Por Cecilia Dionisio (*)
La imposición del mandato capitalista de productividad ha llevado a una insistencia en la eficiencia, la optimización y la competitividad en múltiples aspectos de la vida, que nos conducen a sentir culpa cuando “perdemos” el tiempo o a formas aceleradas de hacer para “ganarlo”. En la coyuntura actual, en donde conjuntamente con la profundización de estas lógicas se instaurado la crueldad como formato de gobierno, asistimos a una sensación generalizada de incertidumbre y tristeza respecto de la cual se propone “fingir demencia” o “mantenernos positivxs”.
La autora pretende realizar una crítica al imperativo de positividad que invisibiliza y patologiza emociones catalogadas como “negativas”. Rescata la ternura y la tristeza en tanto afectos que pueden contribuir a desacelerar, reencontrarnos y organizar algún modo de resistencia colectiva en un “otro tiempo” que se sustraiga de la lógica capitalista.
“La tristeza nunca es totalmente de uno,
es lo que hace de ella un objeto raro”
Anne Dufourmantelle
El tiempo es una dimensión significativa de nuestra existencia. Tanto para pensarnos, como para narrarnos, pero también para comprender nuestra historia y las producciones de subjetividad que devienen de ella. Los avances del capitalismo implicaron, entre otras cosas, la capacidad de cuantificar el tiempo de manera minuciosa en tanto que éste se tradujo en fuerza de trabajo para la producción. Esa operación es analizada por Foucault (1980), quien le atribuye a lo que llama “instituciones de secuestro” (la fábrica, la escuela, el hospital y la prisión) la puesta en marcha de mecanismos que apuntan a “hacer del tiempo y el cuerpo de los hombres, de su vida, fuerza productiva”. Consecuentemente, la velocidad se erigió en un pilar fundamental del capitalismo puesto que pasó a representar una ventaja competitiva y, por lo tanto, la competencia se tornó en un elemento constitutivo de la vida social y en el principal mecanismo en la asignación de recursos (Rosa, citado en Cristiano, 2019).
En la actualidad podemos encontrar un punto en común en discursos sumamente disímiles: una reiterada invocación a la “eficiencia” y a la “optimización” tanto de recursos, como de espacios, de relaciones, de procesos y, por supuesto, del tiempo. La “falta” de tiempo, el temor a “desperdiciarlo”, las múltiples estrategias que empleamos para “ganar” tiempo y la culpa consiguiente cuando no es “bien” usado, nos hace pensar no sólo en la dimensión utilitarista sino también moral que atraviesa nuestra concepción temporal. El mandato capitalista de la productividad se hace presente en toda actividad: hasta el ocio se piensa en estos términos, porque cuando tenemos un “finde largo” tendríamos que aprovechar para hacer … (lo que sea) y, si no lo hacemos, nos sentimos culpables. Se ha instalado, así, una suerte de Superyó temporal que mientras más “productivos” somos, mientras más hacemos para “ganar” tiempo, más nos exige1. Esto nos lleva, en muchas ocasiones, a un hacer compulsivo. Podemos pagar cuentas mientras hacemos la fila del súper, contestar un mensaje mientras el semáforo está en rojo, escribir un mail mientras estamos en la sala de espera del médico. Un sinfín de actividades posibles que llevan a hacer y no detenernos, a producir un plus. En esta línea, Ann Dufourmantelle (2019) señala que nos gusta afirmar que “ahorramos” tiempo, “como si al dedicarnos a una suerte de economía sin moneda ni intercambio pudiéramos ganar un plus no cuantificable de vida que nos satisficiera y nos valiera un bono de existencia” (p.80).
Otra arista de la velocidad podemos encontrarla en los modos de vincularnos con la información. Ser productivx se equipara, en este contexto, con “estar al día” en el sentido de estar y permanecer informadxs (puesto que no está permitido, lógicamente, “atrasarse”). Pero, en la coyuntura actual, ¿cómo hacer para procesar, asimilar y decodificar un cúmulo tan enorme de información angustiante y desconcertante? ¿Cómo, incluso, defendernos de tanta información real y falsa, que a veces parece ser una marea arrasadora? ¿Cómo se hace para filtrar tanto estímulo sin dejar de “hacer”? ¿Es posible “fingir demencia”? Esta expresión tan en boga ya ha sido analizada por muchas personas de distintos campos, pero la rescato puesto que puede servir para pensar algunas cuestiones. En principio, implica ignorar, desconocer, desmentir podríamos decir en términos psicoanalíticos. En un contexto donde lo constante es lo impredecible, donde la subsistencia (real y simbólica) está cada vez más amenazada, donde muchos de los consensos sociales que hasta hace un tiempo atrás nos unían ahora parecen desplomarse, es muy difícil pensar el futuro. Porque pensar también supone parar, frenar, desacelerar, proyectar, imaginar, fantasear. Sin embargo, si bien hace rato que nos encontramos sin tiempo, actualmente además tenemos que trabajar cada vez más para subsistir, lo que nos lleva a acarrear un cansancio infinito que puede fácilmente confundirse y entremezclarse con tristeza. Por eso, algunas veces, nos parece que quizás sea mejor no detenernos en eso, que pensar en el futuro es una pérdida de tiempo o, más aún, un encuentro garantizado con la angustia que no queremos sentir. Entonces, ¿cómo “ganar” tiempo si no sabemos dónde o cómo “invertirlo”? E incluso podríamos decir que, quizás, tampoco sabemos cómo investirlo (para hacerle otro guiño al psicoanálisis). Y acá aparece el “fingir demencia” como un hacer de cuenta que no pasa nada o, mejor dicho, que no pasa lo que está pasando: un millón de niños se va a dormir sin cenar en Argentina, se vetó ley de movilidad jubilatoria sumiendo a nuestrxs viejxs aún más en la pobreza, se niega la violencia de género y el cambio climático, se desfinancian las instituciones públicas a la par que se reivindican personajes siniestros que no solo ahogaron financieramente al país sino que fueron responsables de diezmar su población mediante el terrorismo de Estado. Fingir demencia, entonces, no es pretender durante un rato otra realidad, o abstraernos del presente inmediato para jugar un momento, sino retirarse de la vida en comunidad, desconocer y silenciar el padecimiento propio y de otrxs, ocultarlo y, en algunas circunstancias algo aún más grave: culpabilizar a lxs sujetos que se sienten tristes, asustadxs, angustiadxs de que es su culpa porque “no ven el lado positivo”, “no vibran alto”, “no atraen” o simplemente “no la ven”. Y ahí nos encontramos con otro mandato superyoico producto del capitalismo: ser positivx aunque el escenario sea calamitoso. Sara Ahmed (2020) retoma y critica, a propósito de esta cuestión, algunos discursos que plantean que si no nos mantenemos positivxs terminaríamos sin hacer nada, nos llevaría a la parálisis y que, si no “dejamos ir” algunas emociones como la ira, quedamos rezagadxs, replegadxs en la pena. No obstante, señala algo que me parece sumamente potente: a veces los sentimientos “negativos” nos detienen, nos desaceleran dice ella, lo que me lleva a preguntarme si quizás desacelerar no sea un requisito para pensar y escuchar.
Pensar y escuchar son otros modos de hacer. No casualmente estas reflexiones emergen en el marco de la clínica psicoanalítica, donde ejerzo mi práctica. Desde hace un tiempo, me ha empezado a sorprender cómo la preocupación por el contexto insiste aún para quienes no toman una posición ideológica o partidaria explícita. Porque el contexto no funciona a modo de envoltorio o de escenario donde transcurre la acción, sino que construye subjetividades, es decir, produce sujetos atravesados por las condiciones históricas y sociales. En la intimidad del consultorio, entonces, las principales preocupaciones2 que escucho guardan una íntima relación con el contexto y se expresan en diversas experiencias en torno a la temporalidad. En el miedo a “no llegar” a fin de mes, en la incertidumbre de no saber dónde vivir porque el alquiler aumentó demasiado, en la dificultad para sostener tratamientos de salud, en posponer o descartar estudiar en la universidad porque es más urgente trabajar, e inclusive en la espera desgastante para acceder a servicios de salud colapsados por la epidemia de turno.
También se escuchan los temores por la integridad física en tanto que ciertas identidades son perseguidas y hostigadas. Así, la violencia y el odio van en aumento y se desmantelan progresivamente muchos de los símbolos que les daban soporte a nuestros ideales, a nuestras utopías, a nuestras ideas de Pueblo, del Otro, del semejante. La incertidumbre y la crueldad se han apoderado de casi todos los discursos, precarizando la vida cotidiana y generando efectos devastadores en la salud mental.
Quiero rescatar a propósito de este tema, los planteos de Ulloa (1988), psicoanalista argentino reconocido por su compromiso con los Derechos Humanos. Él sostiene que la ternura es una instancia psíquica fundadora de la condición humana, puesto que supone el renunciamiento del cuidador o cuidadora al apoderamiento del infante. Esa inicial renuncia implica la empatía necesaria para cubrir las necesidades del infante (comida, calor, afecto) y el miramiento, entendido como mirar con interés amoroso a quien se reconoce como sujeto ajeno y distinto de unx mismx. La cuestión central sobre este planteo es que el miramiento no sólo constituye la garantía de la autonomía del infante, sino también y fundamentalmente, la construcción de un sujeto ético. De esta manera, la ternura garantiza, de parte del adulto o de la adulta, el límite al maltrato y al abuso en la infancia y, de parte del infante, el establecimiento de la confianza en el mundo. Esa confianza en el mundo generará, afirma Ulloa, una relación de contrariedad con el sufrimiento lo cual, a su vez, permitirá que el sujeto piense que el daño es algo exterior a sí mismo y que, por tanto, pueda luego pensarse a él mismo como causa externa del daño o sufrimiento de otros. De esta manera, permite la construcción de la empatía. No obstante, si la construcción del sujeto humano a partir de la ternura fracasa —por ejemplo, cuando predomina la crueldad del cuidador o cuidadora– la capacidad de proyección hacia el futuro se altera. Y aquí encontramos el enlace entre la dimensión ética y la dimensión temporal del planteo de Ulloa acerca de la constitución subjetiva: cuando predomina la crueldad, el tiempo presente no se percibe como un continuum que permite imaginar y organizar un futuro posible desde los indicios de hoy, sino que esos indicios “se transforman en presagios más o menos temibles o en una total indiferencia sin proyección futura” (p. 6).
De modo que cuando se nos dificulta hacer una trama sobre nuestra historia, cuando necesitamos desmentir la realidad para sobrevivir, cuando carecemos de tratos tiernos y se profundiza la crueldad, esa que niega el sufrimiento propio y de lxs otrxs, ¿cómo construimos una comunidad?; cuándo decimos “nosotres”, “lxs argentinxs”, ¿de quiénes hablamos?; ¿qué pasado nos organiza?; ¿podemos recuperar la capacidad de proyectar(nos) colectivamente?; ¿de qué manera?; ¿qué consensos colectivos permanecen?; ¿debemos mantenernos positivxs?
En el mismo texto de Ahmed (2020) que señalaba antes, ella plantea que creer que al fascismo se lo puede desafiar siendo amorosos podría ser justamente la forma de quedarnos dentro de él, y afirma que “una huelga de sonrisas es necesaria para anunciar nuestro desacuerdo, nuestra infelicidad con el sistema. Ya es hora de una huelga de sonrisas” (p. 10). En esta línea, Ann Cvetkovich (2024) apuesta al concepto de depresión política como una forma de “despatologizar los sentimientos negativos para que pueda vérselos como un recurso para la acción política en vez de como su antítesis” y aclara que no está sugiriendo reconvertir la depresión en una experiencia positiva, sino transformar esos sentimientos y estados de ánimo en “un lugar para lo público y la formación de comunidad” (p.21). Desde ese lugar, la autora considera que “sentirse mal, en efecto, puede ser terreno fértil para la transformación” (p.21).
En este sentido, creo que es fundamental despatologizar la tristeza, dejar de culpar a las personas por no sentirse felices o esperanzadas en un contexto de arrasamiento subjetivo y, fundamentalmente, reconocer la dimensión colectiva de ese afecto. Dice Anne Dofuormantelle (2019): “Se cree que la tristeza es improductiva y por ello se la condena” (p. 71) y luego agrega: “Podemos evitarla y parapetarnos de ella, apartarnos, ignorarla. O bien arriesgarnos y abrirnos al exilio interior al que nos somete sin violencia y que era imposible de imaginar previamente. Y en ese territorio sin mapa ni referencias, entretenernos un poco” (p.73).
Quizás entretenernos en el territorio de la tristeza sea, en última instancia, frenar un momento, habitarla y habilitarla, no sólo en su dimensión individual sino colectiva —y podríamos agregar también ética—. Tal vez, la tristeza pueda ser un punto de encuentro desde donde escucharnos, desde donde hacer comunidad y rearmar una historia mediada por la ternura en tanto acto político. Es decir, como condición de empatía y por ende de construcción del semejante. Esa ternura que, en tanto forma del lazo social requiere de cierta constancia a lo largo del tiempo para desarrollarse y no de un hacer compulsivo. Y también esa ternura que, al ser una forma de la empatía, hace que en contextos como el actual nos sintamos tristes por nosotrxs y por otrxs.
A fin de cuentas, me pregunto si esa (nuestra) tristeza podrá ser una potencial forma de organización política donde podamos resistir juntxs en un otro tiempo. Un tiempo que no sea productivo para el capitalismo, pero sí para nosotrxs en tanto sujetos. Sospecho, entonces, que será necesario disputar el sentido de la tristeza y de la productividad para, eventualmente, construir una nueva utopía que nos permita proyectarnos.
(*) Docente de la Universidad Nacional de Rafaela (UNRaf).
1 Freud plantea que el Superyó se alimenta de la renuncia, por lo tanto, mientras más se renuncia más se exige. De esta manera, cuanto más virtuoso es un hombre, tanto más severo será su Superyó (Freud, 1930).
2 Cabe aclarar que estas preocupaciones están atravesadas por características genéricas, de clase y etarias, entre otras.
Referencias
Ahmed, S. (2020). ¡Sonreí! Revista Heterotopías, 3, (5), 1-12
Freud, S. (1930/1976). Malestar en la Cultura en S. Freud Obras Completas, (pp.59-96). Amorrortu Editores.
Foucault, M. (1980): La verdad y las formas jurídicas. Gedisa.
Cristiano, J. (2019). La aceleración en la lógica del capital, Universitas humanística, (88), (pp. 1-11). https://doi.org/10.11144/Javeriana.uh88.lalc
Dufourmantelle, A. (2019). Elogio del riesgo. Nocturna editora.
Cvetkovich, A. (2024). Depresión. Un sentimiento público. Coloquio de perros
Ulloa, F. (1988). La ternura como contraste y denuncia del horror represivo. Conferencia en las Jornadas de reflexión de Abuelas de Plaza de Mayo. Disponible en https://conboca.ces.edu.uy/images/recursos/ternura_represion.pdf