Iconografías de un cuerpo errático

Por Ariel Gómez Ponce (*)

Lejos de revestir la realidad con falsificaciones, el arte observa desde un lugar otro esos acontecimientos que las culturas no cesan de registrar en sus memorias, pues allí anidan sus identidades”. En esa vindicación de una mirada desde el arte se inscribe este artículo de Ariel Gómez Ponce, escrito en un nuevo aniversario de la muerte de Eva Perón, pero también como apostillas al lanzamiento de la serie “Santa Evita” -producida por la plataforma Star+ y basada en la novela homónima de Tomás Eloy Martínez-. Sin pretensión de exhaustividad, propone un inventario personal de algunas “variaciones” que la imagen y el cuerpo de Evita adquirieron, particularmente aquellos “que entrelazan poder y superficialidad banal”, para recordarnos justamente “que las versiones y las conversiones del arte compiten para lograr lo que, tal vez, es lo más difícil en un mito: su permanencia en el tiempo y en el espacio”.

A un olvido hay que ponerle muchas memorias, a una historia real hay que cubrirla con historias falsas”. La frase, que parece acuñada por quien encuentra cierta justificación en la confabulación, habría sido pronunciada por el responsable del embalsamamiento de María Eva Duarte de Perón, el doctor Pedro Ara. O al menos eso quiere que aceptemos la novela Santa Evita (1995) cuando imagina que, ante la inminente caída de Perón, el médico español encargó imitaciones de su magnum opus, como si esas copias de cera y fibra de vidrio pudieran suturar los distintos vacíos que dejó la Eva compañera y la esposa, la hermana y la hija, pero también la abanderada de los descamisados, amada por los humildes, y odiada por quienes, a causa de esa mujer, veían tambalear sus privilegios. Finalmente, Eva era muchas a la vez, y muchos también eran los que, en aquel trofeo conservado por las artes tanatoprácticas, presagiaban la continuidad de un legado que había que atesorar o destruir.

Se recordará que Eva Perón fallece el 26 de julio de 1952, pero que la muerte estuvo lejos de agotar su historia. Otra trama más aciaga se forjó dentro de las paredes de la CGT, laboratorio improvisado de Pedro Ara, pero también eventual santuario que la llamada Revolución Libertadora no podía permitirse. Después de todo, miles de pedidos fueron enviados al Vaticano para exigir la santificación de Eva, mientras muchos otros se las ingeniaban para levantar altares en algún rincón de la casa. A una pregunta, ¿qué hacer con esos últimos restos materiales cuyas velas aguardaban con ansias encenderse?, la dictadura responde con improvisada crueldad, embarcando el cuerpo de Eva en un viaje errático por la ciudad con destino final en un pequeño cementerio de Milán. Pero ni el tiempo ni la distancia quisieron que ese nombre caiga en el olvido, especialmente quienes, en ella, veían “un símbolo de una revolución inconclusa, de lo inconcluso de la revolución peronista” (Pigna, 2012:362). Su cuerpo, que regresa a Perón por un breve tiempo para luego esquivar los deseos de la última dictadura por arrojarlo al mar, persistió décadas de profanaciones, intentos todos de ponerle muchos olvidos a esa memoria, todavía atada a la devoción popular.

Santa Evita, que el propio Tomás Eloy Martínez supo describir como un folletín disfrazado de documento periodístico, se ocupa precisamente de recrear la odisea de ese cuerpo preservado en resinas y bálsamos, pero también en calvarios y enigmas que esas páginas resuelven, claro está, con cuotas de inventiva. Pero no de otro modo se puede entender lo que el orden estético hace: lejos de revestir la realidad con falsificaciones, el arte observa desde un lugar otro esos acontecimientos que las culturas no cesan de registrar en sus memorias, pues allí anidan sus identidades. La historia de Eva Perón es parte de la nuestra, y son muchos los pasajes de su biografía que ha vuelto a imaginar el arte. Pocos, sin embargo, del calibre lóbrego que la novela de Martínez decide explorar, forzando con genialidad las tonalidades del thriller como si quisiera incomodar a sus lectores y recordarles que allí, en el hurto de ese cadáver, estaba germinando algo del terror que tiempo después asfixiaría el país.

En el día en que se conmemoran 70 años de la muerte de Eva, la plataforma Star+ toma esa obra de Tomás Eloy Martínez para, una vez más, auscultar la pieza fundante de la mitología peronista, si bien traduciéndola a otro lenguaje cultural de enorme actualidad: el de las series televisivas. Producida por Salma Hayek y con Natalia Oreiro en rol protagónico, Santa Evita se apega bastante al relato original, aunque innova en personajes y en una estructura que merodea las cuatro réplicas de Eva, las cuales permiten hilvanar distintos planos narrativos que profundizan en el origen del funesto mito, a la vez que lo acercan a un público amplio. Pero quizá que el mayor logro de esta producción estribe en corroborar que el lenguaje audiovisual es capaz de instalar la historia de Eva en nuevas derivas de sentido, aunque sin perder de vista algunas tradiciones muy marcadas en nuestra cultura popular.


Imágenes promocionales de Santa Evita (2022), serie televisiva protagonizada por Natalia Oreiro. Dirección: Diego Velázquez. Buena Vista Original Productions, Star Original Productions.

No me refiero a esa fascinación por la muerte que parece retener la cultura latinoamericana, y que la filial local de Disney bien sabe aprovechar, como lo hiciera ya con el trágico desenlace de la reina de la música texana en Selena’s Secret (2018), o con Monzón (2019), dedicada al infame boxeador, autor del primer femicidio mediatizado en Argentina. Es otra línea en la que se inscribe Santa Evita pues, a mi entender, la serie viene a abonar una extensa iconografía sobre la excepcionalidad de Eva Perón, cuestión sobre la cual Beatriz Sarlo reparó, identificando una de sus características primarias: “los mitos (diferentes) que se sostienen sobre Eva tienen que tomar a ese cuerpo como una dimensión fundamental: sus cualidades no agotan un mito, pero los sostienen a todos” (Sarlo, 2003: 23). Sospecho, no obstante, que esa primacía sobre el cuerpo se cubre de matices muy distintos en nuestras ficciones y en aquellas internacionales, cuestión que amerita una mirada ante el estreno de una serie filmada en nuestras tierras, pero financiada por un mercado serial que tiende a traducir lo autóctono en patrones hegemónicos, estandarizados para su consumo global.

Diría primeramente que las series argentinas han instalado el cuerpo agónico de Eva como lugar común. En ello, Historia clínica (Telefé, 2012) es ejemplar con su primer episodio dedicado a los últimos meses de su vida, más exactamente cuando padece ese cáncer de cuello de útero que, en pocos años, se apodera de su vitalidad. Abriéndose paso entre el documental y la representación ficcional, relata el esfuerzo de los médicos que asumieron la responsabilidad de combatir la enfermedad, pero también de mitigar la furia de Eva (Eleonora Wexler) quien, desconociendo su estado, les reprocha: “juegan a la costurera con mi cuerpo”. De esa impotencia y frustración, partirá también la serie Lo que el tiempo nos dejó (Telefé, 2010), cuya Eva (Laura Novoa), en ese lapso en que la enfermedad muestra sus primeros signos, se resguarda en una joven enfermera para escribir lo que, bien intuye, será su última misiva y denuncia: Mi Mensaje. En los registros clínicos que no pueden llevar su nombre ni volverlo público, y en el sometimiento a intervenciones y especialistas de los que nunca tendrá idea, estas series deslizan un gesto del que, me atrevería a decir, parecen no percatarse: ese cuerpo había dejado de pertenecerle muchos antes del deceso.

Santa Evita no ignora ese estadio doliente, pero allí prima el itinerario póstumo que inicia cuando “el cadáver de Eva Perón es ya absoluta y definitivamente incorruptible”, como declara el personaje de Pedro Ara. Recompone con detalle visual ese embalsamamiento que, originalmente, comienza a la par de los funerales y de la veneración colectiva. Como es sabido, esa labor fue ejemplar y el mismo Ara, lo recuerda Perón, reconocía orgulloso que Eva “está tan intacta como cuando estaba viva” (en Pigna, 2012: 335). Hay, sin embargo, cierto extrañamiento en ese cuerpo que retiene lozanía, cierta rareza que provoca lo que, debiendo estar exánime, retiene signos de vitalidad. Muchos años después, el general Héctor Cabanilla (responsable del operativo para sacar el cuerpo del país) describió justamente esa impresión al rememorar la primera vez que contempló aquella imagen: “era prácticamente una muñeca. El trabajo que hizo el doctor Ara era tan perfecto que tenía todos los movimientos y la carne era como si fuera viva. Era perfecta como una muñeca no de cera, sino de carne y hueso” (en Bauer, 1997).

Percibo, en un juego de contrastes técnicos y estéticos, que Santa Evita logra canalizar el extrañamiento que evoca ese cuerpo mediante cierta sensibilidad gótica, por cierto muy presente en series como Un gallo para Esculapio (TNT, 2017), El jardín de bronce (HBO, 2017) o La fragilidad de los cuerpos (TNT, 2017), probablemente porque el lenguaje de esa genericidad resulta reconocible para un espectador internacional (Gómez Ponce, 2021). Sin embargo, no puede ignorarse que una tonalidad lúgubre ronda la vida póstuma de Eva, cuyo cuerpo petrificado habría despertado oscuras pasiones que los personajes de la serie exploran. Ahí estará Ara cuyo trabajo, una vez concluido, cuidará con obsesivo recelo (el cuerpo nunca estará listo: siempre requerirá un último baño de bálsamo), aunque poco iguala la necrófila locura que arrastra al general Moori Koenig, quien acaba convirtiendo a Eva en su muñeca sexual. Por ese cuerpo cuyo paso es escoltado por un misterioso rastro de velas y flores, los personajes se abandonan a una obsesión paranoide que le permite a Santa Evita también jugar con ciertas inflexiones del género policial.

El doctor Pedro Aran (Francesc Orella) frente al cuerpo embalsamado de Eva Perón (Natalia Oreiro). Serie televisiva de Santa Evita (2022), Dirección: Diego Velázquez. Buena Vista Original Productions, Star Original Productions.

Como fuere, la metáfora de la muñeca tiene doble valencia en la figura de Eva pues sintetiza los fetiches más perversos de la cultura patriarcal, a la vez que repone una lectura política por demás recurrente en la literatura. Sin necesidad de evocar su nombre, esa imagen del artificio basta para cuestionar su devenir figura popular como hiciera Borges en “El simulacro” (1974) con su muñeca rubia exhibida en una caja de cartón, muy a tono con el cuento “La señora muerta” (1963) de David Viñas. O para decir que, aún fallecida, Eva amenaza con volver siendo millones, como de hecho retrata Santa Evita con esas réplicas esparcidas, multiplicación que también sugiere, con grandes dosis de ironía, Carlos Gamerro en su novela La aventura de los bustos de Eva (2002), cuyo protagonista se emprende en la persecución de un centenar de bustos de Eva, insólita recompensa que Montoneros pide como rescate para un secuestro. Menciono solo estos ejemplos que rápidamente vienen a mi cabeza porque creo que, cada uno a su manera, ratifica la insistencia del arte por retratar cierta ajenidad en Eva como si ella, en la enfermedad y en la muerte, no pudiera recobrar una corporalidad que, no obstante, hace tiempo dejó de pertenecerle.

Se me objetará, con razón, que no es esa la percepción que domina en otras ficciones ocupadas de esos años vigorosos en los que Eva es vocera del pueblo y de Perón. En rigor de verdad, son muchos los relatos que han elegido situar su cuerpo en la arena política, pero me interesa especialmente quedarme con aquellos que entrelazan poder y superficialidad banal. Y, para muestra, basta solo la ópera rock de Lloyd Webber que, en 1996, Madonna protagonizara. En ese filme, la frase “they need to adore me, so Christian Dior me from my head to my toes” sintetiza con maestría la expansión internacional de un rostro muy particular del mito: la Eva mannequin, aquella que se preocupa por lucir bien porque tiene que hacerlo para sus descamisados, la misma que, incluso en su lecho de muerte, deja preparado el esmalte Revlon que la acompañará en la inmortalidad. De hecho, esa clave de lectura atraviesa la galardonada miniserie española Carta a Eva (RTVE, 2013), dedicada a la visita a la España franquista y a las fuertes tensiones entre dos formas distintas de habitar la política desde la feminidad: la de una Eva (Julieta Cardinali) crítica e inquieta, y la de una Carmen Polo conservadora quien, ante los vestidos de la primera dama argentina, exclamará escandalizada “¿¡Va a ir vestida así para ver a los pobres!?”.

No por nada el mundo repara en esa dimensión tan fundamental en el mito: después de todo, “la ropa de Eva fue una cuestión de estado para un régimen que descubrió las formas modernas de la propaganda política y el peso decisivo de la iconografía” (Sarlo, 2003:80). Algunos años atrás cuando los derechos de Santa Evita fueron adquiridos, me preguntaba si esa línea simbólica no estaba casualmente orientando un vasto conjunto de series televisivas que trabajan el cuerpo regio y que parecen apoderarse de un “estilo Eva Perón” (Gómez Ponce, 2017). Algo llama la atención cuando se auscultan algunas protagonistas en las que resuena cierto parecido de familia, como en Claire Underwood de House of Cards (Netflix, 2013). Se trata de mujeres que, en los espacios de poder, vierten su locura: mujeres también enajenadas, pero por frenesí de cóleras que proviene de un pasado no puede ni debe ser olvidado pues de ahí nacen la fuerza y la motivación. Se notará allí palpita la “Dama del Látigo”: aquella Eva despótica y vengativa con la cual los sectores antiperonistas y reaccionarios confrontaban la imagen de la santa, aunque también no puede olvidarse que ese es el lugar que se le asigna a toda mujer que se atreva a ostentar poder.

Indudablemente, este inventario casi personal de algunas celebraciones iconográficas no agota todas las variaciones que la imagen de Eva adquiere, abundante legado al que hoy Santa Evita añadirá un nuevo capítulo. Pero el recorrido alcanza para evidenciar que las versiones y las conversiones del arte compiten para lograr lo que, tal vez, es lo más difícil en un mito: su permanencia en el tiempo y en el espacio. Habría que agregar que tal persistencia depende también de un talento para adaptarse a las nuevas dinámicas que van constituyendo a las culturas, adecuación que la figura de Eva constata con maestría, quizá porque ella misma supo hacerlo a lo largo de su vida. En ello, Sarlo no se equivoca: “el secreto de Eva es su desplazamiento. Su excepcionalidad es un efecto de ‘fuera de lugar’” (2003:24). Extraña excepcionalidad que las ficciones más recientes alimentan con renovada admiración, incluso cuando se trata de aquella Eva que, dijera su hermana invadida por el dolor, estaba sostenida por su propia muerte. Y es que, para el arte, el responso nunca cesa.

(*) Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) e investigador del Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad (CIECS – CONICET) de la FCS.

arielgomezponce@unc.edu.ar

Referencias bibliográficas

Bauer, Tristán (director) (1997). Evita, una tumba sin paz (documental). Argentina/Reino Unido: South Productions.

Gómez Ponce, Ariel (2017). “Serialidades regias. Series televisivas y escenografías del cuerpo femenino”. En: Revista Artilugio, Nro. 4, pp. 50.65.

Gómez Ponce, Ariel (2021). “Tonalidades góticas en las series televisivas argentinas: imágenes de la noche y la violencia suburbana en Un gallo para Esculapio (2017)”. En: Goicochea, Adriana [ed.]. Miradas góticas: del miedo al horror en la narrativa argentina actual. Viedma: Etiqueta Negra, pp. 69-76.

Martínez, Tomás Eloy (1995). Santa Evita. Buenos Aires: Sudamericana.

Pigna, Felipe (2012). Evita. Jirones de su vida. Buenos Aires: Planeta.

Sarlo, Beatriz (2003). La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de Aramburu. Buenos Aires: Siglo XXI.

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