Discursos de odio, desinformación, negacionismos y democracia

Por María Soledad Segura (*)

Desde una perspectiva sociológica que imbrica comunicación, cultura y política, la autora aborda problemas actuales de la comunicación pública —como los discursos de odio, las noticias falsas, negacionismos, expresiones anti-científicas y cuestionamientos a la corrección política— y presenta un análisis respecto a quiénes son los sujetos que los producen y a quiénes dirigen estos discursos, las condiciones sociales que los hacen posibles, qué consecuencias tienen para la democracia y algunas opciones que permitirían superarlos.

Los actuales problemas de la comunicación pública —lo que ahora llamamos discursos de odio, noticias falsas, negacionismos, expresiones anti-científicas y cuestionamientos a la corrección política— están estrechamente vinculados con los procesos políticos de avance de las derechas en Argentina, la región y el mundo.

Desde una perspectiva sociológica sobre la articulación entre comunicación, cultura y política, propongo una definición y distinción analítica de estos problemas, el análisis de quiénes son los sujetos que producen este tipo de discursos y a quiénes los dirigen, y las condiciones sociales que los hacen posibles.

¿Qué son?

La desinformación es la información falsa, engañosa o no verificable distribuida deliberadamente para promover la ignorancia con ciertos intereses. Implica manipulación maliciosa. Su equivalente para los discursos históricos y científicos son lo que en inglés llaman “hechos alternativos”. Estas son las posiciones que cuestionan los enunciados históricos y científicos, como el caso del negacionismo de los genocidios, o los discursos antivacunas y terraplanistas. Estos discursos cuestionan el consenso social sobre el modo de definir la Verdad a partir de la demostración empírica y la argumentación lógica.

En su definición jurídica, el discurso de odio constituye un tipo de discurso con características muy específicas: incita directa y públicamente a la violencia contra un determinado grupo social por el hecho de pertenecer a ese grupo. Se trata, por lo tanto, de discursos que apuntan, en última instancia, a la eliminación de un otro, otra, otre por el mero hecho de serlo, de tener ciertas características que lo hacen pertenecer a determinado género, origen étnico, clase o religión. No es cualquier discurso que pueda resultar ofensivo. Así, estos discursos discriminatorios, hostigadores y violentos, misóginos, homofóbicos, racistas, xenófobos, clasistas, desafían el consenso normativo de cimentar nuestra organización social y política sobre los derechos humanos y la democracia.

Y hay un tercer conjunto de discursos problemáticos de los que tal vez se habla menos: los que desprecian lo que llamamos “corrección política”. Sostengo que no es sólo un estilo de comunicación, sino una crítica reaccionaria a los discursos que reconocen derechos y evitan estigmatizar. Acusan de censura o autocensura, control del lenguaje y fundamentalismo ideológico a discursos que son sensibles, respetuosos y cuidadosos con las formas en que se refieren a los demás, sobre todo si pertenecen a grupos vulnerables. Cuestionan así los límites socialmente aceptados de lo que se considera auténtico.

Estos tres conjuntos de discursos suelen funcionar de manera articulada, por lo que es necesario comprenderles y buscar soluciones de manera inescindida. No son una novedad histórica, aunque sí lo son los modos de su producción y los alcances de su difusión.

¿Quiénes los producen y contra quiénes lo hacen?

Son producidos y difundidos por medios de comunicación, periodistas y comunicadores, líderes políticos, líderes religiosos, intelectuales y otros que tienen influencia en la opinión pública. Lo crucial es la capacidad de influencia de quienes los enuncian.

Ya lo dije, pero quiero enfatizar, que se producen contra determinados grupos sociales históricamente vulnerabilizados: mujeres y disidencias sexuales, personas racializadas —en nuestra región, sobre todo, afrodescendientes y pueblos originarios—, y pobres. Y también se dirigen contra élites políticas, intelectuales, científicas, artísticas, periodísticas y militantes tradicionales de diverso signo político —especialmente a las de izquierda y progresistas— que promueven la ampliación de derechos para esos sujetos o, al menos, aceptan o —aún menos— no cuestionan abierta y explícitamente esos avances y aceptan las reglas de juego democrático electorales y comunicacionales. 

Hay un tercer tipo de actor en juego que es crucial: quienes aparentemente adhieren y contribuyen a divulgar estos discursos. ¿Por qué un dirigente como Javier Milei logró ser el candidato más votado en las PASO y ser elegido diputado de la Nación? ¿Por qué comunicadores como Baby Etchecopar o Viviana Canosa logran altos niveles de rating? ¿Por qué, como dice Stefanoni, pareciera que hoy “la rebeldía se volvió de derecha”? ¿Toda esa gente se volvió de golpe definitiva e irrecuperablemente fascista? Creo que no, que no fue de golpe, sino que se trata de un proceso largo con señales previas; que bajo ningún punto de vista eso es irrecuperable, sino la política no tendría lugar ni sentido; y que tampoco son decidida y claramente adherentes de manera coherente y acabada de ese conjunto de políticas e ideas. Creo, más bien, junto con otras autoras, otros autores y dirigentes sociales y de derechos humanos, que en la adhesión de muchas y muchos más de las que y los que nos gustaría a estas expresiones agresivas, hay bastante de incertidumbre sobre el futuro, más aún después de la crisis sanitaria y durante la crisis económica, de desilusión con las promesas incumplidas de la democracia, de miedo, de frustración, de desconfianza, de desesperanza, de desesperación. 

¿Qué causas tienen?

Hay causas históricas y estructurales relacionadas con los altísimos niveles de desigualdad social, violencia y polarización política extrema; con el autoritarismo no sólo político sino también social que ahora se expresa en las organizaciones de derecha; con el racismo, la misoginia, la homofobia y el clasismo estructurante de nuestras sociedades.

Por un lado, hay una novedad tecnológica que radica en la descentralización de las estrategias de manipulación que antes estaban centralizadas sólo en el Estado, las grandes corporaciones y los medios masivos de comunicación. Esta descentralización es posible porque las redes sociales (digitales) permiten la difusión reticular y la amplificación de la información. 

Por otro lado, la segunda novedad es política: la reacción conservadora. De hecho, estos problemas se profundizaron en la región a partir de 2015 con la ola de gobiernos de derecha y la creciente presencia pública de movimientos culturales conservadores. Esto sucede luego de la llamada “ola rosa” de gobiernos “a la izquierda del centro” cuando se avanzó en el reconocimiento de los derechos y en la representación política de las clases bajas, mujeres, disidencias sexuales, pueblos originarios, afrodescendientes, entre otros sectores vulnerabilizados. Como en otras partes del mundo, se dan en el marco de una avanzada del fascismo, considerando que un grupo humano es superior a otros y, por tanto, otros grupos son prescindibles y, en última instancia, eliminables.

¿Qué consecuencias tienen para la democracia?

Promueven la censura y la autocensura de ciertos sujetos sociales en el espacio público. Fomentan el debilitamiento de los lazos sociales, al incrementar la desconfianza entre los sujetos. También buscan cambiar las reglas de la comunicación pública y desafían los consensos sociales que no son sólo comunicacionales, sino profundamente políticos, y que fundan nuestro debate público. Por eso también, buscan, en definitiva, cambiar las reglas de nuestra organización política y apuntan a desmantelar la democracia.

¿Cómo es posible superarlos?

Una opción que suele tener mucha prensa es la penalización de estos discursos. En Argentina no es necesaria, porque en nuestro sistema legal ya está penalizada la incitación a la violencia y tenemos una ley antidiscriminatoria. No es útil, porque los discursos violentos no dejan de producirse por estar penalizados. No sería eficaz, porque nuestro sistema judicial es lento y está muy cuestionado, entre otras cosas, por discriminar a esos mismos grupos sociales que suelen ser los más atacados. No es estratégico, porque la judicialización de estos discursos les da mayor visibilidad y alcance del que tenían y les permite a sus autores victimizarse y mostrarse como perseguidos. No es seguro, porque un instrumento legal poco preciso permitiría que sea utilizado también para penalizar otro tipo de expresiones. Además, penalizar es el reconocimiento de un fracaso: el derecho penal se usa cuando la sociedad y la política se quedaron sin otros recursos.

Otra opción es el silencio. Puede ser estratégico, y hasta necesario, cuando estamos demasiado expuestos y en desventaja, para preservarnos y no exponernos a violencias mayores. Otras veces, es útil para no darle mayor entidad y difusión a ataques con escasa capacidad de influencia, que circulan en medios o redes sociales de poco alcance y cuyas autoras o autores son muy marginales y poco conocidos. Pero hay que encontrar cómo no ceder al silencio impuesto o inducido.

En términos de leyes y políticas públicas, considero que debemos pensar regulaciones y acciones que no cancelen ni clauseren, sino que abran, multipliquen, fomenten y fortalezcan de manera estructural los espacios y voces más debilitadas. Ya tuvimos normas así, y también hay iniciativas legislativas en debate en esa línea.

Además, es fundamental recuperar nuestros aprendizajes sociales. En Argentina y en América Latina tenemos muchísima experiencia en lidiar con la violencia y muchas de nuestras experiencias han resultado —después de décadas de luchas durísimas, con algunos avances y otros tantos retrocesos—, en alguna medida, exitosas. Tenemos que recuperar el camino recorrido por los organismos de derechos humanos, los feminismos, los movimientos de mujeres y disidencias, las organizaciones de pueblos originarios y afrodescendientes, por los grupos que históricamente fueron atacados y que, de manera organizada, frente a esos ataques hicieron y hacen tres cosas que considero cruciales. Supieron no dejarse correr y no meterse en la cancha de barro que definen los atacantes; no entran en su juego, no aceptan sus reglas, ni responden de la misma manera. Y también fueron y van mucho más allá, convenciendo a incrédulos, indecisos, dubitativos, con promoción de derechos, sensibilización, arte, campañas de comunicación, educación formal en escuelas y universidades, educación no formal en barrios, organizaciones, clubes y cuanto espacio sea posible, con movilización y con articulación con el Estado y las políticas públicas cuando hubo oportunidad. Y lo que es tanto o más importante: nos propusieron y nos proponen un horizonte. Un horizonte de ampliación de derechos y de mayor equidad. Porque también es necesario seguir trabajando por un país, una región y un mundo más justos. Si ahí se juegan —en gran medida— las razones por las que más personas de las que nos gustaría adhieren a este tipo de discursos violentos, con más justicia habría más tranquilidad, más apertura, más esperanza.

(*) Docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).

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