Ley de Voto Joven para Chile

Por Karla Henríquez (*)

En lo que va del siglo XXI, Chile vio sus calles colmadas de jóvenes saliendo a exigir una sociedad más justa e igualitaria. En este tiempo se inició un proceso de cambio constitucional y de transformación de la ciudadanía, que tuvo también una manifestación relevante en las últimas elecciones presidenciales, a través de las cuales Gabriel Boric -un dirigente estudiantil surgido de esos procesos de movilización- se transformó en el presidente más joven de Latinoamérica.

El artículo de Karla Henríquez -investigadora chilena- analiza este proceso, centrándose en cómo las juventudes han contribuido al fortalecimiento de la democracia en Chile, al tiempo que aporta evidencias sobre el impacto que ha tenido la experiencia de los movimientos sociales en las y los jóvenes. En su recorrido -entre paradojas y necesidades- Henríquez, no descuida el camino y los derechos que faltan conquistar en un movimiento que disputa y exige transformaciones sociales, políticas, culturales y económicas.

Con la “Ley de voto joven”, el Estado argentino reconoció el protagonismo que las y los jóvenes de 16 y 17 años han tenido en la historia política y en el fortalecimiento de la democracia. Ya se han cumplido diez años de la promulgación de esa ley y en Chile nos seguimos preguntando, ¿por qué los jóvenes menores de edad no tienen derecho a voto?. Han existido infructuosos intentos para rebajar la edad de derecho a sufragio; en los últimos diez años se presentaron distintos proyectos de ley pero no lograron avanzar y la discusión se volvió a retomar durante el proceso constituyente. Algunas voces pensaron que si los jóvenes fueron principales protagonistas de los movimientos sociales más importantes del siglo XXI en Chile, entonces también debían tener derecho a voto en uno de los momentos históricos más importantes en nuestra democracia: la posibilidad de cambiar la constitución escrita en dictadura. De aceptar esta idea, los jóvenes podrían sufragar en el plebiscito que preguntaba sobre aprobar o rechazar el inicio de un proceso constituyente; para la elección de las y los convencionales que escribieron la propuesta de constitución; y para el plebiscito de salida que aprobaba o rechazaba la nueva constitución. Finalmente, las voces no tuvieron fuerza y solo pudieron participar las personas mayores de edad.

Al igual que en Argentina, los jóvenes en Chile, mayores y menores de edad, han tenido un fuerte protagonismo en la política nacional. En este texto muestro algunas de las maneras en que las juventudes han contribuido al fortalecimiento de la democracia en Chile, y tomo de ejemplo los movimientos sociales más importantes de este siglo. También aporto algunas evidencias sobre el impacto que ha tenido la experiencia de los movimientos sociales en las y los jóvenes, que nos permiten pensar que quienes han crecido durante el siglo XXI también promueven una cultura activista, que emplea formas de organizarse que no son lo suficientemente reconocidas por la institución política. Concluyo con algunas paradojas y la necesidad de reconocer el protagonismo de jóvenes menores de edad en la política institucional.

Las demandas modifican la agenda política

En lo que va del siglo XXI, las y los jóvenes se han organizado de diversas maneras para instalar demandas en la agenda política de los distintos gobiernos. En el 2001 los estudiantes secundarios se movilizaron en lo que se conoció como “el Mochilazo”, convocaron a cerca de diez mil personas y se transformó en la primera manifestación masiva de los años dos mil. En ella, las y los estudiantes pidieron un pase escolar gratuito y ampliar su duración. El valor del mismo era puesto por transportistas particulares y dueños de los buses; con las protestas lograron que la ministra de educación decretara que, a partir del 2002, el gobierno se encargaría del pase estudiantil (Borri, 2016).

Luego, en el 2006, la “Revolución Pingüina” puso el foco en la necesidad de terminar con la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), para dar fin a la mercantilización de la educación superior y a la municipalización de la educación escolar. Demostró que dejar la educación pública en manos de los municipios reproducía desigualdad en el acceso a una educación de calidad e instaló un debate que apuntó a la necesidad de un cambio estructural en la educación. Esas manifestaciones lograron que las y los estudiantes secundarios participaran en las mesas de trabajo que se crearon para dar respuesta a las demandas. En el 2007 la presidenta Michelle Bachelet presentó la Ley General de Educación para sustituir la LOCE. Aunque los estudiantes vieron esta ley como una gran derrota, no deja de ser importante el hecho de que instalaron una demanda y el gobierno debió reaccionar.

En el 2011 las y los estudiantes universitarios, bajo la consigna “no al lucro”, salieron a las calles exigiendo el fin de la mercantilización y el lucro de la educación superior. Ese movimiento fue el sello del protagonismo juvenil en la política, porque tiene sus efectos hasta el día de hoy. Su petitorio cuestionaba directamente al modelo neoliberal y exigía la búsqueda de un nuevo proyecto de transformación social con alcance social, económico y político (Garretón Merino, 2014). La movilización de las y los estudiantes universitarios fue reconocida en distintas partes del mundo, y llevó al gobierno de Sebastián Piñera a integrar a las y los líderes en distintas mesas de trabajo para dar respuesta a las demandas. Si bien las movilizaciones no pudieron terminar con el lucro en la educación superior, varios protagonistas del movimiento luego fueron asesores en el segundo gobierno de Bachelet (Montero Barriga, 2018), y Camila Vallejos, Giorgio Jackson, Carol Cariola y Gabriel Boric fueron electos en las elecciones parlamentarias. Además, en las últimas elecciones presidenciales Gabriel Boric se transformó en el presidente más joven de Latinoamérica y su gabinete pasó a estar constituido por distintos líderes de aquellos años. Esta es la máxima expresión de cómo los jóvenes han ingresado a la participación política e institucional, para seguir avanzado en las demandas por ampliar derechos hacia los sectores que fueron representados durante las distintas expresiones del movimiento estudiantil.

En mayo de 2018 las mujeres y feministas universitarias, apoyadas por las estudiantes secundarias, tomaron universidades y escuelas para exigir una educación no sexista, equidad, fin al patriarcado y a las distintas formas de violencia. Ellas revivieron las luchas feministas de antaño y demostraron que el machismo y la cultura patriarcal no tiene clases ni color político. La política pública de género tomó más fuerza y, con ello, distintas instituciones atendieron a las demandas, comenzaron a actualizar protocolos de género y quienes no los tenían, los desarrollaron. Se difundieron y diseñaron manuales de lenguaje inclusivo y no sexista; en liceos y universidades se realizaron asambleas, círculos de conversación y talleres. Además, por medio de ejercicios deliberativos compartieron experiencias y situaciones comunes y, con ello, lograron transmitir la urgencia de transformar la sociedad y pensarla en clave feminista (Motta et al., 2020).

Los efectos políticos visibles del movimiento estudiantil son diversos (Cortés, 2022) y los seguiremos viendo en el futuro. Se ha reconocido como un interlocutor válido que llega a las mesas de trabajo de distintos ministerios, instala sus demandas en la discusión pública, ha sido capaz de modificar la agenda política de los gobiernos de turno y, varios de sus actores, crean think tanks o llegan a partidos políticos (Montero, 2018).

En el 2019 la revuelta social en Chile se inició porque los estudiantes secundarios, unos días antes, pararon algunas estaciones del metro de Santiago por el alza en las tarifas. Se manifestaron no por ellos, sino por sus padres, madres y por los adultos que pagaban la tarifa en un país en donde el costo de vida subía, los sueldos no alcanzaban para llegar a fin de mes y, por más que las familias se esforzaran, no podían tener una vida digna, mientras otros vivían sumergidos en privilegios. La revuelta fue la expresión de distintas demandas, entre ellas muchas nacieron de los movimientos estudiantiles (Zarzuri, et. al, 2021).

Las y los estudiantes secundarios también protagonizaron los días consecutivos al estallido del 18 de octubre e integraron la primera línea que permitió que otras personas se pudieran manifestar pacíficamente. Mientras resistían, fueron testigos de cómo el Estado no solo no los protegía, sino que reaccionaba con fuerza desmedida; evidencia de ello fueron los casi 400 personas con trauma y pérdida ocular, los muertos y las personas que ingresaron a prisión preventiva sin sentencia; varios de ellos eran jóvenes pobres sin antecedentes penales previos y también menores de edad.

Los movimientos sociales y las experiencias transformadoras

Las y los jóvenes han tenido protagonismo en la historia política de Chile y los movimientos sociales que protagonizaron han influido más allá de lo visible. Estos movimientos sociales también han politizado a la ciudadanía; por ejemplo, a partir de 2011 el principal tema de interés de las chilenas y chilenos fueron las acciones que el movimiento estudiantil expresaba de manera pública, y que luego se transfirieron a las demandas por cambiar el sistema de pensiones o por una nueva constitución (Paredes y Valenzuela, 2020). Esos movimientos articularon distintas manifestaciones que irrumpieron en el status quo e instalaron puentes entre el mundo actual y otro posible (Sandoval, 2020). La ola de protesta desde comienzos de los años dos mil (Somma y Medel, 2018) tuvo sus momentos más álgidos con el movimiento feminista (el mayo feminista) de 2018, la revuelta social de octubre del 2019 y, posteriormente, con la conmemoración del día de la mujer en marzo de 2020. Todas esas manifestaciones se caracterizaron por un alto contenido creativo y cultural, en ocasiones se transformaron en grandes fiestas populares en las principales avenidas de las ciudades (Urzúa, 2019). Estas experiencias transmitieron distintas demandas en formatos diversos, transformándose en experiencias de educación popular que se registraban día a día en las calles.

A las y los jóvenes se les criticó por mucho tiempo que no se interesaban en la política. Mi hipótesis es que la manera de “medir” ese interés o compromiso se basaba en miradas tradicionales en el estudio del activismo; es decir, desde la pertenencia a organizaciones de manera estable en el tiempo y que caracterizan una mirada adultocentrista basada en la jerarquía y en los roles rígidos. Las distintas movilizaciones estudiantiles y la revuelta del 18 de octubre demostraron que las y los jóvenes y adolescentes sí se involucran en causas políticas y promueven demandas sociales que mejoren sus vidas. En Chile existe una cultura activista que caracteriza a la juventud y que se expresa en otros lenguajes culturales, artísticos, creativos e innovadores (Paredes P. et al., 2018; Ponce y Miranda, 2016), que van más allá de la manifestación con pancartas y consignas. Pero esto no es un rasgo solo chileno, sino que las y los jóvenes que han participado de las principales movilizaciones mundiales del siglo XXI se involucran más allá del acto de protesta; su compromiso está en la relación consigo mismo y le entregan importancia a la reflexión permanente sobre sus propios actos en espacios colectivos y personales. Son activismos altamente individualizados, que rechazan modelos dominantes, rechazan vocerías y jerarquías y por eso tienden a renegar de la pertenencia a organizaciones establecidas (Pleyers, 2010). También se comprometen con causas valóricas que promueven en la manera en que llevan su propia vida; por ejemplo practican el vegetarianismo, el veganismo, prácticas ecológicas y solidarias, y desde esas prácticas abren grietas para darle espacio a otros mundos alternativos (Pleyers, 2018). En un estudio de narrativas en jóvenes que participaron del estallido social (Henríquez, et.al 2022), los relatos dan cuenta de cómo ellas y ellos, en la manera en que viven sus vidas, aportan día a día a transformar el mundo a través de distintas iniciativas.

Otras formas de organización

La experiencia que han tenido las y los jóvenes en los movimientos sociales chilenos les han permitido construirse a sí mismos como personas, a la vez que fueron transformando la sociedad. El rechazo a las formas dominantes de organización, junto a formas de activismo más individualizado, han promovido la multiplicación de organizaciones de otro tipo. Una de ellas son las organizaciones adhocráticas, que se forman con un propósito a corto o mediano plazo, en las que cada integrante asume roles y formas de participar de acuerdo a sus propias motivaciones y urgencias, que convergen o se complementan con las de otros y se interpretan como objetivos colectivos (Henríquez, 2020). González (2009) se refirió a ellas para explicar la transformación de las formas de participación ciudadana juvenil en Chile, caracterizadas por constituirse desde la esfera privada -e incluso íntima- y que responden a la satisfacción de motivaciones personales y a situaciones calificadas como urgentes para las personas. Así, las adhocracias caracterizarían a la generación escolar chilena de los años noventa (González, 2007). Desde las miradas clásicas en el estudio de las militancias, estas nuevas formas de organización se suelen confundir con la falta de compromiso; sin embargo, tanto en la cultura activista individualizada como en las organizaciones adhocráticas, el compromiso deja de estar en la organización o con objetivos impuestos, sino que está en el compromiso consigo mismo.

Ver el compromiso desde una perspectiva conservadora o basada en esta idea de la membresía permanente a una organización, impide reconocer la manera en que las y los jóvenes se han politizado a lo largo de los años. Pues mientras se organizaban en coordinadoras, de manera horizontal y tomaban decisiones en asambleas, los representantes del poder político institucional buscaban encontrarse con organizaciones jerárquicas y con una contraparte personalizada en una vocería única que fuera portavoz de las demandas. Con el “Mochilazo”, las y los estudiantes secundarios promovieron formas de organización horizontales y autónomas, alejadas de partidos políticos, y sus decisiones se discutían en instancias asamblearias (Borri, 2016). Lo mismo ocurrió con el movimiento feminista del 2018 (Reyes-Housholder & Roque, 2019) y durante la revuelta social de 2019: cuando algunas organizaciones intentaron tomar protagonismo fueron acalladas, porque cada uno era portavoz de su propia demanda. Las personas comenzaron a reunirse en pequeñas organizaciones de acuerdo a sus motivaciones y luchas personales, por lo que era difícil hacerles seguimiento. Aparecían, desaparecían y se transformaban.

Una deuda pendiente

No se puede negar que el movimiento estudiantil de secundarios y universitarios ha dejado huella en la ciudadanía chilena. Y es paradigmático pensar que el programa que permitió a Gabriel Boric salir electo presidente no haya incluido el voto joven como una forma de reconocer el protagonismo que la juventud ha tenido en la historia política.

También es paradigmático pensar que, por primera vez en la historia del país, tuvimos la opción de escoger una constitución que reconocía a niñas, niños y adolescentes como sujetos de derecho; sin embargo la ciudadanía decidió rechazar la propuesta, y tampoco fue relevante dentro de los argumentos que las personas señalaban para votar a favor o en contra. La propuesta constitucional permitía el sufragio voluntario para jóvenes de 16 y 17 años, pero al igual que los proyectos de ley anteriores se transformó en una más de las propuestas no consideradas.

Mientras se aleja la posibilidad de que menores de edad puedan sufragar, la ley de responsabilidad penal adolescente en Chile sigue vigente. Esta ley establece que todos los adolescentes de entre 14 y 18 años son responsables ante la ley penal y que serán enviados a centros especiales de encierro en el caso de ser condenados. Estos centros son los del Servicio Nacional del Menores (SENAME), que ha recibido diversas denuncias por violación a los derechos humanos de niñas, niños y adolescentes, e incluso algunos de ellos han muerto. Una pregunta que siempre aparece es: ¿por qué los menores de edad no tienen derecho a sufragar y sí pueden ser condenados por delitos penales?. Como si la conciencia solo aplicara para el castigo y no para elegir a los representantes políticos. Durante la revuelta de octubre varios menores del SENAME participaron de las protestas.

Las y los jóvenes secundarios permitieron el estallido y sufrieron el cuestionamiento y las consecuencias de quienes criminalizaron la revuelta social. Un grupo importante hizo campaña y llamó a votar a los adultos para aprobar la propuesta de la nueva constitución. Sin embargo, los mayores de 18 años votaron rechazo; esto generó diversas reacciones en los grupos de jóvenes que no podían votar, que participaron activamente de la revuelta y de distintas instancias para que las demandas sociales llegaran a la discusión de la asamblea constituyente. Varios de ellos salieron nuevamente a paralizar los metros de Santiago, fueron a manifestarse a las calles y tomaron sus escuelas. Era difícil creer que que, luego de tantos esfuerzos que hicieron, finalmente ganara el rechazo. Por cierto también cuestionaron abiertamente al presidente Boric, que para los secundarios representa a otra generación, dando paso a las primeras tensiones entre el movimiento estudiantil y quien fuera su portavoz durante 2011.

(*) Investigadora del Centre de recherches interdisciplinaires, Démocratie, Institutions, Subjectivité (CRIDIS) de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Investigadora de la Universidad Bernardo O’Higgins (Chile) e integrante del Grupo de Trabajo “Intelectualidades Emergentes en Nuestramérica” del Instituto de Estudios Avanzados (IDEA) de la Universidad de Santiago de Chile (USACH).


Referencias bibliográficas

Cortés, A (2022). Chile, el fin del mito. Ril Editores.

Borri, C. (2016). El movimiento estudiantil en Chile (2001-2014). La renovación de la educación como aliciente para el cambio político-social. Altre Modernità, 141-160 Pages. https://doi.org/10.13130/2035-7680/7057

Garretón Merino, M. A. (2014). Las ciencias sociales en la trama de Chile y América Latina: Estudios sobre transformaciones sociopolíticas y movimiento social. LOM Ediciones.

González, S. (2007). La Noción de Ciudadanía en Jóvenes Estudiantes Secundarios y Universitarios; un Análisis de Estudios Comparados de la Nueva Ciudadanía. En A. Zambrano, G. Rozas, I. Magaña, Domingo Asún, & R. Pérez-Luco (Eds.), Psicología Comunitaria en Chile: Evolución Perspectivas y Proyecciones (pp. 335–372). RiL.

González, S. (2009). Nuevas ciudadanías juveniles. Observatorio de la Juventud, 22, 37–46.

Henríquez, K. Ganter, R., Goecke, X., y Zarzuri, R. (2022). Viviendo la revuelta en las narrativas juveniles. En R. Ganter, R. Zarzuri, K. Henríquez, y X. Goecke (comp.) El despertar chileno. revuelta y subjetividad política. (pp- 263-230). CLACSO.

Henríquez, K. (2020). Participación juvenil con centralidad en el sí mismo: Adhocracias en un grupo de estudios chileno. Revista Estudios Avanzados, 33, 40–51. https://doi.org/10.35588/rea.v0i33.4669

Montero Barriga, V. (2018). Movimientos sociales y consecuencias político institucionales. Del movimiento universitario 2011 a la Reforma en educación superior en Chile. Persona y Sociedad, 32(2), 46. https://doi.org/10.53689/pys.v32i2.232

Motta, S. C., Bermúdez Gomez, N. L., Valenzuela Fuentes, K., & Dixon, E. S. (2020). Student Movements in Latin America: Decolonizing and Feminizing Education and Life. En S. C. Motta, N. L. Bermúdez Gomez, K. Valenzuela Fuentes, & E. S. Dixon, Oxford Research Encyclopedia of Politics. Oxford University Press. https://doi.org/10.1093/acrefore/9780190228637.013.1721

Paredes P., J. P., Ortiz Ruiz, N., & Araya Guzmán, C. (2018). Conflicto social y subjetivación política: Performance, militancias y memoria en la movilización estudiantil post 2011. Persona y Sociedad, 32(2), 122. https://doi.org/10.53689/pys.v32i2.235

Paredes P, J. P., & Valenzuela Fuentes, K. (2020). ¿No es la forma? La contribución político-cultural de las luchas estudiantiles a la emergencia del largo octubre chileno. Ultima Década, 28(54), 69–94. https://doi.org/10.4067/S0718-22362020000200069

Pleyers, G. (2010). Alter-Globalization. Becoming Actors in the Global Age. Polity.

Pleyers, G. (2018). Movimientos sociales en el siglo XXI. CLACSO. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20181101011041/Movimientos_sociales_siglo_XXI.pdf

Reyes-Housholder, C., & Roque, B. (2019). Chile 2018: Desafíos al poder de género desde la calle hasta La Moneda. Revista de Ciencia Política (Santiago), 39(2), 191–216. https://doi.org/10.4067/S0718-090X2019000200191

Sandoval, J. (2020). El repertorio de acción política en el ciclo de movilizaciones estudiantiles chilenas. Revista de Estudios Sociales, 72, 86–98. https://doi.org/10.7440/res72.2020.07

Somma, N. M., & Medel, R. M. (2018). What makes a big demonstration? Exploring the impact of mobilization strategies on the size of demonstrations. https://doi.org/10.1080/14742837.2018.1532285, 18(2), 233–251. https://doi.org/10.1080/14742837.2018.1532285

Urzúa, S. (2019). Aportes a una etnografía de los movimientos feministas: Recursos expresivos en las marchas #Ni una menos y #8M en Santiago de Chile. Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología, 35, 115–124. https://doi.org/10.7440/antipoda35.2019.06

Zarzuri, R., Ganter, R., Henríquez, K. y Goecke, X. (2021). Revuelta y juventudes. Políticas de lo pre y post figurativo del 18-O en Chile. In B. Bringel, A. Martínez, & F. Muggenthaler (Eds.), Desbordes. Estallidos, sujetos y porvenires en América Latina (pp. 127–164). Oficina Región Andina. Rosa Luxemburgo Stiftung.

Previous post Acuerdos de paz y movilización de la juventud en Colombia
Next post Agendas, perspectivas y escenarios. Las juventudes más allá de los estereotipos