o de gran parte de ellas, moderando los efectos en su seno de las pujas por liderazgos y por sus diferentes orientaciones programáticas. Por último, equilibrios entre estrategias de control y adaptación del/al entorno, abriendo frentes de conflicto sólo cuando hay reales posibilidades de éxito, pero sin desaprovechar la oportunidad cuando tales condiciones se presentan, siempre con la resolución de las demandas populares como principal objetivo de la agenda.
(*) Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).