Evita, crisis de la deferencia y democratización del goce

Por Rebeca Camaño Semprini (*)

Este artículo entreteje ese difuso hilo que va de los salarios y los convenios colectivos, el congelamiento de los alquileres y las políticas de protección social del primer peronismo a la democratización del disfrute y a la felicidad. Rebeca Camaño Semprini propone que Evita “vuelve cada día, en la convicción no solo de que detrás de cada necesidad hay un derecho, sino también, y fundamentalmente, de que todes tenemos derecho a todo aquello que significa un disfrute: celebrar, estudiar, descansar, viajar, gozar”.

En La razón de mi vida, Evita relata que al viajar a Europa llevaba consigo el afán de nutrirse de la experiencia de las naciones más antiguas y ver lo realizado en obras sociales, pero que lo que encontró allí fue todo lo que no debía ser en nuestra tierra. ¿Por qué? Porque estas obras eran en su mayoría frías y pobres. Esto se debía a que habían sido construidas con criterio de Estado “y el Estado sólo construye burocráticamente, vale decir con frialdad, en la que el gran ausente es el amor”, o con criterios de ricos “y el rico, cuando piensa para el pobre, piensa en pobre” (p. 165).

Encuentro en esta afirmación de Evita una síntesis de dos procesos a partir de los cuales se ha caracterizado al peronismo: la democratización del bienestar y la crisis de la deferencia.

Juan Carlos Torre y Elisa Pastoriza (2002) han reconstruido cómo durante los gobiernos peronistas más argentinos pudieron mirar a los que estaban situados por arriba en la escala social con la expectativa de que en poco tiempo ellos o sus hijos podrían alcanzarlos. La gran diferencia con lo que había ocurrido hasta entonces era que ya no se trataba de una aventura de ascenso individual, sino que era el Estado quien les allanaba el camino, removiendo los obstáculos y ampliando procesos que se venían produciendo en la economía nacional. Por primera vez en la historia argentina la participación del componente salarial en la distribución del ingreso nacional superó a la retribución obtenida en concepto de ganancias, intereses y renta de la tierra.

En estos cambios influyeron los efectos de las transformaciones estructurales previas a 1946 y la acción gubernamental en pos de la democratización del bienestar a través de diversos instrumentos: el respaldo oficial a la sindicalización y a la fijación de salarios por medio de convenios colectivos; el impacto sobre la canasta familiar de la política de precios relativos; el sostenimiento de la prohibición de los desalojos y el congelamiento de los alquileres; el control oficial sobre los precios de la electricidad y los servicios públicos; las iniciativas oficiales en torno a la vivienda; las políticas de protección social; la acción en torno a la salud pública; el desarrollo del turismo de masas y la expansión de la educación en todos sus niveles (Torre y Pastoriza, 2002).

La reducción en el costo de los gastos básicos de la canasta de consumo popular, sumada al pleno empleo, los aumentos salariales y el aguinaldo, acrecentaron el ingreso de les trabajadores, mientras que las vacaciones pagas, los nuevos feriados, la aplicación de la jornada de ocho horas y el sábado inglés garantizaron mayor tiempo libre. Al respecto, Natalia Milanesio (2014) contrasta dos imágenes que representan acabadamente las transformaciones ocurridas durante los años peronistas. En La tristeza del sábado inglés, Roberto Art había descripto un típico fin de semana de los sectores de menores ingresos en la década del treinta: “sin plata, sin tener a dónde ir y sin ganas de ir a ninguna parte”. Casi dos décadas más tarde, los diarios reportaban una realidad completamente distinta: la monotonía, el aburrimiento y la falta de dinero eran parte del pasado y había récord de espectadores en cines, conciertos y eventos deportivos, millones de visitantes a zoológicos, parques y piletas públicas, aglomeraciones en calles comerciales y multitud de turistas en la costa argentina. Al respecto, décadas más tarde Félix Luna afirmaba:

Los altos salarios daban a la gente un poder adquisitivo nuevo, mágico, que se ejercitaba en la adquisición de muchas cosas vedadas. En no pocos casos se trataba de elementos innecesarios: prendas de vestir para paquetear, artefactos de menaje prescindibles o poco prácticos y sobre todo diversión: diversión en todas sus formas, desde cine hasta bailongo1

Lo que Luna consideraba gastos prescindibles fueron formas de consumo masivo que conectaron el ideal peronista de justicia social con el acceso al mercado. Lo más relevante y novedoso era que el gobierno reconocía que tener tiempo y dinero para actividades recreacionales y consumo eran derechos legítimos e inalienables. La cultura de consumo fue, de esta manera, el escenario en el que el peronismo exhibió la democratización de los bienes y del entretenimiento. También fue una arena de conflicto y resentimiento de clase. En el imaginario colectivo, el consumidor de clase trabajadora fue sinónimo de la pérdida del monopolio físico y simbólico de prácticas de consumo y de espacios socialmente homogéneos sobre los que las clases medias y altas creían tener un derecho exclusivo, suscitando una “mezcla forzada” con sectores de menos ingresos (Milanesio, 2014).

Este fenómeno, que constituyó un factor disruptivo de las identidades sociales que amenazaba con generar confusiones entre clases, engarza con el segundo proceso inaugurado por el peronismo al que he aludido: la crisis de la deferencia. Con esta noción los estudios sobre la identidad peronista han referido a cómo la aparición de este movimiento político transformó la distribución de lugares sociales hasta entonces hegemónica. Los sectores más bajos de la sociedad comenzaron a percibir el carácter injusto de este orden social excluyente y a pretender ocupar un lugar que no les correspondía y el Estado no solo promovía y provocaba este desplazamiento sino que, además, lo legitimaba, poniendo en duda valores y principios deferentes que hasta entonces habían estructurado la vida comunitaria (Torre, 2006; Barros, 2011).

De orígenes sumamente humildes, hija bastarda, actriz, concubina, Evita fue, a mi entender, la máxima expresión de esta crisis. ¿Quién, sino ella, conquistó un lugar que no le era –en el orden hasta entonces vigente– legítimo ocupar? ¿Quién desoyó tanto como Evita a las jerarquías y se salió del papel que se esperaba que cumpliera? ¿Qué otra voz hasta entonces silenciada consiguió ser oída con tanta fuerza?

A través de la Fundación que llevaba su nombre, Evita realizó una ingente obra social para resolver necesidades y problemas inmediatos que escapaban a los tiempos de la política y la burocracia estatal. Sin embargo, para Evita no bastaba con que el Estado satisficiera las necesidades básicas; era imperativo además garantizar el derecho al disfrute, a la felicidad, porque no podía agregarse otro dolor, por pequeño que fuera, al que se estaba sufriendo. Por eso, las paredes de los hospitales construidos por la Fundación Eva Perón estaban decoradas con cuadros, sus pisos cubiertos por alfombras, sus ventanas eran amplias y con cortinas alegres, y no había nada de blanco en las camas. Por eso, como relata en La razón de mi vida, había suprimido en los hogares escuela “las mesas corridas y largas, las paredes frías y desnudas, la vajilla de mendigos” y las había reemplazado por los propios de “una casa de familia que vive cómodamente”. De allí que cada hogar de niños o ancianos, aunque fuera de tránsito, estuviera “hecho como si fuese para el más rico y exigente de los hombres” (pp. 166-168). Y es que Evita simbolizó –y simboliza– no solo la democratización del bienestar, sino también la democratización del goce, de la que ha hablado el artista Daniel Santoro. Eso fue lo que no se le perdonó.

Los sectores antiperonistas nunca comprendieron –aún hoy no logran hacerlo– el derecho al goce, a veces ni tan siquiera al bienestar.2 El espanto con que constataron que en los hogares escuelas eran servidos menús variados poco austeros es compatible con la incapacidad de por lo menos concebir que los pobres pudieran celebrar la navidad con pan dulce y sidra. Si hasta el día de hoy reprochan las máquinas de coser que entregaba la Fundación, ¿cómo podrían comprender que las mujeres pobres también tenían derecho a casarse con el poco práctico vestido blanco y no con un reutilizable traje sastre?. ¿Cómo podían dimensionar lo que significaba para un niñe jugar por primera vez a esa pelota o muñeca con la que hasta ese momento solo había podido soñar?

 

Una vez destituido el peronismo y emprendida la pretendida desperonización, el gobierno de Aramburu mostró los supuestos lujos de Evita, quien habría acumulado “un espectacular conjunto de vestidos, sombreros, zapatos y pieles que no sabemos si habrá logrado reunir ninguna reina de ningún país del mundo”. No comprendieron que eran el símbolo de la democratización del goce, del derecho inalienable a disfrutar. Sin embargo, sí se creyeron con derecho a expoliar los que denominaron “tesoros del rey Creso”, olvidando que no eran bienes personales, sino que le pertenecían al Estado nacional.

El paso siguiente, luego de la exhibición y el saqueo, fue la destrucción de todo aquello que representara al peronismo, como si al borrar las huellas materiales pudieran esfumar la conciencia de los derechos adquiridos. Muy por el contrario, fueron y son parte de la memoria colectiva de millones de argentinos, tanto como los intentos de extinguirlos. Para muestra, un botón: mi abuela materna siempre nos contaba que, a fines de los años setenta, cuando mi abuelo estuvo internado en el hospital de Granadero Baigorria, aún podían verse los rastros de aquellas alfombras que el peronismo había colocado y la “Libertadora” había arrancado. Por las vueltas que tiene la historia, actualmente el hospital se denomina Eva Perón.

En el afán de borrar su obra, legado y recuerdo, se llegó al extremo de hacer desaparecer su cuerpo, enterrarlo con otro nombre a miles de kilómetros y ocultarlo durante casi dos décadas. Pero Evita volvió, y vuelve cada día, en la convicción no solo de que detrás de cada necesidad hay un derecho, sino también, y fundamentalmente, de que todes tenemos derecho a todo aquello que significa un disfrute: celebrar, estudiar, descansar, viajar, gozar… Y es que al pensar en los pobres ella no pensó en pobre y, como alguien dijo alguna vez y muchos pensamos y sentimos, Evita fue amor hecho política.

(*) Docente e investigadora del Centro de Estudios Avanzados de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba.

Bibliografía

Barros, S. (2011). La crisis de deferencia y el estudio de las identidades políticas en los orígenes del peronismo. Papeles de Trabajo, 5 (8), 13-34. Buenos Aires: Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de General San Martín, Buenos Aires

Gené, M. (2005). Un mundo feliz. Imágenes de los trabajadores en el primer peronismo 1946-1955. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica/Universidad de San Andrés.

Milanesio, N. (2014). Cuando los trabajadores salieron de compras. Nuevos consumidores, publicidad y cambio cultural durante el primer peronismo. Buenos Aires: Sudamericana.

Perón, E. (1951). La razón de mi vida. Buenos Aires: Peuser.

Torre, J. C. (2006). Interpretando (una vez más) los orígenes del peronismo. En J. C. Torre. La vieja guardia sindical y Perón. Sobre los orígenes del peronismo (pp. 217-245). Buenos Aires: EDUNTREF.

Torre, J. C. y Pastoriza, E. (2002). La democratización del bienestar. En J. C. Torre. Los años peronistas (pp. 257-313). Buenos Aires: Sudamericana.

 


1 Citado en Milanesio (2014, p. 120)

2 Basta recordar a María Eugenia Vidal afirmando que “era mentira que podían tener calefacción y electricidad”: https://www.youtube.com/watch?v=h7sXeM7VjUk&t=33s

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