¿Puede la belleza ser una categoría política?

Por Ariel Gómez Ponce (*)

Aceptar, como lo hace nuestro imaginario, que Brad Pitt es el hombre más atractivo, es una afirmación que reclama, al menos, algunas reflexiones. El autor (docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC) propone interpelar esta idea, considerando que el cuerpo es una aduana en donde las culturas populares confrontan y polemizan sus contradicciones. Ocurre que el modelo de belleza que promoviera el actor hollywoodense, ese que el mercado fagocita y devuelve en serie, se vuelve significativo porque, en su repetición insistente, transmite sentidos sobre el modo en que la cultura ha reificado la sexualidad masculina. Sin embargo, Ariel Gómez Ponce propone revisar otros derroteros históricos a fines de arriesgar que, en sus orígenes, dicha objetivación habría cumplido una interesante función política, la cual no puede pensarse fuera de algunos momentos decisivos para la transgresión homosexual.

 

Brad Pitt es el hombre más atractivo que existe. O, al menos, así lo ha sentenciado dos veces la revista People, cuando el actor estadounidense, valuado en oro por la industria cultural de finales de siglo pasado, regía la cima del imperio hollywoodense. Desde entonces, la cultura lleva tres décadas hablando de Brad Pitt en una discursividad incesante que se ocupa de recordar sus filmes taquilleros, sus avatares amorosos (Brangelina -síntesis de su matrimonio con Angelina Jolie – fue un nuevo modelo de familia posmoderna que amalgama diversidad y glamour, y uno de los romances mediáticos más publicitados) y, sobre todo, su estatus de sex-symbol. Ante esta efervescencia, Christopher Schaberg y Robert Bennett (2014) intuyen que el desenlace del siglo XX puede comprenderse cabalmente cuando se lo afronta en términos de una “lógica cultural de Brad Pitt”:

Pitt ilustra muchas de las tensiones culturales que emergen en nuestra era posmoderna. Representa la masculinidad blanca norteamericana y los variados estados de crisis sus personajes generalmente encarnan complejos agenciamientos posmodernos: nunca son del todo coherentes, suelen ser autodestructivos y, normalmente, caen en una amplia cantidad de fricciones (entre la estabilidad y la inestabilidad, vida y muerte, control y abandono). Al tiempo que reafirma y problematiza los códigos hegemónicos de raza, clase, género e identidad nacional, [Brad Pitt] explora el complejo y dinámico paisaje cultural del fin de siglo (2014:23, traducción del autor).

Si bien la afirmación puede resultar un tanto exagerada, es indudable que Brad Pitt ha devenido un lugar común de la posmodernidad: paradigma de aquello que la cultura popular y el mercado hoy consideran una belleza que se pretende universal. Rostros efébicos y barbilampiños, ojos diáfanos, cabellos rubicundos y, fundamentalmente, musculatura tonificada: un estándar de masculinidad que Brad Pitt edifica y que el cuerpo social idealiza. Como es sabido, la construcción de los géneros se sostiene en un conjunto de condiciones que deben cumplirse más allá de aquello que la semiótica de los cuerpos proporciona y, en tal sentido, el “modelo Pitt” se vuelve significativo porque, en su acumulación y repetición insistente, transmite algo más: el modo en que la cultura ha reificado la sexualidad masculina. Pero corresponde precisar que, en sus orígenes, dicha objetivación cumplía una interesante función política que quisiera recuperar en este escrito.

Para quienes queman inciensos en los altares de la academia, podrá parecer débil la idea de que la mera presencia física de una celebridad como Brad Pitt permita desplegar tamaña lectura cultural. Pero, desde Mikhail Bakhtin (1984[1965]), sabemos que el cuerpo es una aduana en donde se negocian sentidos, frontera compleja en la cual las culturas confrontan y polemizan sus contradicciones. Para Bakhtin, la razón era obvia: el cuerpo transfiere a un plano material sentidos ideales y abstractos, corporizando mutaciones culturales que están en marcha, y también señalando los límites de lo significable en todo cambio epocal.

Nada novedoso sería afirmar que, desde mediados de siglo XX, los medios masivos de comunicación han colaborado en legitimar imágenes del cuerpo, reforzando estereotipos de roles sexuales y estándares de belleza, devenidos objetos de mercado. A fin de cuentas, nuestra sociedad de consumo ha sido la que le ha otorgado validez a la hipótesis de Guy Debord (2018[1967]): la imagen es la forma final de reificación de la mercancía. Diría que son los lenguajes digitales los que hoy cumplen esa función, operando sin fisuras sobre la organización de los cuerpos en sus formas dominantes y residuales. Proponen categorías idealizadas y, por ejemplo, una rápida inspección por algunos sitios del porno mainstream o hashtags de OnlyFans deja inventariar el extenso horizonte de posibilidades y expectativas del cuerpo masculino. De allí que John Mercer (2017:15) prefiera hablar de una “masculinidad saturada”, en tanto observa un caudal de distinciones que, colapsadas unas sobre otras, exponen múltiples modos paralelos a través de los cuales se erotizan rangos etarios, raciales, prácticas y estilos.

Pero, si bien la producción necesaria para alimentar a un espectador ansioso por la novedad debe ser incesante, e incluso cuando cada parcela social se halla reglada por su propio atractivo físico (Cfr. Kenny y Gackstetter Nichols, 2017), creo conveniente subrayar que esta heterogeneidad trata con revestimientos bajo los cuales se imponen, en mayor o menor medida, ciertas hegemonías de la corporalidad. Algo de ello advirtió el filósofo Yves Michaud (2006) cuando sugirió la existencia de tres registros que hacen al imaginario corporal del siglo XX: el cuerpo desfigurado, el mecanizado y el bello. Para decirlo brevemente, mientras el primero ilustra la dominancia de imágenes de guerra y campos de concentración (como también el aluvión de monstruosidades que gesta el cine de terror), y el segundo responde a la cultura del deporte y del atletismo, el cuerpo bello es, por su parte, aquel explotado por los medios masivos y alentado por el sistema de la moda.

Por definición, este último despliega una iconografía centrada en el reconocimiento de signos externos y, por ende, le otorga sentidos muy específicos a la morfología (salud, fuerza y poder). En el caso del sujeto masculino, trata con aquello que Umberto Eco (2004:19) sintetiza como el “Adonis desnudo”: ideal de musculatura y belleza, fundado por la antigua Grecia, reafirmado por el Clasicismo y, luego, mercantilizado por la cultura de masas. En torno a esta larga tradición de cuerpo adónico (que el semiólogo italiano traza desde los Discóbolos griegos hasta llegar a celebridades como David Beckham y el mismo Brad Pitt), se enraíza la belleza masculina como categoría estética del posmodernismo: una corporalidad esbelta, muscular y mesomorfa (torsos sólidos, hombros anchos, cinturas estrechas).

Lo cierto es que avatares más recientes mapearán otra trayectoria para este imaginario, en un giro que no puede pensarse exento de tecnologías que operaron sobre la representación de las sexualidades porque “el arte del siglo XX nos muestra del cuerpo lo que las técnicas de visualización han permitido” (Michaud, 2006:401). Precisamente, es bajo el lente de la cámara (primero fotográfica y, luego, cinematográfica) en donde este modelo adónico florecerá, de la mano de algunas textualidades que hicieron del cuerpo masculino un objeto de culto, allá por los años 50. Importan aquí las revistas beefcake: publicaciones dedicadas a reunir fotografías de jóvenes desnudos o semidesnudos cuyos cuerpos trabajados posaban y se ejercitaban ante la cámara. Physique Pictorial (1951) o la legendaria Athletic Model Guild (1945) de Bob Mizer son ejemplos de estos magazines de poca tirada y entrega domiciliaria, por la que pasaron más de diez mil hombres, incluyendo celebridades de la talla de Arnold Schwarzenegger. Estas fotografías beefcake exhibieron cómo la cultura fitness de los Estados Unidos se expandía paulatinamente, transformando en modelo de belleza a la figura del físico-culturista: ese otro imaginario del que habla Michaud y que celebra un cuerpo calibrado y perfeccionado mediante biotecnologías (esteroides, suplementos, aparatos de musculación).

Pero lo interesante es que esta espectacularización del cuerpo masculino se da en las fisuras de una sociedad conservadora, agobiada por la “guerra cultural” de un Estado paranoico cuya cacería política hostigó por igual a comunistas, homosexuales y cualquier otra desviación social (Eskridge, 2009). Como los calendarios de mujeres desnudas (distribuidos durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial como un “apoyo logístico para las tropas”, Preciado, 2010:25), el beefcake representa un punto de fuga bajo la aparente promoción de un estilo de vida fitness, permitiéndole al público gay admirar y fetichizar cuerpos esculturales sin moverse del hogar y sin arriesgarse al escarnio público. Paul B. Preciado (2010) ha señalado ya que la aparición de Playboy parece haber allanado el terreno para la concreción de estas nuevas prácticas en el consumo imágenes que conjuran toda una economía del deseo en la cultura popular. Pero, mientras los desnudos femeninos de la revista de Hugh Hefner se congraciaban con cierto margen de circulación frente a las leyes anti obscenidad vigentes, la pornografía homosexual deberá esperar varias décadas para su libre desenvolvimiento.

Podría objetarse que, por su nivel de explicitación, los beefcake se encuentran más cerca del erotismo que de la pornografía propiamente dicha. Sin embargo, esta suerte de catálogos masculinos funcionó como un primer atelier que cinceló ideales físicos antes de que la cultura gay tuviera un “suelo común” (Escoffier, 2009:16). Como un proto-porno que preludia las convulsiones sociales y los movimientos activistas inaugurados en Stonewall, brindó un lugar confortable e imprevisto para la exploración segura del deseo a través de la mirada. Una premisa cobra forma aquí, cuando se piensa que este modelo de corporalidad pregnó porque permaneció durante décadas en un circuito cerrado y en las sombras del consumo doméstico, aislado de toda competencia y contraste. En cierto modo, la censura de la época habría allanado el terreno para que los cuerpos con abdominales pronunciados, torsos definidos y brazos y piernas marcados organizaran su imperio, casi sin posibilidad de dar lugar a una disidencia.

El cuerpo de Brad Pitt, perfecto antes los ojos de la cultura popular, no hace más que reponer este ideal gestado casi en las napas de lo masivo: algo que, mutatis mutandis1, los medios tornearon en un delicado pero intempestivo trabajo de alfarería que alcanza su máxima expresión en este actor que cobró relevancia cuando la globalización impuso sus reglas. Lo que décadas atrás fuera un momento decisivo para la transgresión homosexual y un instrumento para la pedagogía de la aceptación, en la actualidad podría ser leído como el capítulo final del cuerpo bello como categoría política y contestataria, hoy ya evanescente. Ahora, más que nunca, es el mercado la institución que regula las condiciones de producción de lo simbólico sobre los cuerpos, y las bellezas bradpitteanas se imponen, conquistando esos territorios ferozmente jerarquizados donde circula la producción de sentido que hacen a las sexualidades. Ahí, en este mercado simbólico, toda desigualdad es pasible de ser acallada.

La historia, empero, fue otra, y hubo un tiempo en que el modelo de belleza masculina, muscular y fitness, pudo develar lo que, en otras esferas, debía permanecer velado. Disolviendo una distancia entre lo público y lo privado, prometió cierta preparación cultural antes de que la explotación de la sexualidad en las redes fuese moneda corriente. Quizá, por ello, tiempo atrás Fredric Jameson (2007[1991]:151) intuyó que, aunque toda belleza es meretriz, incluso en una sociedad marcada por la herida de la mercantilización, ella puede devenir una potente arma de resistencia: la historia, según sus palabras, nos ha demostrado que “ha habido momentos y situaciones en los cuales la conquista de la belleza ha sido un acto político desgarrador”. Es un hilo de Ariadna difícil de ovillar, si no eludimos el desdén hacia esas formas de la cultura popular que, finalmente, son ese sismógrafo sensible a las tendencias socioculturales que se producen bajo el velo del mercado.


Filmografía recomendada

Esta lectura puede acompañarse con el visionado de cuatro películas protagonizadas por Brad Pitt, cada una capaz de revelar la permanencia de un mismo modelo corporal que, empero, contiene el potencial despertar parcelas muy distintas de la memoria (y demostrar, a su vez, que este actor no es solo “una cara bonita”): Thelma & Louise, dirigida por Ridley Scott y estrenada hacia 1992, en donde la aventura de estas amigas agobiadas por la rutina se ve intervenida por un joven y embaucador sureño que despampana a una de ellas; Interview with the Vampire, obra maestra Neil Jordan que, en 1994, se sirve del cuerpo bradpitteano para revitalizar esa figura de larga tradición, etérea y andrógina, que es el vampiro; Fight Club (Fincher, 1999), aquel filme que hoy bien puede considerarse el paradigma de la violencia y la euforia posmoderna, sintetizada cabalmente en la figura de Pitt; y Babel, bella oda a la interculturalidad que dirigió Alejandro González Iñárritu en 2006, forjando una historia coral en donde asedia uno de los peores rostros de la globalización.

(*) Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) e investigador de la Facultad en el Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad (CIECS – CONICET) de la Universidad Nacional de Córdoba. arielgomezponce@unc.edu.ar


Referencias bibliográficas

Bakhtin, M. (1984[1965]). La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Madrid: Alianza.

Debord, G. (2018[1962]). La sociedad del espectáculo. Buenos Aires: La Marca Editora.

Eco, U.(2004). Historia de la belleza. Barcelona: Lumen.

Escoffier, J. (2009). Bigger the Life. The History of Gay Porn Cinema from Beefcake to Hardcore. Filadelfia: Running Press.

Eskridge, W. N. (2009). Gaylaw: Challenging the Apartheid of the Closet. Londres: Harvard University Press.

Gómez Ponce, A. (2021). “Mikhail Bakhtin presents… Joe Dallesandro. Del cuerpo grotesco y sus sentidos en la posmodernidad”. En: Miranda, R. y Lell, H. (comp.). Persona, cuerpos y discursos. Aportes interdisciplinarios sobre un concepto variable. Buenos Aires: Editorial Olejnik, pp. 185-203.

Kenny, E. y Gackstetter Nichols, E. (2017). Beauty around the World: A Cultural Encyclopedia. New York: ABC-Clio.

Jameson, F. (2007[1991]). Signaturas de lo visible. Buenos Aires: Prometo.

Michaud, Y. (2006). “El cuerpo y las artes visuales”. En: Courtine, J.J. [Dir.]. Historia del cuerpo. Las mutaciones de la mirada. El siglo XX. Volumen 3. Barcelona: Santillana, pp. 401-420.

Mercer, J. (2017). Gay Pornography: Representations of Sexuality and Masculinity. Londres: IB Tauris.

Preciado, P. B. (2010). Pornotopía: Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la Guerra Fría. Barcelona: Anagrama.

Schaberg, Ch. y Bennett, R. (2014). Deconstructing Brad Pitt. New York: Blumsbury Publishing.


1 No puede olvidarse, empero, que Brad Pitt se impuso además por su modo de recuperar otra tradición de largo aliento: la adoración fetichista de los rostros rubicundos y pueriles, cuestión de larga tradición en la cultura occidental a partir de la figura de Efebo, pero que, más cerca en el tiempo, se revitaliza hacia finales de los 60 de la mano de un modelo de belleza andrógino que actores como Joe Dallesandro imponen con su ambigüedad reacia a los estándares de virilidad vigentes, precisamente en un periodo histórico en el que la cultura estadounidense se encontraba reescribiendo las reglas de la sexualidad. Al respecto, véase Gómez Ponce, 2021.

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