Por Javier Cristiano (*)
A la memoria de Héctor Schmucler.
Tres supuestos guían estas reflexiones sobre el proceso iniciado el último diciembre con la asunción del gobierno de Javier Milei. Uno es que la velocidad es un medio hostil para la política democrática, tanto como es propicio para el autoritarismo y los intereses del poder económico. Segundo, que no debiéramos minimizar la asfixiante inmoralidad de la vida pública argentina, visible no solo en la crueldad y la incorrección política del gobierno, sino también en la extensa cadena de complicidades que la hace posible. Tercero, que ambas cosas están unidas: que hay un vínculo, importante de dilucidar, entre mal y velocidad.
1.
En estos meses de represión, chicos con hambre y conferencias de Adorni, he tenido la tentación —como seguramente muchos— de volver a la idea de la banalidad del mal. Como se sabe, Hannah Arendt la propuso a partir del juicio a Eichmann de 1961, en el que lejos de encontrarse con un psicópata perverso se encontró con un hombre mediocre, que parecía no comprender la naturaleza de sus actos, no tanto por distorsión psíquica como por mera imbecilidad. Es posible que la pista sea correcta y nos permita comprender algo de este descenso a los infiernos. Pero creo que es demasiado atenta con los perpetradores principales de un crimen social y económico que no tienen más horizonte que la voracidad de los negocios. Imputarles banalidad —que la tienen, y en cantidad— es ser con ellos demasiado considerados.
Sí creo que es atinada la idea de mal, para destacar de un modo categórico la reacción que corresponde ante semejante grado de injusticia y crueldad. La izquierda no se ha llevado bien con este concepto, ni en general con las discusiones morales, pero el desafío que plantea hoy la derecha, enceguecida y dispuesta a todo, obliga cuanto menos a una afirmación enfática de los propios valores. Adorno iniciaba “La educación después de Auschwitz” diciendo que tendría algo de monstruoso justificar que no debe repetirse. Salvando las distancias, tendría algo de monstruoso enredarse en discusiones acerca de las bondades de la justicia social, del derecho a comer o del acceso a la medicina. La palabra mal sirve para ahorrarse ese desvío.
2.
También creo que debe retenerse, de la tesis de Arendt, su parte más sociológica: la idea de que la tolerancia y la colaboración con el mal se construyen socialmente. Aquí es donde me parece que puede hacerse un lugar, hoy, al ritmo vertiginoso en que acontecen las cosas. Y puede plantearse la hipótesis de una relación sustantiva entre mal y velocidad.
¿Por qué? En esencia porque lo que sucede rápido se comprende menos, y porque la actitud moral requiere atención, reflexión y análisis. Milán Kundera nos ofrece una imagen muy útil al respecto. En La lentitud se pregunta por la relación del motociclista intrépido con el riesgo que asume, su inconcebible irracionalidad cuando se lo ve desde afuera. Su tesis es que está tan absorbido en la experiencia del vértigo que no puede pensar en nada más. Cuando conduce la moto vive en un presente puro, que ni recuerda ni ve más allá de la próxima curva.
Algo parecido nos pasa en la sociedad del vértigo y de la inmediatez. Por un lado las realidades oprobiosas, las que deberían conmovernos e indignarnos, son una ventana más de nuestras pantallas, abiertas junto a otras cientos en las que se mezclan recetas de cocina, noticias deportivas, chats con amigos, etcétera. Hace mucho que se ha advertido sobre este achatamiento de la experiencia por saturación, esta homologación de todo en la irrelevancia. Es evidente que contribuye a la indiferencia moral.
Pero después está la imposibilidad de pensar y de entender lo que efectivamente sucede y lo que nosotros mismos hacemos. Idealmente un acto responsable es aquél que ve más allá de lo inmediato, que asume las consecuencias que produce. Lo mismo con un juicio sobre la responsabilidad de otros. En un mundo confuso y cambiante todo eso se vuelve difícil y, en un punto, imposible, máxime cuando la misma velocidad plantea otras muchas exigencias a la acción. La velocidad propicia entonces no solo desatención; propicia confusión, cansancio, y finalmente deserción.
3.
El poder sabe estas cosas. El lema de Julio Grondona, “todo pasa”, resume bien gran parte del asunto. Significa que la confusión y el vértigo lo perdonan todo de antemano porque apuran la prescripción. Milei cuenta con eso de manera paroxística, realmente nunca vista. Puede decir que los diputados son ratas y horas después que son héroes. Pero no solo Milei. Margarita Stolbizer puede argumentar en contra de la ley bases y un rato después votar a favor. Martín Llaryora puede mostrarse opositor a Milei en diciembre y unos días después colaborar con su “gobernabilidad”. La velocidad propicia el olvido y, con ello, la impunidad.
Pero el poder también aviva la confusión, la promueve. Revuelve el río todo lo que puede para que las cosas sean más turbias, menos evidentes. La lógica del panel televisivo, de los argumentos interrumpidos a los gritos, del meme, del linchamiento troll, le es funcional más allá de sus contenidos. Y el ataque de Milei a la cultura (a la universidad, a los medios públicos, a la ciencia y a las artes) encierra casi una sabiduría al respecto. ¿De dónde puede provenir, sino de esos ámbitos, recursos de interpretación que ofrezcan algo de luz y claridad? No es que sean gastos superfluos ni ideas “comunistas”. Es que el financiamiento público los pone a resguardo del vértigo y les permite contraponer algo a la confusión general. Sin esos espacios la opacidad es un destino casi inevitable.
4.
Más llanamente, la velocidad es una estrategia del poderoso, una de sus herramientas. Conocida desde siempre en el arte de la guerra y empleada infinidad de veces en la historia en general, y en la nuestra en particular, tiene al menos dos aristas. Una consiste en producir en el enemigo el mayor daño posible en el menor tiempo posible. Sorprenderlo y afectarlo de un modo perdurable, en el límite destruirlo. Federico Sturzenegger fue claro y explícito al respecto cuando dijo que las “reformas de mercado” debían apuntar, cuando había condiciones, en muchas direcciones al mismo tiempo. Atacar en simultáneo los derechos laborales, las organizaciones sindicales y políticas, etcétera, para cosechar lo más posible de manera muy rápida. La ley bases y el DNU 70/2023 son la puesta en práctica más extrema y quizás más exitosa de ese principio en nuestra historia. Pero Sturzenegger no inventó nada. Fiedrich Hayeck aconsejaba lo mismo a Videla y a Pinochet en su gira de 1976 (aprovechen ahora, les decía) y Vargas Llosa celebraba, en una especie de entrevista, la ocurrencia macrista de “lo mismo pero más rápido”.
Un costado adicional de lo mismo es la crueldad. A veces sobra, es “gratuita”, como suele decirse. Pero las más de las veces tiene el sentido de escarmentar, de estirar en el tiempo, vía amenaza, los efectos del daño producido. La dictadura es un ejemplo de trascendencia mundial en ese sentido, pero también ésta es una historia vieja que simplemente regresa. El matadero, de Esteban Echeverría, o Abadón el exterminador, de Sábato, son ejemplos de la literatura que pueden poner en perspectiva a Patricia Bullrich.
5.
La otra arista de la velocidad estratégica consiste en justificar los “errores”, los “excesos” o los “daños colaterales”. Como tenían que actuar rápido ante la amenaza de Bin Laden, Bush hijo, con Aznar y Tony Blair, decidieron bombardear a mansalva Afganistán. Como la prioridad era acabar con la subversión, las Fuerzas Armadas cometieron “errores”, matando incluso a inocentes. Y como debe hacerse un ajuste inmediato, so pena de que la crisis termine con el país en pocos meses, no hay tiempo para detalles y sutilezas. La velocidad no es tanto aquí una estrategia de acción como de justificación, una estrategia discursiva. Consiste en afirmar un peligro inminente, que no da tiempo a nada y que obliga a actuar rápido y en la lógica del mal menor. Peligro, para quien actúa, del que es siempre otro el responsable.
También esto es historia vieja, pero los símbolos y los relatos se renuevan. La motosierra es un hallazgo en este sentido, porque reúne, junto a los sentidos de la violencia, el hartazgo, la crueldad, la rapidez y el “cortar por lo sano”, también el de no fijarse en detalles. Los economistas liberales, talentosos para el eufemismo, hablan desde hace mucho de “poda” presupuestaria. La motosierra es para una poda tosca, para cortar ramas gruesas. No es para emprolijar sino para sacar lo grande. Y eso incluye cortar demás o cortar desprolijo. La imagen de Milei, encendiendo la motosierra y moviéndola en vaivén a centímetros de la cara de sus propios seguidores, es un indicio escalofriante de lo que esto significa.
6.
Pero la velocidad estratégica es solo una parte del asunto. De un gobierno ultra capitalista se espera que acentúe los rasgos puros del capitalismo, los más básicos y elementales. Y la velocidad es uno de esos rasgos, concretamente la velocidad de los negocios. De ahí que la velocidad sea también parte de sus objetivos.
Marx condensa las razones en una frase notable de Grundrisse. Dice que el ideal del capital, el mundo al que aspira en última instancia, es uno en el que el paso de la inversión a la ganancia se hace “a la misma velocidad del pensamiento”. Puesto que el capitalismo consiste en valorizar el capital, en poner a circular dinero para obtener más dinero, el tiempo que demore el proceso es fundamental y lo ideal es que, ceteris paribus, sea el menos posible. Esta es la base no solo de los constantes cambios tecnológicos y organizativos, destinados todos a ahorrar tiempo (desde el taylorismo a la robótica y la inteligencia artificial), sino también del vértigo de nuestras sociedades y de nuestras vidas en ellas. Como seguramente se recuerda, en el Manifiesto, Marx había dicho también que, bajo el capitalismo, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
La tarea destructiva que vino a realizar el gobierno, sobre todas las instituciones y normativas que alivianan la crudeza del capitalismo, se inscribe nítidamente en este marco. Lo que para la inmensa mayoría se traduce en precariedad, violencia, empobrecimiento e incertidumbre es, para el capital, rapidez y agilidad de movimientos. La comodidad de uno es, en otros términos, la desgracia de los otros. El topo que destruye el Estado hace algo equivalente a lo que hicieron en el siglo XIX las matanzas de indios y gauchos o la agrimensura de campos: prepara la mesa para el banquete del capital.
7.
Cuando Marx escribió Grundrisse no podía imaginar, por supuesto, el mundo financiero que conocemos hoy. Pero ese mundo, en el que las cosas suceden literalmente a la velocidad de la luz, hace realidad finalmente aquél sueño de la ganancia instantánea. Quien “invierte en la bolsa” mueve el dinero y obtiene ganancias a la misma velocidad del pensamiento e incluso más, porque pensar la inversión lleva más tiempo que hacer un click.
En buena lógica sería injusto reprochar al gobierno que fomente tanto los negocios financieros y que ponga a un financista al frente de la economía. Incluso sería incoherente reprocharle la confusión entre la función pública del ministro y sus negocios privados. En la doctrina del capitalismo “anárquico” la única moral que cuenta es la de hacer negocios. Y si realmente se cree que el mercado resuelve todo no hay siquiera razón para distinguir entre negocios morales e inmorales. Las consecuencias del capitalismo financiero –la expansión de la miseria, el endeudamiento del Estado, la consiguiente pérdida de soberanía– son “externalidades” que se resuelven con nuevos negocios. Cuanto más rápidos, mejores –podría razonarse, además– porque de esa forma se acelera la obra redencional del mercado.
Esta profunda disociación entre capitalismo y moral es lo que, a su manera, confiesan las provocaciones de Milei. Cuando defiende las bondades del mercado de armas o de órganos está diciendo en el fondo una verdad, solo que no es la que él supone. Suscribe, sin saberlo, otra cosa fundamental que dijo Marx en el Manifiesto: que el capitalismo “profana todo lo sagrado”.
8.
Una de las razones por las que la lógica profunda del capital no se comprende es que es difícil de tolerar. Cuando uno advierte que sus pequeños actos cotidianos contribuyen, aunque sea en pequeño grado, a los horrores que el capitalismo propicia, o bien piensa en otra cosa o bien ensaya alguna indulgencia. Pero hay circunstancias en las que el monstruo nos mira de frente. Son aquellas en que nuestra débil condición de individuos dependientes del mercado nos impone el dilema él o yo en lo más inmediato, la supervivencia material. Con toda la mistificación ideológica del caso, algo de esto hubo en el voto a Milei. Pero sobre todo es lo que fomenta su política expansiva de la desesperación. Esto también es sabido por el poder: cuanto más duro golpea más puede regodearse de los quiebres morales de su adversario. Etchecolatz y otros asesinos ensuciaban los juicios recordando a los delatores, a los que no pudieron soportar la tortura. Y uno más de los gestos inmemoriales de los Organismos de Derechos Humanos fue jamás caer en la provocación, reafirmar siempre un colectivo y su condición de víctima. Para eso es necesario comprender la trampa, que en el caso del capitalismo (y más del “anárquico”) es no sólo material, sino moral. Convierte, el capitalismo, en dilema moral personal lo que es, en el fondo, contradicción sistémica.
9.
¿Qué anteponer a la velocidad? Primero la comprensión de que es un medio hostil para nosotros, casi la antítesis de nuestros valores. La democracia, la justicia y la igualdad son trabajos colectivos complejos e inevitablemente lentos, que se pueden acelerar pero solo hasta cierto punto. Corremos en desventaja en este aspecto, como en tantos otros, pero saberlo es condición necesaria para enfrentarlo adecuadamente.
Segundo, anteponer tácticas a la velocidad estratégica, al atosigamiento del ataque masivo. No importan aquí las torpezas ni las inconsecuencias, porque se trata de salvar lo que costó décadas construir y costará generaciones reconstruir. Esto sí no admite dilaciones y corresponde, nítidamente, a la ética de la responsabilidad.
Tercero, y no obstante, dar todo el espacio y el tiempo que se pueda a la ética de la convicción, una ética que en términos temporales enfrenta la velocidad yendo hacia el pasado y hacia el futuro. La velocidad es fundamentalmente presente, obligación de concentrarse en el aquí y ahora. La convicción va hacia atrás manteniendo con vida los legados, insistiendo en que las cosas no siempre fueron así, en que hay otros mundos posibles porque existieron antes, como realidad o como proyecto. Y va hacia adelante en lo que Agnes Heller llamaba “el fermento secreto de la historia”, esa siembra cotidiana, que casi no sabe de sí misma, pero que alimenta a la larga los grandes quiebres de época.
(*) Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) e investigador principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).