Estabilización transitoria y subdesarrollo permanente. Política Económica en la era Milei.

Por Agustín Kozak Grassini (*) y Eduardo Alberto Aguilar (**)

Al cumplirse seis meses de gobierno de La Libertad Avanza, la economía argentina se encuentra sumida en la mayor crisis desde el estallido social de 2001. El ajuste “más grande y abrupto de la historia humana”, en palabras del propio presidente, ha disminuido la actividad económica en casi todos los sectores y las protestas se multiplican a lo largo y ancho del país. En esta coyuntura, Grassini y Aguilar sostienen que mientras los dólares no surjan de una estructura productiva diversificada y competitiva, el desarrollo será utópico y la estabilidad precaria.

El gobierno cree que el éxito de su programa de estabilización llevará al país a ser “potencia” en 35 años. Más allá de sus inclinaciones a la hipérbole, asume que la baja inflación, la liberalización de mercados y las reglas de juego horizontales son suficientes para el progreso. La lógica es “primero estabilicemos, el desarrollo luego sucederá”.

Aquí interpelamos la visión de que estabilidad y liberalización sean suficientes para el desarrollo.  Según nuestra postura, la inestabilidad endémica de Argentina es la contracara de su fracaso para encontrar los caminos del desarrollo. Estabilización y desarrollo deberían plantearse como objetivos simultáneos: no son sucesivos, menos aún implicaciones espontáneas.

Hay consenso en torno a que la estabilidad macroeconómica favorece al desarrollo a través de varios canales. Facilita la inversión y la acumulación de capital productivo; contribuye a la continuidad de procesos de aprendizaje y la formación de capital humano. Por otra parte, desalienta las conductas defensivas y especulativas que proliferan en contexto de volatilidad e incertidumbre. Es condición necesaria, nadie lo duda.

Rapetti, Palazzo & Waldman (2023) analizaron 46 planes de estabilización implementados en Latinoamérica desde los setentas. El mensaje principal es que los programas antiinflacionarios exitosos tuvieron en común mantener el tipo de cambio nominal (TCN) bajo control; es decir, fijo o sin saltos significativos. La centralidad del TC en economías como las latinoamericanas (pequeñas, abiertas y con memoria inflacionaria) proviene de su incidencia directa sobre los precios de los transables, y de su impacto indirecto, a través de las expectativas inflacionarias, en las negociaciones salariales, determinante a su vez de los precios de los no transables. 

Por supuesto, el ancla (que siempre es) cambiaria, puede generar complicaciones en el frente externo si el dólar se abarata excesivamente. Las probabilidades de éxito perdurable de los programas aumentan si generan “colchones” que amortigüen la inercia inflacionaria, lo que requiere correcciones fiscales, monetarias y de precios relativos claves. Estos ajustes “prequirúrgicos”, registran los autores, están asociados a caídas del 10% del PIB, con alto costo social. Luego, si el plan es exitoso, la contracción revierte a expansión.

El gobierno enfrentó esta inercia con un shock depresivo de la actividad: motosierra sobre la obra pública y las transferencias a provincias; licuadora sobre jubilaciones, pasivos remunerados y salarios públicos. Al ancla recesiva, se le incorporó el deslizamiento cambiario muy por debajo de la inflación. Posponer la corrección de precios regulados es la nueva opción del gobierno para evitar que el malhumor social haga mella en su capital político, a la espera de una salida en “V” que carece de motores. 

Inconsistencias al margen, sin agenda de largo plazo, la idea de estabilidad como preludio del desarrollo resulta peligrosa. Los planes de estabilización son solo eso, y engendran también el germen de su propio fracaso. La fijación del TCN, clave para la desinflación, deviene en atraso del tipo de cambio real (TCR), deteriorando la competitividad comercial. Si el plan es exitoso en reactivar, el crecimiento de las importaciones debilita aún más la Cuenta Corriente, obligando al financiamiento con reservas o nueva deuda, ambas alternativas vedadas en esta coyuntura. 

Cuando el deterioro externo se hace perceptible para los mercados la secuencia se inicia: expectativas devaluatorias, corridas, devaluaciones, crisis. Conduciendo así al abandono de las estabilizaciones, incluso de aquellas que lograron desinflaciones perdurables. El Tequila (1995), el Real (1999) y la Convertibilidad (2001), son algunos ejemplos.

La “salvación” del RIGI

En la Argentina de las reservas y deudas vedadas, el Gobierno apuesta al Régimen de Incentivos a las Grandes Inversiones (RIGI), cuyo acrónimo también podría ser PIGS: Privilegios para Ingresar, Garantías para Salir. El verdadero objetivo no son las inversiones, mucho menos el desarrollo. Lo que Milei pretende es blindar la Cuenta Corriente durante su gestión a cambio de 30 años de facilidades. Generosas ventajas a inversiones que de todos modos se concretarán, sin siquiera obligar a liquidar las exportaciones derivadas de ellas al cabo de los próximos 3 años.

Las consecuencias del RIGI serán de largo aliento. Profundizará el patrón primario de inserción internacional, en torno a enclaves con ventajas comparativas. Sin desarrollo de proveedores, industrias, ni empleo; y al final, tampoco divisas. Expresa la misma visión de país que el desdén por el atraso cambiario: país circunstancialmente estable, pero permanentemente subdesarrollado. 

La estabilidad puede ser necesaria para el desarrollo, pero no es suficiente. Más aún, creemos que la estabilidad sin desarrollo, es incluso insuficiente para sostener la propia estabilidad. 

El desarrollo implica la diversificación y sofisticación de la estructura productiva. Pero la incursión en actividades complejas está limitada por elevados costos y riesgos excesivos propios de economías subdesarrolladas. Así, los precios de mercado conducen a niveles subóptimos de inversiones productivas en aquellos sectores. Recientemente parte de la academia comienza a ver el TCR competitivo y estable como una eficaz política industrial, que al premiar la inversión en las actividades transables, permite corregir las “fallas de mercado” que bloquean la trampa de crecimiento de economías rezagadas. (Rodrik, 2008)

Ese paraguas de transición debe servir, obviamente, para las reformas estructurales que aumenten las capacidades tecnológicas de la economía, y las mejoras de productividad decanten en ganancias salariales. Y requiere, esto debe quedar claro, de un excedente fiscal que compense las eventuales presiones inflacionarias de la alta paridad. 

Pero en el corto plazo la tensión es evidente. La fijación cambiaria, buena para la estabilidad, genera atraso real, que es perjudicial para el desarrollo. La pregunta es: ¿cómo conciliar la idea de un TCN bajo para aumentar las chances de una estabilización perdurable, con la de un TCR elevado que permita el desarrollo de actividades más complejas?. Porque es precisamente de ellas que se espera el aporte de más y mejores empleos y de los dólares adicionales que neutralicen el impacto negativo de la estabilización sobre el frente externo.

Quizás sea el momento de darle una oportunidad a algunas buenas, aunque viejas ideas. Cierto saber convencional le hizo mala fama a los esquemas de tipos de cambio múltiples, argumentando que su implementación falló antes. Pero, ¿qué instrumento no fue mal aplicado o no falló en Argentina? Marcelo Diamand, quien defendió esta idea en los setentas, también advirtió que su distorsión podría llevar a un proteccionismo discrecional y generar un sesgo antiexportador. Frente a esto, lejos de rechazar un instrumento potencialmente valioso, abogó por la racionalización en su uso. 

Diamand veía la relación entre estabilización y desarrollo, y postulaba que para abatir la inflación de manera duradera se requería transformar en exportadores y generadores netos  de divisas a los sectores no tradicionales. Un TCN único, fijado en función del sector más competitivo de la economía, puede dejar al resto de las actividades fuera del comercio internacional. En otros términos, un TCN único en un país como Argentina, con una estructura productiva sectorial y territorialmente tan desequilibrada, hace que las exportaciones sean un negocio abrumadoramente pampeano y primario.

Pero una política cambiaria adecuada puede revertir esta pintura. Una forma es hacerlo implementando un mecanismo similar al “dólar soja”, pero no (pervirtiendo la idea de Diamand) a exportadores tradicionales. Hacerlo con un sentido “estratégico” que apunte a recompensar la acumulación de capacidades productivas en actividades y regiones con potencial. Plantear un verdadero incentivo, unido a planes de desarrollo exportador de las principales cadenas de valor de las regiones, para igualar oportunidades en el mapa productivo del país y compensar desventajas artificiales de costos, que por desinversión o subsidios antiregionales, han perjudicado al interior.

La canasta exportadora actual está concentrada territorial y sectorialmente. Los problemas están a la vista. Una meta de desarrollo debería ser que las exportaciones no tradicionales, que hoy representan el 15% del total, dupliquen su participación en los próximos años. Las actividades promovidas deberían satisfacer al menos uno de los siguientes criterios: 1) aquellas que pese a estar asociadas a ventajas comparativas, carecen de desarrollo exportador (porcino, aviar, cannabis). 2) producciones en provincias de menor desarrollo relativo; 3) actividades intensivas en mano de obra; 4) actividades de alto contenido tecnológico. 

Sin la diversificación exportadora, la historia es conocida. Nivel de exportaciones estancado, base estrecha para sostener el nivel de actividad, restricción externa, crisis de balanza de pagos, devaluación, concentración de ingresos, inflación crónica, deterioro de la moneda, puja distributiva e inestabilidad. Desde una perspectiva territorial, los vaivenes macroeconómicos refuerzan la concentración territorial en centros más vigorosos en los auges y más resilientes en las crisis que las periferias. A la Argentina del enclave le sobran 20 millones de pobres y gran parte del norte del país. 

Mientras los dólares no surjan de una estructura productiva diversificada y competitiva, el desarrollo será utópico y la estabilidad precaria. La estabilización duradera no puede basarse en precios internacionales favorables, buenas cosechas o predisposición a financiarnos. El RIGI va a contramano. Alguna vez el presidente se autoproclamó especialista en crecimiento con y sin dinero. Extraño. En la dicotomía entre estabilidad con o sin desarrollo, parece elegir esto último, con lo que es seguro que no habrá desarrollo y, al final de cuentas, tampoco estabilidad. 

(*) Docente de “Historia de las Ideas Políticas y Económicas Argentinas” en la Facultad de Ciencias Económicas (FCE) de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE). Economista y Magister en Gobierno y Economía Política por la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM)

(**) Master en Economía y Política Públicas por la Universidad Torcuato Di Tella y Master en Economía y Métodos Cuantitativos (Evry e INSAE, Francia). Profesor de “Microeconomía Avanzada” y de “Historia Económica y Social de la Argentina” en la Facultad de Ciencias Económicas (FCE) de la Universidad Nacional de Nordeste. Ex Ministro de Economía e Industria del Chaco (2007-2011), Presidente de la Legislatura Provincial (2011-2013) y Senador Nacional por  Chaco (2013-2019).

 


Bibliografía citada

Diamand, M. (1972). La Estructura Productiva Desequilibrada Argentina y el Tipo de Cambio. Desarrollo Económico, 12(45), 25–47. https://doi.org/10.2307/3465991

Rapetti, M.; Palazzo, G. & Waldman, J. (2023). Planes de Estabilización: Evidencia de América Latina. Equilibra. Documento de Trabajo N°4. 

Rodrik, D. (2008). The Real Exchange Rate and Economic Growth: Theory and Evidence. In: Brookings Papers on Economic Activity—Fall 2008. pp. 365–412.

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