Las deudas como método biográfico sociológico

Por Gonzalo Assusa (*)

(Falsa reseña de “Una historia de cómo nos endeudamos. Créditos, cuotas, intereses y otros fantasmas de la experiencia argentina”, de Ariel Wilkis, publicada por Siglo XXI en 2024)1

Gonzalo Assusa nos sumerge en una “falsa reseña” del libro de Ariel Wilkis, transformando el análisis de las deudas en una biografía sociológica personal y colectiva. A través de vivencias que van desde la infancia en el alfonsinismo hasta el presente, Assusa explora cómo el endeudamiento moldea nuestras decisiones, hábitos y percepciones del mundo, revelando las complejidades de la economía argentina y las profundas implicaciones sociales de la relación con el dinero.

Desde siempre me gustan los libros que son como algoritmos, y me llevan a otros libros, a otros artículos, notas que leí alguna vez, a publicidades, a memes, y también a imágenes de mi propia vida. Esta falsa reseña es una especie de sancocho basado en una historia real. La historia de cómo nos endeudamos empieza en los años ochenta. La historia que voy a contar aquí, también. La historia de un niño nacido durante el alfonsinismo.

Desde la pandemia, y quizás desde antes, los estudiantes secundarios indecisos, que no tienen en claro qué estudiarán (en caso de que lo vayan a hacer) reciben el mismo consejo, la clave para el triunfo. En el presente todo parece novedoso, pero a los jóvenes que iban a ingresar en la universidad durante los años ochenta se les daba, casi literal, el mismo consejo: que estudiaran programación, porque era la carrera del futuro. Cuarenta años pasaron, y los consejos para las juventudes siguen prácticamente igual. Ambos, padre y madre del niño nacido durante el alfonsinismo, estudiaban la carrera de analista de sistemas. Cobol —el lenguaje de programación universal— era como las criptomonedas de hoy. Así llegan a conocerse.

Durante el primer quinquenio de los noventa todo marchaba relativamente bien: en la casa del niño había un equipo de música marca Aiwa. Ahí el niño nacido durante el alfonsinismo escuchó sus primeros CDs: Juan Luis Guerra, Joe Cocker, Michael Bolton. Muy poco tiempo después esa bandeja de CDs se rompió (como sucedía con todos los minicomponentes Aiwa) y nunca más en la historia fue arreglada. En el libro de Ariel Wilkis, para la misma época, también todo marchaba relativamente bien: en el fin de año de 1991 se vendió un 15% menos de sidra y un 30% más de champagne que en 1990. Un cuarto de siglo después, el Ministro de Economía explicaba que una factura de luz de monto equivalente a dos pizzas no podía ser considerada cara.

Para cuando se sanciona una reforma constitucional en 1994, todo empieza a marchar relativamente mal: el padre del niño nacido durante el alfonsinismo es despedido de su trabajo. El alquiler de la casa se vuelve progresivamente impagable y hay que mudarse dos veces a casas con alquileres progresivamente más baratos. La cuota de la escuela primaria privada también se vuelve progresivamente impagable. Padre del niño termina cortando el pasto de la escuela porque las cuotas se habían acumulado y a esa altura la bola ya era demasiado grande. Ariel Wilkis repone relatos en su libro que hablan de la deuda como una “ronda”, un “redondel” del que no podés salir. La primera imagen aprendida para el niño nacido durante el alfonsinismo fue geométricamente muy similar: las deudas son como una bola (asumo que una de nieve, cuesta abajo en la colina).

Pero la historia no es lineal. Entre lo relativamente bien y lo relativamente mal, había una constante: en la casa del niño nacido durante el alfonsinismo siempre hubo una computadora. Primero una con letritas marrones sobre un fondo negro. Esa se la llevaron en una entradera. Después la de letras blancas. Una 486. Madre del niño daba cursos de Excel y Word en la casa. Mucha gente interesada. Poca gente que pudiera pagar algo por los cursos. Niño nacido durante el alfonsinismo, sin juegos instalados y mucho tiempo antes de que le llegara el Prince of Persia en blanco y negro, aprendió a escribir en el teclado sin mirar, como si fuese un juego.

Alguna vez un entrevistado me contó que para esa época él vendió un terreno grande heredado en las sierras de Córdoba para comprarse una PC con la que trabajaría luego para una consultora. Incomprensible desde el presente la relación entre la renta inmobiliaria y los ingresos de una herramienta tecnológica de ese tipo. Costos incalculables, incluso para un argentino que tiene en la conversión monetaria el pan nuestro de cada día. En la casa del niño esos aparatos nunca eran “compras”. Siempre había algún cliente que no podía pagar un trabajo ya hecho, y padre del niño optaba sistemáticamente por saldar la deuda con algún bien tecnológico.

Dato de vital importancia: todo iba relativamente mal, y podía ponerse mucho más mal (segunda imagen aprendida para el niño nacido durante el alfonsinismo: siempre se puede estar, no un poco, sino mucho peor). Padre paga sólo el mínimo de una tarjeta Diners cargadísima. Y como se decía en Deportes en el recuerdo: la hecatombe. Abuelos hipotecan su casa para pagar esa deuda. Por alguna razón, el niño nacido durante el alfonsinismo escucha y memoriza (quizás erróneamente) la cuota mensual de esa hipoteca: 500 pesos. Algunos años después el alquiler de una casa de dos habitaciones en la que viviría en barrio General Bustos salía $250, medio sueldo de su madre (incluyendo la parte que cobraba en blanco y la parte que cobraba informalmente). Un poco más de 300 cospeles de los dorados.

Al niño nacido durante el alfonsinismo su bicicleta le empieza a quedar demasiado chica y las rodillas le empiezan a golpear en la pera. Su abuelo —el mismo que le enseñó a andar sin rueditas— le regaló una alcancía que compró en el Disco, junto a un pequeño candado con llave para cerrarla. El abuelo se quedaba con la llave.

Como premio de condicionamiento positivo cotidiano a lo Pavlov, el abuelo le daba un peso, en esos billetes azules, que debía ser religiosamente guardado en la alcancía. Luego de un tiempo empezó a darle una moneda de un peso, algo que el niño nacido durante el alfonsinismo sintió como una pérdida: el billete parecía más. Esos billetes iban a salir de circulación, por lo que el abuelo llevó a su nieto a cambiar todos los que había acumulado a la panadería del barrio. Muchos billetes por dos billetes. Eso también se sintió como una pérdida.

En esa alcancía llegó a haber 105 pesos. Con 94, el niño nacido durante el alfonsinismo, se compró una bicicleta Tomaselli color negra, de su talle, para andar en bici sin parecer un payaso de circo. La entrega cotidiana de monedas de un peso se suspendió. La alcancía nunca volvió a llenarse. El niño nacido durante el alfonsinismo aprendió, unos años más tarde, el modus operandi de los “círculos de ahorro” de los años ochenta: ahorrar primero, recibir la bicicleta después.

Ya de adulto el niño nacido durante el alfonsinismo descubrió que el candado de la alcancía tenía una doble función. Era símbolo de la disposición a no gastar, pero también era protección contra las necesidades de otros adultos, siempre encuentados. Muchas veces había escuchado esa historia en la mesa del domingo, sobre la niñez del abuelo Armando Chafik. El regalo de cumpleaños de su hermano mayor en 1926 había sido un auto con luces eléctricas en los faros. Hay una foto de él sentado sobre ese auto en la vereda de la casa familiar. El padre (un sirio que había llegado al país como polizonte en un barco) había ganado la lotería y todo marchaba relativamente bien. Algo curioso. En su libro, Ariel Wilkis cita a un interlocutor que decía que “el dinero cae de los árboles en Villa Olimpia” (La Matanza), durante el kirchnerismo. La historia cuenta que esa fue, casi literal, la misma frase que había escuchado a principios de siglo XX ese sirio en Jerusalem y que lo hizo elegir Argentina como destino por sobre cualquier otro país en el mundo: “en Argentina los billetes crecen en los árboles”.

Con la crisis de 1930 todo empezó a marchar relativamente mal. En 1934, para el cumpleaños del hermano menor de Chafik, su padre le confiscó los ahorros a ese hijo que tenía, en aquel entonces, 6 años. Con los 10 centavos que consiguió compró una palomita de madera con ruedas que movía las alas mientras avanzaba.

Había mucho de esos símbolos que descubrió ya de adulto el niño nacido durante el alfonsinismo, de ahorro o de atraer plata, como los billetes de un dólar que tenían ambas abuelas, metidos en la trompa de algún elefante kitsch en algún lugar de la casa.

Salto temporal. El niño nacido durante el alfonsinismo termina la secundaria y elige estudiar sociología. “Elige estudiar”, frase contrasociológica si las hay. Al recibirse de la Universidad tenía abierta una cuenta en el Banco Santander Río, una caja de ahorro para estudiantes. Única vez en su vida que el niño lee por completo los términos y condiciones, la letra grande y la letra chica para despejar cualquier duda de que algo en esa cuenta pudiese generarle deudas.

Al terminar la carrera se autoregala un viaje. Compra pasajes a Ecuador. Para eso tiene que ir varias veces al banco. Sacar toda la plata en efectivo y, por último, llegar a la agencia de viajes con un gigantesco fajo de billetes y con un nivel de persecuta equivalente a haber asaltado un bunker narco. Con esa misma cara de culpa con la que su abuela le ponía dinero doblado en tres partes en la mano, como si le estuviese dando droga a escondidas de sus padres. Como si fuese dinero robado, aunque como dice el Oso de Un oso rojo, no existe dinero que no sea robado.

Ustedes se preguntarán: ¿por qué el niño nacido durante el alfonsinismo no hacía algo más razonable, o normal, como comprar los pasajes con tarjeta de crédito? Esto tiene una explicación totalmente racional. Cuando un banco le mandaba compulsivamente tarjetas a su dirección postal (algo que sucedía sistemáticamente desde que tuvo su primer empleo en blanco), él las sacaba del sobre e inmediatamente las cortaba en pedacitos muy chiquitos con una tijera. Metía esos pedacitos en bolsas de basura separadas, sacadas en días espaciados. Ninguna de esas tarjetas era Diners, pero no se podía ser suficientemente precavido.

Años más tarde el niño nacido durante el alfonsinismo empezó a pagar un departamento en pozo. Luego de firmar el contrato con la empresa constructora sus familiares lo felicitaban. Y él, sin entender, se preguntaba: “¿por qué me felicitan por tener una deuda?”. Llega el año 2016 y, adivinen: todo empezó a andar relativamente mal. La gente no pudo seguir pagando las cuotas, la empresa dejó de tener flujo de dinero y se fue a la quiebra. Al día de hoy, casi una década después, ese departamento todavía no existe.

Recién egresado, el niño intentó obtener una beca de CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) pero fue bochado, por lo que siguió buscando y en enero consiguió un empleo en la Municipalidad en el que facturaba como monotributista. No le pagaban mes a mes, pero para poder cobrar algún día debía tener el monotributo al día, así que se consiguió un segundo trabajo para poder pagar la cuota mensual del monotributo. Cobró los 12 meses que trabajó en la municipalidad todos juntos, 15 meses después de empezar a trabajar (3 meses después de haber renunciado). Con buena parte de esa plata se compró un lavarropas, cash, porque, así como había generado una disposición contra las deudas, su madre le había dejado muy en claro que no era de “persona de bien” emancipada y autónoma andar volviendo a la casa de los padres a lavar la ropa.

Un mes después de comprar el lavarropas empezó a cobrar su beca del CONICET. Su directora, Alicia Gutiérrez, lo citó en su oficina en el CIFFyH (Centro de Investigaciones “María Saleme de Burnichón” de la Facultad de Filosofía y Humanidades), le dio un anillado y le dijo “tenés que leer esto para tu investigación”. Era una tesis doctoral dirigida por Gerard Mauger, cuyo autor era Ariel Wilkis.

Dice el autor: “La mejor sociología es aquella capaz de producir un conocimiento acumulado en el tiempo (que permite madurar sus interpretaciones, hipótesis, conceptos), pero que en determinadas coyunturas está disponible (intelectual y políticamente) para captar las urgencias del presente, mostrando los trazos del largo plazo en la coyuntura, iluminando cómo ésta expresa o activa consecuencias sociales que no fueron creadas ex nihilo en el momento actual”.

Creo que el libro cumple sobradísimamente ese desafío. Pero, personalmente, entiendo que además este libro y toda la obra de Ariel Wilkis tiene una gran densidad en cuanto a la relación de este tipo de sociología con las biografías personales y colectivas. A mí particularmente me implicó una forma de descubrimiento sobre una incomprensión de mi círculo social. Para mí —y por el bien de mi estima sociológica les pido que me acepten la interpretación— cortar las tarjetas de crédito que llegaban por correo a la puerta de mi departamento en pequeños pedacitos con una tijera no resultaba la escena antesala de una serie de Netflix sobre un asesino serial, sino una manifestación de mi propia disposición al ahorro y a la resistencia a la deuda, una por la que muy íntimamente, más allá de ser incomprendida, sentía una suerte de orgullo irreflexivo. En esa encrucijada de la que habla Wilkis en su libro entre vivir mejor (pero encuentado) vs. respirar (aunque tardando a veces demasiado en percibir el progreso en las condiciones de vida), este asmático niño nacido durante el alfonsinismo formó durante años un habitus que lo disponía a elegir, sistemáticamente, el camino de “respirar”, aunque sin quererlo también terminara siendo un medio estratégico bastante efectivo (en algunos períodos de su adultez) para realizar la primera de las opciones.

Y comprender, en términos de disposiciones económicas, la lógica subyacente de las prácticas sociales no sólo reconfigura la relación con las propias “elecciones”, sino que habilita un mundo de entendimiento sobre las prácticas de las otras y los otros.

Bourdieu, en La miseria del mundo, lo dice así: “Intentar situarse mentalmente en el lugar que el encuestado ocupa en el espacio social para necesitarlo interrogándolo a partir de ese punto, y ponerse, en cierta forma, de su lado (…), no es efectuar la ‘proyección de sí mismo en el otro’ de la que hablan los fenomenólogos. Es darse una comprensión genérica y genética de lo que él es, fundada en el dominio (teórico o práctico) de las condiciones sociales que lo producen: dominio de las condiciones de existencia y de los mecanismos sociales cuyos efectos se ejercen sobre el conjunto de la categoría de la que forma parte (…) y dominio de los condicionamientos inseparablemente psíquicos y sociales vinculados a su posición y su trayectoria particulares en el espacio social. Contra la antigua distinción de Dilthey, hay que plantear que comprender y explicar son una sola cosa”.

Dije que me gustaban los libros como algoritmos. Me gustan más todavía las sagas. Hace más de una década, en las conclusiones de su libro “Las sospechas del dinero”, Ariel Wilkis hacía una lectura histórica de la mirada de las ciencias sociales sobre el mundo popular. Él decía que los rectores de esa mirada eran los conceptos de Dependencia, Democracia y Desigualdad. Las 3 D. Y que la D que faltaba era la del Dinero, la cuarta D. Me gusta pensar que este libro continúa con ese programa de investigación, y la Deuda es la quinta D.

En su libro Ariel Wilkis nos arroja preguntas incomodísimas que necesitamos transitar: “¿Qué es más igualitario, un sistema que excluye del consumo, o uno que incluye profundizando las dinámicas de endeudamiento en el mercado del crédito?”. Paradojas argentinas: el kirchnerismo fue más regulación estatal y más expansión del mercado. El cambiemismo, mientras tanto, le escatimó la experiencia de mercado a una porción importante de la sociedad, contra su propia promesa.

¿Por qué, entonces, nos pasan las cosas que nos pasan? ¿Por qué a nosotras y nosotros? ¿Por qué, dios, por qué? Ariel Wilkis sugiere: “La política puede pedalear en el vacío cuando no atiende a que los usos y significados sociales del dinero desbordan las normas y los discursos y las memorias estatales. Cuando las transferencias monetarias anudan la relación entre la sociedad y el Estado, esos desbordes condicionan a la política, que debe atenderlos si no quiere morderse la cola”.

(*) Instituto de Humanidades de CONICET y UNC.


1 El presente texto fue el guión de base para la presentación del libro de Ariel Wilkis en la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Se respetó, tanto como se pudo, el género de la presentación para esta publicación. El libro puede consultarse en: https://sigloxxieditores.com.ar/libro/una-historia-de-como-nos-endeudamos/?srsltid=AfmBOoqhV4jepUWUcrdig4FsSvHErI3S0QfXVa1k7bLyphv3gLJDc1Ld

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