El pasado, una vez más, dice presente

Por Alicia Servetto (*)

La autora —docente e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales— desanda preguntas que nos obligan a pensar críticamente el pasado, desde un presente que muestra un escenario político complejo, paradójico y perplejo, en donde las nuevas-viejas formas del negacionismo intervienen para producir confusiones políticas y las extremas derechas vuelven a instrumentalizar discursos de negación y complot.

Servetto reflexiona, a partir de seis claves analíticas, que detrás del negacionismo del terrorismo de Estado operan dos sentidos: instalar y reafirmar la idea de que en Argentina hubo una “guerra”; y  dar credibilidad al discurso exculpatorio.

Al calor de la triste noticia sobre el fallecimiento de Sonia Torres, referente de las Abuelas de Plaza de Mayo y emblema de la lucha por los Derechos Humanos, previo a las elecciones generales del domingo 22 de octubre, cuya campaña estuvo empañada por los discursos negacionistas y reivindicatorios de la última dictadura militar, no puedo dejar de pensar sobre el escenario futuro que se avizora más allá de las elecciones.

Hace unos días, más precisamente el domingo 1° de octubre, en el debate presidencial organizado por la Cámara Nacional Electoral, el candidato presidencial de La Libertad Avanza, Javier Milei dijo durante el bloque temático de “Derechos Humanos y convivencia democrática” que había “una visión tuerta de la historia”, que “no fueron 30.000 los desaparecidos, sino 8.753” y que hubo “una guerra” durante los años setenta.

En sintonía con estos discursos que circulan, recordemos las palabras del general retirado Rodrigo Alejandro Soloaga en ocasión del acto por el Día del Arma de Caballería (28/4/2023), cuando reivindicó a sus camaradas presos por delitos de lesa humanidad. No habló de dictadura sino de una “difícil época para nuestro país” y los encomió a resistir con “estoicismo” las condiciones de detención. Desde un estrado oficial les envió su apoyo a quienes estaban detenidos por secuestrar, torturar, asesinar y desaparecer personas. El ministro de Defensa de la Nación, Jorge Taiana ordenó su remoción por apología del terrorismo de Estado. 

Se trata de una línea argumental que no es novedosa en los sectores de la derecha política de Argentina. Ese fue y es el argumento central con el cual se han defendido las Fuerzas Armadas para hacer frente a los juicios por delitos de lesa humanidad: “Señores, si esto no ha sido una guerra, una guerra revolucionaria, no convencional, atípica pero real, cruel, verdadera, que venga Dios y lo diga”. Estas fueron las palabras del Doctor Prats Cardona, abogado defensor de Emilio Massera, en el Juicio a las Juntas Militares en el año 1985.

Cada una de estas expresiones nos traslada inmediatamente al pasado reciente. O en su defecto, el pasado vuelve con severa insistencia y dispara una serie de interrogantes: ¿por qué vuelven los años setenta?. Y, sobre todo, ¿cómo vuelven?. ¿Por qué es imposible olvidar?. ¿Cómo explicar esta obstinada presencia, se preguntaba el historiador francés Bruno Groppo, en referencia a las memorias sobre las dictaduras en Argentina, Chile y Uruguay?. ¿Cómo se activan esos años en la memoria colectiva marcados por la utopía revolucionaria, la lucha armada y el terrorismo de Estado?. ¿Por qué se reproducen con renovada fuerza los discursos negacionistas que ponen en tela de juicio el número de los 30000 desparecidos y transforma a los perpetradores en víctimas de la violencia política?. ¿Qué contextos habilitan su circulación?.

Desandar estas preguntas nos obliga a pensar críticamente el pasado, desde un presente que muestra un escenario político complejo, paradójico y perplejo. Contribuir al debate sobre la memoria y contra el olvido es una forma de seguir disputando en la esfera pública los efectos y las consecuencias de las violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos llevadas adelante por las dictaduras militares. 

Explicar esta tragedia, lo que sucedió en esos años, se transformó en un compromiso político y ético, no sólo para evitar el olvido o la naturalización de lo sucedido, o la invisibilización de determinados procesos, sino también porque resulta una tarea imperiosa explicar y argumentar una trama histórica distinta a la negacionista que dispute y que interprete lo sucedido. Esta tarea exige desandar las huellas de una trama que debe poner blanco sobre negro algunas verdades, afirmaciones y contradicciones en las relecturas sobre los años setenta. Sólo para enumerar algunas de ellas: 

a) El terrorismo de Estado no comenzó el 24 de marzo de 1976, sino que, durante los años previos se fueron sedimentado los dispositivos y argumentos que legitimaron el espiral de la violencia política y la implantación de la dictadura militar. Durante el período del tercer gobierno peronista, existieron prácticas estatales represivas que pusieron en marcha un complejo andamiaje institucional y no institucional, legal e ilegal, para reprimir, perseguir, prohibir o eliminar a los sectores disidentes, disruptivos y opositores al gobierno. En esta dirección, se definieron líneas de acción que se caracterizaron por la sanción de leyes, decretos y normas que restringieron y prohibieron una amplia gama de actividades consideradas subversivas.

b) La dictadura fue posible gracias a la complicidad civil, que incluyó a los partidos políticos, la Iglesia, la prensa, empresarios, jueces y todo el aparato judicial en su conjunto. Cada vez más frecuentes son los estudios que avanzan en esta línea, que da cuenta de la intrincada relación que existía entre las actividades y los intereses del Estado y de ciertos sectores de la economía y la sociedad, develando una red que implicó, al menos en su faz más visible, una serie de intercambios y beneficios mutuos, sobre los que puede distinguirse el consenso interno de la lucha contra la “subversión” sustentada en la Doctrina de Seguridad Nacional. Este consenso antisubversivo incluía la aceptación de los métodos “excepcionales” que debían ser empleados para ganar la “guerra” y disciplinar a los sectores populares. 

c) El proyecto de la dictadura instaurada en 1976 abarcó objetivos más amplios que la sola eliminación del “elemento subversivo”; se trató de terminar con una determinada matriz de desarrollo económico, industrialista y mercado internista. Concretamente, se pretendía transformar las bases económicas y sociales del Estado para re-fundar o re-construir el pacto de dominación capitalista sobre las bases de un nuevo orden político, social y económico.

d) La represión llevada adelante por la dictadura militar estuvo planificada, montada sobre una estructura administrativa que puso en marcha, en términos de Pilar Calveiro, un poder desaparecedor. El ejercicio de una violencia represiva, sin precedentes hasta el momento, se constituyó, desde sus inicios, en una de las principales estrategias de control y disciplinamiento dirigidas hacia la sociedad. 

e) La identidad de las víctimas del terrorismo de Estado, invisibilizadas bajo el calificativo estigmatizante de “subversivo”, “terrorista” o como NN, se moldeaba en la militancia política de los años setenta, y en su participación en la lucha armada y en las organizaciones políticas revolucionarias. La imprecisión del concepto aludía también a militantes de organizaciones políticas no armadas, delegados y dirigentes sindicales, activistas estudiantiles, católicos, intelectuales, familiares y amigos de las víctimas, entre otros tanto.

f) La caracterización de los años setenta como la época de “violencia política” se utilizó con prejuicio y de forma descalificadora para referenciar el proceso político vivido entre las décadas de 1950 y 1970 en varios países de Latinoamérica. Se trata de un concepto que pareciera explicar por sí mismo los años de la insurgencia revolucionaria, y que se lo vincula prácticamente con las experiencias de las organizaciones y movimientos revolucionarios de esos años que apelaron a violencia y optaron por la lucha armada como recurso para la transformación social. Con el retorno a la democracia, el concepto de “violencia política” comenzó a ser planteado como un impedimento para la reconstrucción “pacífica” de las instituciones democráticas. Esta perspectiva consideraba a la violencia como la clave para la interpretación del pasado reciente, asociando la causa de los golpes de Estado a la actuación y comportamiento de grupos y organizaciones “desleales” que impugnaban al régimen democrático. Así, por lo general, la lucha armada y las dictaduras militares fueron estudiadas como pares que se explicaban mutuamente, a partir de análisis centrados en la dimensión política.

Desde cada una de estas claves analíticas, podemos pensar que detrás del negacionismo del terrorismo de Estado operan dos sentidos. Por un lado, se pretende instalar y reafirmar la idea de que en Argentina hubo una “guerra” y que, como en toda guerra, había dos campos de batalla tan responsables uno como otro. Las acciones de las Fuerzas Armadas, aún a cargo de Estado, quedan equiparadas y subsumidas a la lógica de un enfrentamiento entre pares. La “guerra” antisubversiva habilitó y legitimó la intervención militar creando Estados de “excepción”, justificado con los términos “excesos” y “errores”. En segundo lugar, si la idea de “guerra” sigue siendo el argumento central de las y los negacionistas, lo que se pretende, en definitiva, es dar credibilidad al discurso exculpatorio (“fuimos convocados”, “era necesario”), lo que significa, el reconocimiento a la impunidad, aún cuando esté demostrado que desde el 24 de marzo de 1976 se puso en marcha un aparato clandestino de asesinatos, desapariciones forzadas, secuestros de personas y robos de bebés. Como dice Gabriela Aguila, “el volumen de muertos y desaparecidos, los procedimientos y secuestros o la proliferación de centros clandestinos de detención ejemplifican esto con claridad: nada similar en su magnitud y extensión se había verificado en los años previos. Al menos en su escala y en sus resultados, el ejercicio de la represión durante la dictadura militar se diferenció cualitativamente de lo que había acaecido en la primera mitad de la década del setenta”.

La respuesta y la disputa por la interpretación debe darse, en consecuencia, con más investigaciones, con más historia, con más argumentos que despejen el camino del maniqueísmo (“eran iguales de violentos”) y coloquen el foco en la comprensión y explicación de por qué fue eso posible. A 40 años de la recuperación democrática, sigue vigente, con un sentido cada vez más actual y necesario la búsqueda de memoria, verdad y justicia.

(*) Docente e investigadora del Centro de Estudios Avanzados (CEA) de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).

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