Ser o no ser. Reflexiones sobre la ¿generación espontánea? de los pueblos indígenas en los censos nacionales de población

Por Matías Yanniccari (*)

Si de acuerdo al censo nacional de 1914 ya no existían en Argentina “tribus alzadas” y el número de pobladores indígenas era claramente inferior al declarado en 1869, ¿cómo es posible que desde 2001 esta cifra haya aumentado y alcanzado su máximo valor histórico en 2022, con más de un millón de personas autorreconocidas como indígenas? A partir de esa paradójica situación, el autor propone una explicación: “Los pueblos indígenas nunca desaparecieron para volver a reaparecer. Simplemente no encajaron en el relato de construcción de la identidad nacional argentina”.

En la filosofía clásica, la palabra identidad se utilizaba en referencia a la raíz etimológica del vocablo en latín “identitas”, que significa “igual a uno mismo” o “ser uno mismo”. El interrogante ¿qué nos hace “ser uno mismo”?, en este sentido, se plantea como una pregunta abierta y, muchas veces, difícil de responder. En varias ocasiones me pasó de quedar sin palabras al llamar a un número telefónico y oír del otro lado de la línea la pregunta “¿quién es?”. ¿Alcanzará con responder cómo me llamo? ¿Le interesará al receptor de la llamada saber cuáles son mis preferencias musicales, futbolísticas, los preceptos éticos y morales que guían mi conducta o, incluso, saber cómo me veo?

Cuando hablamos de la construcción de identidades, no solamente referimos a la construcción de la identidad personal de un individuo. A diferente escala y con otros mecanismos de construcción identitaria en juego, el proceso también encuentra su correlato en las identidades colectivas. Las identidades colectivas surgen a partir de aquellos elementos identitarios que establecen un componente de igualdad entre todos los individuos que comparten un mismo grupo.

Una identidad colectiva con la que —al menos la mayoría de— las personas que habitan en el país se sienten identificadas, por ejemplo, es la identidad nacional argentina. Y esta identificación no es casual. La identidad nacional se construyó con el propósito de representar a la mayoría de las personas que habitan el territorio y posibilitar la existencia de un Estado-Nación.

La calle más larga, el río más ancho, símbolos como la bandera y la escarapela, el Himno Nacional, el folklore, los imponentes edificios estatales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La identidad nacional se hace notar donde sea que posemos la mirada a través de estos y otros instrumentos. Basta con haber estado presente en los festejos por la última Copa América para entender de lo que hablo. Tal como supo cantar Rodrigo Bueno: sin importar raza, religión ni color, todas las personas asistentes se volvieron una al grito eufórico de “dale campeón”, mientras los pabellones celestes y blancos flameaban en la explanada del Patio Olmos durante esa fría noche del quince de julio del 2024.

El inicio del proceso de construcción de la identidad argentina se remonta al siglo XIX y su devenir histórico se vio influenciado desde los inicios por los procesos sociales y políticos que tuvieron lugar en el marco de la consolidación de un Estado-Nación-Territorio. Tras romper las cadenas que nos ligaban a España y haber logrado la Independencia luego de largos años de dominio colonial, había llegado el momento de preguntarnos ¿quiénes somos los argentinos? Y sin un territorio, un Estado y una identidad nacional definidas, una triada que aquí preferimos observar como un conjunto inseparable que, de ahora en adelante, denominaremos la matriz Estado-Nación-Territorio, la respuesta a esta pregunta no fue inmediata.

De esta manera, la identidad nacional argentina se construyó con una intencionalidad clara. Primero, para definir qué hace ser argentinos a los argentinos, en un periodo histórico donde esto se volvía necesario para la construcción del Estado Nacional. Pero también, para establecer una distinción clara entre los argentinos y los no argentinos. De esta manera, la idea de que un argentino es un argentino y no es un francés, un inglés o un español tomaba cada vez más fuerza. Esto era fundamental también para formar una suerte de “pegamento social” en lo que era -y aún sin tener la superficie que tiene el día de hoy- un vasto territorio nacional. El denominador común de dos personas que habitaran los dos puntos más recónditos del país, entonces, sería el ser argentinos.

Pero además de distinguir a los argentinos de las personas que habitan en otros Estados, la identidad nacional también cumple el papel de establecer una diferencia de los “otros” que viven fronteras adentro. Los inmigrantes que llegaron a suelo argentino a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, por ejemplo, fueron considerados en cierta medida como una otredad interna. No eran argentinos, sino que eran catalogados como italianos, españoles o franceses que vivían en Argentina.

Sin embargo, fueron los pueblos indígenas los considerados como la otredad interna máxima, aquella otredad contra la cual se construiría la identidad nacional argentina. El discurso social hegemónico de la época estaba salpicado por una narrativa positivista evolucionista que alimentaba la dicotomía sarmientina entre la civilización y la barbarie. Por definición, un argentino no podía ser un indio y un indio no podía ser un argentino. Son la cara y la contracara de una misma moneda. Y aunque las élites conservadoras dentro del Estado no fueron los únicos actores que intervinieron en la (re)producción de este tipo de discursos, sí fueron uno de los más importantes a la hora de dar forma a la identidad nacional.

El discurso social hegemónico planteó a la argentinidad y a la aboriginalidad como polos opuestos, y esta distancia sólo podía salvarse mediante la asimilación. Puesto en otras palabras, la brecha entre argentinidad y aboriginalidad se podía cerrar si al indio se le quitaba su identidad de indio. Y en algunos casos esto fue posible. En las provincias viejas, aquellas heredadas del Virreinato del Río de la Plata, como Córdoba, Tucumán o Santiago del Estero, donde la presencia estatal ya era una realidad, el Estado Nacional desplegó todo su aparato homogeneizador para que todos aquellos que vivieran en estos territorios fueran argentinos.

Ahora bien, ¿qué sucedía con el territorio nacional donde el control estatal no estaba aún afianzado, como las regiones de Pampa-Patagonia y Chaco? Aquí la realidad era diferente. Este territorio era considerado desierto, el elemento opuesto a la civilización por excelencia. Y sus habitantes, según la terminología de la época, indios. Indios que, según el discurso social hegemónico, eran el principal obstáculo para incorporar estas tierras a la civilización.

Dado que la presencia estatal en el territorio pretendido no estaba consolidada, la asimilación de los pueblos indígenas que habitaban allí era imposible. La invisibilización de los pueblos indígenas aquí no sería sólo discursiva. La línea que separa la argentinidad y la aboriginalidad, en estos casos, fue dibujada por medio de la denominada Campaña al Desierto encabezada por Julio A. Roca entre 1878 y 1885, y la Conquista del Chaco, que comenzó en 1884 y finalizó oficialmente en 1917.

De esta manera, en la construcción de la identidad nacional argentina, el Estado puso en juego distintas prácticas materiales y discursivas que, a la vez que le abrían la puerta de la nación a algunos sectores de la población, también se las cerraba a otros. En el plano discursivo, uno de los elementos más determinantes para construir una imagen hegemónica de la población del Estado-Nación-Territorio argentino fueron los censos de población. Desde las variables que se miden y cómo se definen, hasta la forma en la que se presentan los resultados, las prácticas estadísticas censales están intermediadas por el discurso social hegemónico.

En el marco de la consolidación de la matriz Estado-Nación-Territorio y la consecuente asimilación o negación discursiva -y material-, los pueblos indígenas en los censos de población no fueron distinguidos como un componente poblacional más. A diferencia de, por ejemplo, los individuos extranjeros que habitaban el país al momento de ser empadronados, los criterios estadísticos utilizados para cuantificar o estimar a la población indígena respondieron a lógicas discursivas específicas. Esto condujo a la invisibilización estadística de la mayor parte de la población indígena en Argentina.

La invisibilización estadística censal fue así una de las herramientas de las que el Estado Nacional hizo uso para darle forma a la población argentina. Cuando comencé la lectura de los gruesos volúmenes con los resultados de los primeros tres censos nacionales de población, relevados en 1869, 1895 y 1914 respectivamente, pude notar que el discurso estadístico censal establecía una diferencia entre los pueblos indígenas de las provincias viejas y de los territorios nacionales pretendidos. Para la estadística decimonónica, no era lo mismo ser un indígena “civilizado” que habitaba en un territorio bajo control estatal que ser un habitante nómade del desierto. Podemos hablar entonces de aboriginalidades, dado que existían más de una identidad aborigen, y estas diferían según el territorio en el que se encontraran.

A medida que continuaba con la lectura de los resultados de los censos, más interrogantes atravesaban mis pensamientos. ¿Por qué en 1869 había 5 indios en Córdoba y 3 en Tucumán, mientras que en los territorios de Pampa-Patagonia había 44.847? Tras reflexionar sobre lo que estas cifras indicaban, entendí que lo importante no eran los números en sí mismos. Lo importante es el mensaje que esos números transmiten: donde el Estado Nacional argentino está presente, el territorio es habitado por argentinos. Por el contrario, en los territorios que escapan al control estatal se concentra la mayor parte de la población indígena.

Esta situación de (in)visibilidad estadística que perduró durante la mayor parte de la historia estadística oficial puede entenderse como el producto del discurso social hegemónico que intervino en la construcción de la identidad nacional argentina y las aboriginalidades. Más allá de las limitaciones técnicas como el uso de una grilla que por sus principios liberales de igualdad no incluía variables étnicas, o logísticas, como la dificultad de acceso a determinados territorios, es notable cómo la construcción discursiva de la figura del indio fue mutando en los tres primeros censos de población a medida que avanzaba la consolidación de la matriz Estado-Nación-Territorio. De ser el enemigo más débil en 1869 a extinguirse por el grado de civilización alcanzado por la República Argentina en 1914.

No fue sino hasta el Censo Nacional de Población, Hogares y Vivienda 2001, el noveno, relevado 132 años después del Primer Censo de 1869, que en Argentina se comenzó a cuantificar la población indígena en términos de igualdad estadística. Y, a diferencia de los censos anteriores, a partir de 2001 se incorporó el criterio de la auto adscripción, es decir, los individuos censados pueden declarar su pertenencia a un pueblo indígena.

En términos comparativos, las cifras relativas al número de individuos pertenecientes a pueblos indígenas en los tres primeros y tres últimos censos nacionales de población que mostramos a continuación dan cuenta de este cambio de criterio.

Al observar estos datos nos surge una pregunta que parece no cuadrar con lo que fue por mucho tiempo el relato oficial de la historia argentina. Si, tal como se explicaba en el Tercer Censo, para 1914 ya no existían en la República las tribus alzadas que en otro tiempo substraían una parte del territorio nacional a la población y al trabajo, y el número de pobladores indígenas era claramente inferior al declarado en 1869, ¿cómo es posible que desde 2001 esta cifra sólo haya aumentado y haya alcanzado su máximo valor histórico en 2022 con más de un millón de personas autorreconocidas como indígenas?

En una reversión del discurso social hegemónico negador de la aboriginalidad, en los últimos años Argentina vio surgir nominaciones como la de “indios truchos”1. Y, como si se tratara de un deja vú, estas prácticas discursivas estuvieron de nuevo estrechamente asociadas a dos temáticas sobre las que hablamos a lo largo de estas líneas: la identidad nacional y el territorio.

Especialmente desde 2006, momento en que se sancionó la Ley 26.160 con el objetivo de introducir regulaciones territoriales para los pueblos indígenas, comenzaron a aparecer nuevamente en el discurso social acusaciones de “falsedad identitaria”. Y como todo discurso sirve como fundamento para la ejecución de prácticas materiales concretas. Sin ir más lejos, nos encontramos con noticias como la del plan que inició el gobierno nacional en mayo de 2024 para recuperar tierras entregadas a la comunidad mapuche durante la gestión presidencial anterior.2

La transición de una situación de invisibilidad cuasi absoluta a la inclusión de variables estadísticas para la autoadscripción es sólo un primer paso para la reivindicación de la identidad indígena. Aunque en los últimos años se han efectuado avances significativos en esta dirección, es innegable que aún queda un largo camino por recorrer en materia de reconocimiento y garantía de goce de derechos. El reconocerse miembro de un pueblo indígena en un censo de población, hasta ahora, ha sido más una reivindicación histórica que, por ejemplo, un insumo estadístico para el diseño de políticas públicas específicas.

Esta aparente generación espontánea de los pueblos indígenas, en realidad no tiene nada de espontánea. Los pueblos indígenas nunca desaparecieron para volver a reaparecer. Simplemente no encajaron en el relato de construcción de la identidad nacional argentina. Porque, como expresó el ex presidente Alberto Fernández en ocasión de una conferencia3 con su par español Pedro Sánchez, los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los barcos que venían de Europa, y así construimos nuestra sociedad.

(*) Egresado de la Licenciatura en Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).

 


1 “El verso del indio trucho”, por Noelia Enriz, para Revista Anfibia. Disponible en https://www.revistaanfibia.com/verso-del-indio-trucho-2/

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