Por Pablo S. Reyna M. (*) y José María Bompadre (**)
“Cabe preguntarnos si, luego de varias décadas de implementación de un modelo de gestión de la diversidad cuya base es el ‘multiculturalismo neoliberal’, algo ha cambiado para las poblaciones indígenas”. “¿Las actuales políticas de reconocimiento y asignación de derechos a las poblaciones preexistentes al estado son signos de empatía y marcas de aprendizajes? ¿Por qué siguen reificándose ciertos imaginarios que establecen miradas de sospecha en torno a la intervención indígena en el ámbito público?” Estas son algunas de las preguntas abordadas en un texto que, con delicadeza, hilvana literatura, política e historia, sin dejar de lado también la coyuntura nacional y provincial.
Antonio José Bolivar Proaño, un viejo que vive en El Idilio, le señala al alcalde que las heridas mortales sobre el frío cuerpo que tienen al frente son de un “tigrillo”. “¿Ve las carnes abiertas en filas? ¿Ve cómo en la quijada son más profundas y a medida que bajan se vuelven más superficiales? ¿Ve que no es uno, sino cuatro tajos?”, señala el anciano.
El alcalde, único funcionario y máxima autoridad y representante del estado1, sospecha, no obstante, que esas heridas putrefactas han sido producidas por un machete. Y acusa a los Shuar, quienes habían acercado el cuerpo al muelle de El Idilio, de asesinato.
Pero ocurre algo inesperado. Ante la estupefacción de los mirones de siempre, Antonio José Bolívar Proaño, que no era Shuar, sino un colono que se había internado años atrás en la selva para colonizarla, insiste en defender su postura. Advierte que el cuerpo del difunto (un buscador de oro que poco conocía los secretos de la selva) huele a “meados de gata grande”, mientras que revuelve las pertenencias del desdichado y encuentra allí un reloj de pulsera, algo de dinero, una brújula. Y finalmente, encuentra cinco pieles de tigrillos muy pequeños. Las evidencias son inapelables. El alcalde había espetado que los Shuar habían asesinado al infortunado para robarle, puesto que “los salvajes no se detienen ante nada”. Pero el viejo desnuda ante los espectadores casuales, la ignorancia y la arbitrariedad del razonamiento de la autoridad: “Piense, excelencia. tantos años aquí y no ha aprendido nada. Piense”, le achaca. El alcalde, finalmente, no responde ni una palabra. Se marcha a escribir el parte para el puesto policial.
Esta situación ocurre en la novela indigenista Un viejo que leía novelas de amor, del chileno Luis Sepúlveda (2003). La ficción en sí, cuenta la historia de la colonización de una parte de la selva ecuatoriana, indaga también en torno a la mirada de los Shuar (los indígenas que habitan desde tiempos inmemoriales el territorio) sobre los colonos criollos y los buscadores de oro; y el desarrollo central tiene como protagonista a un entrañable Antonio José Bolivar Proaño. Un viejo que se hace amigo de los Shuar, vive con ellos, los comprende en su humanidad, aunque -marca Sepúlveda- nunca logra ser un Shuar.
Lógicamente, la primera actitud de la máxima autoridad de El Idilio, ante los indígenas, es la sospecha. Sin ninguna prueba, asume, natural y tendenciosamente, que los también llamados peyorativamente “jíbaros”, son culpables. Lógicamente, decimos. Porque se entiende desde una óptica (puntualmente colonial) que tiende a ser hegemónica, que los indígenas son un problema. Un asunto espinoso e irresuelto del que incluso son culpables. Años y años de políticas de negación, racismo, discriminación, expropiación de tierras, para esta parcial mirada, fueron posibles (y necesarias) por la “incapacidad” y el “atraso” de las sociedades indígenas. Y no por el establecimiento, claro, desde hace más de cinco centurias, de políticas coloniales y de agresión constante, sean éstas de baja o alta intensidad.
No obstante, ante la puesta en evidencia de la arbitraria mirada estatal, el alcalde se retira a cumplimentar su tarea burocrática. Se marcha a escribir el parte para el puesto policial, decíamos. Ese alcalde, que más adelante tiene una discusión con el protagonista por la titularidad de las tierras (cuándo no), se considera como “el Estado” y se retira. La lógica de ausentarse de ciertos ámbitos, en este caso, podríamos pensarla en la actual coyuntura neoliberal. Está a la orden del día también en la novela de Sepúlveda, aunque esta no esté ambientada en nuestro actual contexto.
Salta a las claras que esa ausencia no es una retirada que implique no intervención. Al contrario. El sudoroso alcalde, sin dar el brazo a torcer, a lo largo de la novela carga una y otra vez contra los Shuar -e incluso contra el viejo que había salido a defenderlos- de formas más sutiles y menos visibles, tal vez, que en otros momentos. Es que el estado, colonial o moderno (o moderno-colonial si se quiere), siempre está. Más o menos desdibujado o presente, es el telón de fondo en dónde se dirimen las relaciones entre indígenas y no indígenas desde la conquista.
Vale la pena recordar, entonces, que desde aquel momento funesto para las poblaciones nativas, siempre existieron entidades, instituciones, normativas o personas como el viejo. Es decir, quienes se encargaron de señalar las falencias y caprichos de las distintas gobernanzas que como el alcalde, arguyeron siempre que el problema eran (y son) los indígenas. Basta recordar a Bartolomé de Las Casas, que como Antonio José Bolívar Proaño corporizó la defensa de los indígenas, o pensar en ese conjunto de normativas que hoy llamamos derecho indígena.
Sin embargo, y para acercarnos a nuestro presente y a nuestra realidad mediterránea, cabe preguntarnos si, luego de varias décadas de implementación de un modelo de gestión de la diversidad cuya base es el “multiculturalismo neoliberal” (Zapata Silva 2019, entre otros), algo ha cambiado para las poblaciones indígenas. Y es válido entonces interrogarnos acerca de los impedimentos para la efectivización de lo que llamamos derecho indígena. “Piense, excelencia. Tantos años aquí y no ha aprendido nada. Piense”, había dicho el viejo. ¿Ha aprendido el estado actual “algo” de los pueblos indígenas? ¿Las actuales políticas de reconocimiento y asignación de derechos a las poblaciones preexistentes al estado son signos de empatía y marcas de aprendizajes? ¿Por qué siguen reificándose ciertos imaginarios que establecen miradas de sospecha en torno a la intervención indígena en el ámbito público? ¿Necesitamos de un Antonio José Bolívar Proaño, de un experto no indígena que simpatiza con la causa originaria, para interculturalizar una sociedad como la cordobesa que adolece de memoria en torno a una presencia innegable, a esta altura?
Estos interrogantes iniciales no emergen precisamente en este contexto en el cuál un gobierno de extrema derecha retozante de provocación y de cinismo, atropella derechos consagrados constitucionalmente. Puesto que venimos observando que tanto en gobiernos “progresistas”, como de centro o de extrema derecha, la efectivización del derecho indigena en Córdoba es una utopía ¿Acaso hubo justicia con el caso Pluma Blanca? ¿Se ha devuelto la Casona comechingón a la Comunidad urbana de La Toma? ¿La autovía de Punilla ha frenado su avance sobre el territorio ancestral de la Comunidad de Las Tunas? ¿Se implementa la Educación Intercultural Bilingüe en una provincia tan racista como el odiado alcalde de El Idilio? Varios ejemplos más podríamos interponer en este escrito que también es un grito.
La micropolítica cordobesa sabe mucho de alcaldes.
Las sospechas de autenticidad están a la orden del día, y con ellas, la descalificación del ser y del saber. No basta con decir “soy indígena” en alguna comisaría de Córdoba para denunciar la sistemática violencia territorial, porque la respuesta se cancela con “muéstreme el ADN”. El conflicto se dirime en la relación existente entre conocimiento y poder, un conflicto que es político y que desborda el orden de lo inconfesable. El oficial que debe escribir la denuncia (tanto como el alcalde de nuestra novela), se constituye como un sujeto histórico, dado el poder que ostenta de narrar sobre los demás. Esta condición histórica es arbitraria, porque en la posibilidad de escribir un documento se pone en juego la administración de “la verdad”, en este caso, la de la ciencia.
Igualmente pasa con las mujeres indígenas cuando denuncian los sistemáticos abusos de sus cuerpos-territorios. En el fragor del litigio en los estrados judiciales, y aún cuando algún fiscal se anime a pedir perdón por no usar la perspectiva de género y el derecho indígena vigente, el saber judicial moderno a través del poder tecnológico de la sentencia, condena o exime, protocolo que opera como un blindaje y reaseguro de su lugar privilegiado para decir y decidir. Lo que está en juego en esta interpelación no es necesariamente el procedimiento, sino el resultado. La condena al violador nunca llega, y la eximición de la pena se constituye como un lugar común (y cómodo) en el proceso. El juez aquí, como el oficial (y el alcalde de El Idilio) administra “la verdad” y, aún pese a las pruebas, opera la eficacia simbólica sedimentada en siglos: las mujeres (indígenas) son sospechadas de no decir “la verdad”. Como afirma Foucault, “la «verdad» está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que la acompañan” (1992, p. 189).
En estas formas de disponer sobre las personas, de disciplinar bajo condiciones específicas, las memorias no cuentan.
Las memorias son constitutivas de nuestro autorreconocimiento como indígenas. Son las que anudan el pasado y el presente, las que hacen hablar a las abuelas y abuelos, a los “tigrillos” del monte, a las hermanas piedras de las pircas que surcan la Canchira, a las aguas que bañan de sueños las crianzas entre humanos y no humanos. Son las que permiten pensar y estar siendo presentes por generaciones en nuestros territorios. Son nuestras verdades legítimas, nuestras “pruebas” de un caminar sostenido entre siglos.
Su papel político como dispositivo afectivo y compromiso vinculante, estimula sentidos de pertenencia renovados sobre lo común. Su alcance, en estos casos, se entiende si las consideramos como una práctica política encarnada en sucesivas luchas transitadas bajo condiciones históricas de subalternización y subordinación. En ellas, los discursos sobre la extinción de los indígenas de Córdoba, siguen operando como escritura cero para invalidar cualquier autoadscripción que reclame el derecho a la diferencia. Por ello las memorias dan pelea.
El tratamiento sobre las memorias en estos casos, transita por andariveles separados. En el dispositivo policial, en el sentido asignado por Rancière (1996), las memorias saben a invención, o sea a un trabajo casi caprichoso de alinear recuerdos y silencios que resultan y produzcan un discurso coherente, y por ende estratégico para fundar los reclamos. El pasado reclamante de derechos se valora por su capacidad para incidir políticamente y por los desacoples muchas veces subversivos y disruptivos que proponen frente a las memorias nacionales y provinciales. Las sospechas sobre su veracidad entonces refieren a su condición histórica de sujetos subalternizados, son “los estanques de barbarie en medio de la población civilizada” como afirmaba el ministro Cárcano2 cuando se privatizaban los territorios comunales a finales del siglo XIX, o bien las comunidades del presente, cuando deben presentar “evidencias históricas, antropológicas y jurídicas” de su presencia continua en un territorio y promover la escucha en los estrados judiciales de “científicos, académicos y representantes del Estado”, para invalidar su sospechada autenticidad. Como se dice en un fallo reciente, importan los argumentos y pruebas a partir de las cuales “queda debidamente acreditada la cuestión indígena en la presente causa”3.
”Piense, excelencia. tantos años aquí y no ha aprendido nada. Piense”, dice el protagonista de la novela, y su voz resuena como un eco que se repite y retumba en cada geografía y en cada momento de la historia común de este continente desde la invasión europea. Sea durante la colonia, o desde que el orden moderno (también colonial, no nos cansaremos de decirlo) se impuso, cuesta que los representantes del estado piensen. No porque no sean capaces de hacerlo. Todos los humanos hemos sido dotados de suficiencia e idoneidad; e incluso, diría Gramsci, todos somos filósofos (2003, p. 7). El pensar al que se refiere Antonio José Bolívar Proaño, es una actitud más trascendental que mundana, pues implica no sólo criteriosidad, humanidad y reflexividad, sino sobre todo empatía y conciencia histórica para con los pueblos indígenas. Los pueblos indígenas lejos estamos de ser culturas inmanentes, comunidades petrificadas o minorías étnicas, y menos aún grupos homogéneos que requerimos una legislación específica. La interculturalidad, como horizonte, implica una refundación del estado. Un barajar y dar de nuevo. Una asunción desde la conciencia histórica de lo que significa la propia etnicidad de eso que llamamos estado nación. Y claramente no se agota, ni en un programa casual, un área de algún burocrático ministerio, una moda académica, un seminario, o una perspectiva analítica. Implica, defendemos, aprender que ese otro para el que se establecen políticas públicas o al que se le asignan derechos, es, al decir de Segato (2016), un vector y un colectivo histórico, rastreable en el tiempo, cuya entidad es multidimensional. Un pueblo, anterior, en nuestro caso, a la misma idea de cordobesidad de la que muchos están tan orgullosos.
La actitud colaborativa de los Shuar, al acercarle al alcalde el cuerpo del buscador de oro muerto por una hembra (en la novela, luego de los primeros sucesos se nos devela que el felino cebado es hembra), es un ejemplo de ese diálogo. Y este accionar, guiado por un pensar situado y profundo, se repite desde hace años, en el continente. La postura de co-laborar implica la asunción de que la convivencia entre pueblos, por más compleja que sea, debe estar cimentada por el mutuo reconocimiento, en términos de equidad y simetría. El estado debe reconocer la entidad histórica que cada pueblo indígena posee, y la resolución de las injusticias históricas y las del presente, deben estar vertebradas por un pensar, que como decíamos, debe ser no sólo reparador sino histórico.
La historia que se cuenta desde los pueblos indígenas en Córdoba está repleta de ejemplos al respecto. Francisco Tulián, a principios del XIX, viajó a la Audiencia de Buenos Aires a dialogar con el virrey Sobremonte para que se reconocieran las tierras comunitarias del pueblo de indios de San Marcos. Félix de la Presentación Reyna y Juan Tulián, y cientos de comuneros más, instaron al ministro Nicolás Berrotarán en 1892 a que conozca su comarca, repleta de árboles frutales y sembradíos, y le repiten “somos una colonia bien trabajada”, como esas, de inmigrantes que sí fueron valorados y reconocidos en términos civilizatorios. Por el mismo tiempo Don Lino Acevedo en La Toma, y el curaca Pedro Ortíz en Cosquín proponen salidas interculturales al proceso de expropiación de tierras de sus territorios, llevado adelante por el estado cordobés. Pareciera que las palabras de Antonio José Bolívar Proaño se hubieran posado en los labios de cada uno de estos líderes indígenas de la Córdoba profunda en diferentes momentos históricos, convidando a los representantes estatales a adoptar una actitud de reconocimiento en los términos interculturales que venimos señalando.
No obstante, vuelven los interrogantes que planteamos hace apenas un instante ¿El ámbito de los derechos, en estados modernos (y aún coloniales) y cuya racionalidad subyacente es profundamente etnocéntrica, es el lugar dónde se solucionarán problemáticas estructurales? ¿Acaso el reconocimiento de la plurinacionalidad, que parece ser una utopía más o menos alcanzable en el mediano plazo, basta para restablecer la justicia entre la población indígena, cuando están probadas las dificultades sobre su acceso y el reconocimiento de sus derechos en el sistema de normas?4
En esta Córdoba contemporánea, ni tan docta ni tan santa como afirmaba Bischoff (1986), tan perpetuada en los sonidos nostalgiosos de sus campanas, que siente gozo ante los itinerarios de su victorias, tributa con renuencia -y convencida de su devenir- a la retórica del parte policial, de la sentencia, como blindaje y reaseguro de su privilegio para decir y decidir. Su debilidad tal vez se encuentre no solo en que no sabe o no quiere sentipensar históricamente, sino en que no conoce las citas secretas entre generaciones, esa fuerza mesiánica como dice Benjamin (1982), en la que el pasado exige derechos, y por qué no justicia.
(*) Comunidad Timoteo Reyna (Pueblo Camiare). Centro de Investigaciones del Instituto de Culturas Aborígenes (CCICA). Universidad Provincial de Córdoba (UPC).
(**) Instituto de Culturas Aborígenes (ICA). Facultad de Filosofía y Humanidades (FFyH) y Facultad de Ciencias de la Comunicación (FCC) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).
1 Generalmente se insta, en ámbitos formales, a resaltar la idea de estado o estado-nación con mayúsculas; de allí que Estado, Estado Nacional o Estado-nación, sean las fórmulas aceptables y habituales. Entendemos, que existe solapadamente en esta forma hegemónica de nominar, una óptica histórica y colonial que posiciona al estado-nación como centro, lugar o metarelato al que todas las historias –concebidas como periféricas- y todos los trayectos de diversos sujetos, deben llegar. Para intentar desnaturalizar ese sentido común, y desensillar anarquistamente al estado, utilizaremos las minúsculas cada vez que debamos nombrarlo.
2 Memoria del Ministro de Gobierno, Justicia y Culto de la Provincia de Córdoba 1886/87.
3 Auto Número 358. Cámara de Apelaciones Civil y Comercial 7ª Nominación de Jesús María, 05/12/23. (SAC)
4 Proyecto de Acceso a la Justicia de Sectores Vulnerables (AJuV) de la Oficina de Derechos Humanos y Justicia del Poder Judicial de Córdoba https://www.justiciacordoba.gob.ar/justiciacordoba/tsj/ddhh_justicia_sectores_vulnerables
Referencia bibliográficas
Benjamin, Walter (1982). Discursos Interrumpidos I. Madrid: Taurus.
BISCHOF, Efraín Urbano (1986). Historia de los barrios de Córdoba, sus leyendas, instituciones y gentes. Córdoba: B. Editores S.R.L.
FOUCAULT, Michel (1992). Microfísica del poder. Madrid: La Piqueta.
GRAMSCI, Antonio (2003). El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
RANCIERE, Jacques. (1996). El desacuerdo. Política y Filosofía. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
SEGATO, Rita Laura (2016). La crítica de la colonialidad en ocho ensayos. Y una antropología por demanda. Buenos Aires: Prometeo.
SEPÚLVEDA, Luis (2003). Un viejo que leía novelas de amor. Barcelona: Tusquets Editores.
ZAPATA SILVA, Claudia (2019). Crisis del multiculturalismo en América Latina. Conflictividad social y respuestas críticas desde el pensamiento político indígena. Bielefeld: CALAS.