Pueblos indígenas y derechos: hacia la reimaginación de nuestro horizonte democrático

Por Magdalena Doyle (*) y Sofía Soria (**)

En Argentina existen treinta y nueve pueblos indígenas reconocidos como tales, y muchos otros luchando por serlo. En las últimas décadas, tanto a nivel nacional como en algunas provincias en particular, el Estado pasó de la indiferencia al reconocimiento y de una fuerte tendencia a la negación y homogenización de estos pueblos a posicionarse —al menos en términos jurídicos— como garante del respeto a su identidad. Para las autoras el desafío es cómo seguir, a cuarenta años de la recuperación democrática y en este particular y crucial contexto electoral: “Si bien la reapertura democrática trajo consigo incuestionables avances, lo que se impone como urgencia es imaginar nuevas escenas estatales, legales y políticas que abran un juego en el que los pueblos indígenas se hagan lugar como sujetxs políticxs con derecho a presencia en escena”, nuevas escenas que permitan a estas comunidades un pasaje de “sujetxs de cultura” a “sujetxs de historia”.

Tensionar el marco, abrir el juego…

En Argentina nos encontramos en una coyuntura signada por la conmemoración de los 40 años de reapertura democrática y por una contienda electoral inédita en muchos aspectos, uno de ellos la puesta en cuestión del sentido mismo de la democracia, de los derechos y el rol del Estado. En este escenario, el lugar político y los derechos de los pueblos indígenas adquieren centralidad en el debate público. No son pocos los discursos que en estos días circulan denostando los derechos instituidos o alertando sobre su eventual inobservancia en caso que algunas opciones electorales logren una mayoría que les permita gestionar nuestra vida en común. Todo esto cobra especial relevancia en un momento en que se vuelve central renovar compromisos sobre lo difícilmente logrado a fuerza de luchas, resistencias y propuestas, luego de oscuros años dictatoriales en los que no hubo lugar para el derecho a la diferencia, la vida y la libertad.

Durante estos 40 años, como país logramos hacer de la democracia un marco y un horizonte que guía nuestra convivencia. Pese a que no todas las personas hacemos de la democracia un objeto de reflexión permanente, no hay duda que es el encuadre más legítimo que asumimos cuando dialogamos acerca de los problemas que nos definen como comunidad. Sin embargo, ante la emergencia de discursos que parecen ponerlo en cuestión, es oportuno detenernos para repensar sus formas y contenidos: arriesgarnos a tensionar, extender y radicalizar sus promesas. Y esto, creemos, debemos hacerlo no tanto desde la comodidad de nuestros mejores sentidos comunes, sino desde la disposición a exponernos a las interpelaciones de quienes todavía siguen luchando por articular una voz en el reparto de las partes de la comunidad (Rancière, 1996).  

Tal vez se trate de exigirnos un poco más y repensar ese encuadre o marco: ¿qué ha podido contener y de qué manera?, ¿qué regímenes de inteligibilidad de los problemas presupone?, ¿cuáles han sido sus aperturas e imposibilidades?, ¿qué de todo ello podemos retener para seguir abriendo diálogos y revertir injusticias estructurales?. Es por esto que una de las cuestiones que se juega hoy es la manera en que nombramos y entendemos los problemas, qué ruidos o voces somos capaces de escuchar para extender y ampliar el juego de nuestra democracia. Los derechos indígenas son un lugar de interpelación para llevar adelante esta apuesta.

En los últimos años asistimos a escenas tan contundentes como dolorosas, por nombrar solo algunas de tantas: la lucha de la Comunidad Qom Potae Napocna Navogoh en 2010 ante el desconocimiento de sus derechos territoriales en Formosa; el asesinato de Rafael Nahuel en 2017 en el contexto de represión policial en la Lof Lafken Winkul Mapu en Río Negro; las demandas que el Tercer Malón de la Paz sostiene actualmente en la ciudad de Buenos Aires ante la arremetida del gobierno de Jujuy. Estas luchas llevan consigo la herida de la represión, el asesinato, el desconocimiento y la indiferencia, lo que no ha significado la disolución de su fuerza sino todo lo contrario, en sus insistencias nos devuelven aprendizajes que debemos recoger con seriedad y compromiso. 

En este marco, buscamos compartir reflexiones surgidas de nuestros caminos compartidos con pueblos, comunidades y organizaciones indígenas que, desde la heterogeneidad de sus luchas, vienen planteando importantes desafíos en torno al modo en que pensamos los derechos y su efectivización. No pretendemos dar certezas, sino más bien exponer algunas preguntas y problemas que nos exigen estar a la altura de este momento histórico: ¿de qué manera las luchas de los pueblos indígenas nos abren a nuevas imaginaciones sobre la democracia?, ¿cómo podemos resignificar “lo que está en juego” a partir de esas luchas? Algo de esto compartimos en estas breves páginas.

De la negación al reconocimiento: reconfiguraciones desde la reapertura democrática 

De acuerdo al Registro Nacional de Comunidades Indígenas del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), actualmente en Argentina hay treinta y nueve pueblos indígenas. Y hay, a la vez, muchos otros pueblos luchando para su reconocimiento como tales. 

Si bien en las últimas décadas a nivel nacional y en algunas provincias se avanzó en la definición de derechos sociales, políticos, económicos y culturales para los pueblos indígenas, el análisis de los índices de pobreza, distribución del ingreso, inserción en el mercado de trabajo, acceso a servicios de salud y educación muestra que la distribución de estos grupos a lo largo del territorio aún coincide con las áreas del país donde se localizan los mayores índices de necesidades básicas insatisfechas. Esta situación se inscribe en una historia de sometimiento de los indígenas por parte del Estado argentino, signada por el genocidio y la negación de existencia de población originaria en este territorio. 

Sin embargo, dentro de esta situación estructural de desigualdad, desde la reapertura democrática pueden reconocerse transformaciones que, a fuerza de luchas de las organizaciones indígenas, abrieron un lento proceso de transformación de las ideas dominantes sobre la constitución de la población de nuestro país y de reconocimiento de algunos derechos en distintos marcos normativos. Así, por ejemplo, en 1985 el Congreso Nacional sancionó la Ley 23.302 sobre Política Indígena y Apoyo a las Comunidades Aborígenes, que comenzó a implementarse en 1989 y aún está vigente. Esa ley, además de crear el INAI, contempla el derecho de las comunidades a obtener los títulos de propiedad de las tierras que habitan y el reconocimiento de su personería jurídica. Algunos años después, en 1992, el Congreso Nacional sancionó la Ley 24.071 que aprobó y adoptó el Convenio 169 de la OIT, donde se reconoce el criterio de autoidentificación indígena para determinar la población sobre la que debe tener alcance la legislación específica; la definición del territorio como la “totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan”; la legitimación del derecho de uso y administración de los recursos naturales que hubiera en sus territorios; y la declaración de la centralidad de la participación indígena en los asuntos que los afecten. Y particularmente, fue central el reconocimiento constitucional de la preexistencia (y los derechos que de ella se desprenden) de estos pueblos en la reforma de la Constitución Nacional en 1994, donde se establece que corresponde al Congreso de la Nación:

Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten… (CN, Art. 75 Inc. 17.)

Tal como plantea Mombello (2002), con esta reforma el Estado reconoció por primera vez la pluralidad constitutiva de la nación y puso en tela de juicio el mito de la Argentina blanca y europea. Así, como primeros pasos en el camino de reconfiguración de los imaginarios hegemónicos, estas transformaciones sintetizan la intención de un cambio de modelo: el Estado pasó de la indiferencia al reconocimiento y de una fuerte tendencia a la negación y homogenización de los pueblos indígenas, a posicionarse, al menos en términos jurídicos, como garante del respeto a su identidad.

Luego de la crisis del 2001, a partir del año 2003 comenzó un nuevo ciclo político en Argentina, donde se pusieron en cuestión las políticas neoliberales que comenzaron a implementarse desde 1976. El Estado retomó un rol protagónico en el desarrollo político, económico y social del país, creando y desplegando medidas inclusivas en términos de justicia social. Briones (2015) plantea que se trató de un período en el que progresivamente se retomaron –aunque con otros acentos– discursos que auguraban el retorno al ideario nacional y popular, ligados de manera simbólica al peronismo de los años cuarenta y, sobre todo, setenta. No obstante, “y como marca de época, la propuesta actual de pertenencia ciudadana recepta de modo peculiar la idea de una diversidad interior que ya no se lee únicamente en términos de clases sociales, como en los años setenta, sino también de diferencias culturales” (Briones, 2015: 28). Este ideario nacional y popular no estuvo libre de tensiones teniendo en cuenta el modelo neodesarrollista dentro del cual se llevaron a cabo aquellas medidas, tal como lo señala esta autora.

Como parte de este proceso, en 2004 se creó el Consejo de Participación Indígena que efectivizó la representación indígena dentro del INAI establecida por la Ley 23.302 de 1985; en 2006 se creó la Dirección de Pueblos Originarios y Recursos Naturales dentro de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable, que inicialmente estuvo a cargo de referentes del movimiento indígena; ese año se promulgó la Ley 26.160, que suspende los desalojos de comunidades indígenas judicializadas y ordena el relevamiento de las tierras de comunidades de todo el país; en 2009 se sancionó la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que canalizó demandas de derecho a la comunicación con identidad; en 2010 se creó el Registro Nacional de Organizaciones de Pueblos Indígenas, entre otras medidas. 

En los años posteriores, durante el gobierno de Mauricio Macri, no sólo se vieron afectadas las medidas redistributivas sino que también muchas políticas estatales se redefinieron hacia un explícito desconocimiento de derechos indígenas, promoviendo en muchos casos la reemergencia de discursos estigmatizantes a través de la figura de “terrorismo”. En ese marco, si bien la lucha de las organizaciones logró una prórroga de la Ley 26.160, no se dispusieron recursos para avanzar en la regularización territorial de las comunidades y en cambio sí se produjeron situaciones de desalojo y fuerte estigmatización de organizaciones que luchan por sus territorios. Finalmente, durante el gobierno de Alberto Fernández, se prorrogó por decreto la prohibición de desalojos de comunidades indígenas, lo cual provocó que actualmente se encuentren en una situación de mayor vulnerabilidad jurídica dada la precariedad de ese marco normativo. Pero simultáneamente se trabajó en el relevamiento de los territorios habitados por las comunidades indígenas para garantizar sus derechos a permanecer en ellos y a contar con el reconocimiento de la propiedad colectiva. A la vez, durante este período en la provincia del Chaco se llevó a cabo el Juicio por la Verdad en la masacre de Napalpí y la justicia federal de esa provincia consideró, por primera vez y sentando un precedente fundamental, que se trató de crímenes de lesa humanidad cometidos en el marco de un genocidio de los pueblos indígenas.

Por su parte, en el contexto de estas distintas transformaciones, muchas comunidades y organizaciones no dejaron de denunciar que actividades como la producción intensiva de soja, la tala de bosques y la minería a gran escala continúan siendo promovidas, y hasta subsidiadas, a pesar de estar destruyendo grandes áreas naturales que históricamente ocupan familias y comunidades. Esto da cuenta de una deuda que el Estado a nivel nacional y en muchas provincias aún mantiene con los pueblos indígenas: tal como plantean Roulet y Garrido (2011), pese a las transformaciones en el plano jurídico y a ciertos avances en términos de derechos sociales, nuestro país todavía adeuda iniciar un proceso de reparación integral en relación al genocidio cometido contra estos pueblos desde el inicio del proceso de colonización. 

Si asumimos esa deuda como desafío, no podemos saldarla sólo desde los marcos de reconocimiento instituidos. La defensa de nuestros horizontes democráticos de convivencia no dependen sólo de la trinchera ganada de las políticas de reconocimiento de los pueblos indígenas como “sujetos de cultura con derecho a” (el territorio, la identidad, la educación, la salud, la memoria), sino también de instancias en las que puedan expresarse como sujetxs políticxs con posibilidad de discutir nociones de territorio, identidad, educación, salud, memoria y buen vivir, aun a riesgo de que nuestras concepciones de diálogo democrático se vean desbordadas. En esta diferencia y desborde, entendemos, se juega la fundamental distinción entre sujetxs de cultura y sujetxs de historia (Rufer, 2016), distinción en la que se juega la posibilidad o imposibilidad de que los pueblos indígenas sean interlocutores legítimos en la imaginación de nuestra vida en común.

Más allá del reconocimiento: imaginar otras escenas democráticas

Lo que nos muestran muchas de las luchas indígenas es una cuestión que se vuelve central en la actual coyuntura: que la disputa por los derechos debe ampliarse e ir más allá del señalamiento de la contradicción entre el reconocimiento formal y su efectivización, en la medida que uno de los nudos pasa también por aquello que Segato (2010) menciona como expropiación del derecho a presencia en escena. El problema pasa en parte por reconocer la ocurrencia histórica de esa expropiación, por repensar las escenas que habilita el juego democrático para revertir o repararla, por discutir la manera en que ese juego hace entrar a sus participantes, por tensionar las escenas de habilitación de la palabra y los mecanismos que permiten o impiden que un ruido se convierta en voz legítima, de lo que depende en parte que una ausencia histórica se haga presente en su radical alteridad. Esto no es más que darnos la posibilidad de debatir la democracia más allá de los marcos de reconocimiento instituidos, de arriesgar una discusión que permita reenmarcamientos, ampliaciones y redefiniciones donde la “desrealización del otro” (Butler, 2010) funcione como pivote de interpelación para reimaginar nuestras aspiraciones democráticas.

Esa expropiación ha significado para los pueblos indígenas múltiples violencias materiales y simbólicas. Si bien, como señalamos, la reapertura democrática trajo consigo incuestionables avances, lo que se impone como urgencia es imaginar nuevas escenas estatales, legales y políticas que abran un juego en el que los pueblos indígenas se hagan lugar como sujetxs políticxs con derecho a presencia en escena. Seguramente podrá aducirse que nuestra vida democrática abrió muchas escenas para la visibilización y se dieron necesarios pisos legales para la legitimidad de las luchas, no cabe dudas que esto es así. Pero, al mismo tiempo, la persistencia de ciertas estructuras (como ese racismo que reemerge cuando los pueblos indígenas se atreven a dar sus disputas desafiando los términos que propone el Estado) nos enfrenta a nuevos desafíos. Porque lo que está en juego allí son los términos en los que damos la discusión sobre nuestra vida en común, de lo que podemos derivar algunas preguntas: ¿qué instituciones, categorías e imaginarios pueden habilitar nuevas escenas de diálogo y disputa por los derechos?, ¿qué marcos de diálogo se han vuelto insuficientes para que quienes han sido expropiados de su derecho a aparecer en escena puedan reconstruir sus memorias y prefigurarse como sujetxs políticxs?, ¿qué nuevos modos de construir políticas de memoria, verdad y justicia pueden garantizar el derecho a presencia en escena de quienes han sido mostrados como los vencidos de la historia? 

 

(*) Docente. Investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

 

(**) Docente. Investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

 


Bibliografía

Briones, Claudia (2015) “Políticas indigenistas en Argentina: entre la hegemonía neoliberal de los años noventa y la “nacional y popular” de la última década”, Antípoda. Revista de Antropología y Arqueología Nº 21, pp. 21-48.

Butler, Judith (2010) Marcos de guerra. Las vidas lloradas. Buenos Aires: Paidós.

Mombello, Laura (2002) Evolución de la política indigenista en Argentina en la década de los noventa. EEUU: CLAPSO, Universidad de Texas. Disponible en: http://lanic.utexas.edu/project/laoap/claspo/dt/0004.pdf 

Rancière, Jacques (1996) El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Nueva Visión.

Roulet, Florencia y Garrido, María Teresa (2011) “El genocidio en la historia: ¿Un anacronismo?”, Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana Vol 1, Nº 2, pp. 1-9.

Rufer, Mario (2016) “El archivo: de la metáfora extractiva a la ruptura poscolonial”, en: Gorbach, Frida y Rufer Mario (coords.) (In)disciplinar la investigación: archivo, trabajo de campo y escritura. México: Siglo XXI.

Segato, Rita (2010) “Los cauces profundos de la raza latinoamericana: una relectura del mestizaje, Crítica y Emancipación, Año II, N° 3, pp. 11-44.

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