Por Javier Cristiano (*)
La contención de la violencia, de la arbitrariedad y de la irracionalidad no son estados espontáneos de las sociedades. Son logros civilizatorios complejos, que requieren renovación permanente y que siempre están amenazados en alguna medida. La emergencia de un fenómeno como el de Javier Milei lo recuerda dramáticamente y plantea una pregunta urgente: qué aspectos de nuestra sociedad pueden estar contribuyendo a resquebrajar ese logro, que en Argentina confluye con nuestro más largo período de estabilidad democrática. En lo que sigue propongo algunas hipótesis que deben leerse a partir de un dato más básico y general: una parte del poder económico ha llegado a la conclusión de que sus intereses se defienden mejor en contextos autoritarios y ha decidido actuar en consecuencia. Cualquier sutileza analítica va después de esta constatación política.
1. Los cuarenta años de democracia implican que una buena cantidad de los argentinos no han tenido experiencia directa ni del horror de la dictadura, ni del largo ciclo de arbitrariedad y violencia que lo precedió desde 1955. El inmenso trabajo de Madres, Abuelas e Hijos, y de las políticas de la memoria en general, no puede evitar lo que conlleva el tiempo y la diferencia entre experiencia directa e indirecta, entre lo que compromete la propia vida y lo que no. Esto no quiere decir que haya una distribución generacional de estas sensibilidades; quiere decir, simplemente, que el trabajo civilizatorio de mantener a raya la violencia corre contra el tiempo y debe renovarse cada vez con más intensidad.
2. Cuanto más sufre una sociedad, peor dispuesta está para la mesura. Esto es intuitivamente obvio pero conviene observarlo en detalle, en particular el hecho de que es un padecimiento silencioso —no tiene formas institucionalizadas de expresión, mucho menos de contención—, heterogéneo, cuantitativamente muy grande y muy prolongado en el tiempo. Detrás de las crisis económicas hay siempre un magma de negatividad que incluye el miedo, la desesperación, la humillación, las identidades rotas, los proyectos truncos, el resentimiento, la culpa, fenómenos de los que difícilmente puedan esperarse efectos virtuosos sobre las instituciones y la política.
3. En tercer lugar está la estructura del espacio público, en particular la que surge de su mediación tecnológica. El hecho de que el propio Milei sea un producto de la televisión, surgido de horas y horas de pantalla que ningún productor podría justificar desde el decoro profesional, nos recuerda el carácter oligopólico de la estructura de medios de Argentina y el desajuste que implica entre sus intereses y los de las mayorías. Nunca se insistirá demasiado sobre esto y sobre el daño que produce a la democracia. Pero también están las redes, un mundo más heterogéneo en sus consecuencias, pero que contribuye al menos de cuatro maneras al deterioro de lo público: reforzando particularismos (interacciones cerradas que confirman creencias); banalizando la palabra y la argumentación (decir lo que sea sin costo alguno); habilitando extravagancias (terraplanismos sanitarios, políticos, sociológicos, económicos, etcétera); y ofreciendo opciones cada vez más sofisticadas para la confusión y el engaño (desde las fake news hasta la inteligencia artificial).
4. El cuarto aspecto se refiere a los embates que el capitalismo plantea hoy a la democracia. Bajo la superficie de la crisis económica y, por cierto, de todo lo que debe a la singularidad de la economía argentina y de su gestión política, hay cuatro características del capitalismo que amenazan estructuralmente a la democracia. Uno es que cada vez puede y podrá cumplir menos su promesa de integración mediante el trabajo. La tecnología ha llegado al punto sin retorno en el que la producción depende de procesos automáticos que requieren cada vez menos trabajadores, algo que los datos mundiales del desempleo muestran nítidamente y que la ideología del emprendedorismo reconoce como punto de partida. Este hecho se refuerza con el carácter financiero del capitalismo actual, que implica la capacidad de obtener ganancias con la simple movilidad virtual, sin las molestias de la producción y del trabajo y a resguardo de las regulaciones estatales. Tercero, el capital nunca tuvo tanto poder sobre el Estado, y el Estado nunca fue tan impotente ante el capital. Por la misma capacidad que tiene de moverse a la velocidad de los bits, pero sobre todo por un nivel de concentración que ridiculiza las desigualdades de cualquier sociedad precedente. Todo esto es un mix de alto riesgo político, porque la inmensa mayoría de las personas cifra en el gobierno las expectativas de mejora económica, lo que supone deterioros rápidos de la legitimidad y fomenta tentaciones autoritarias.
5. Luego está la cuestión más amplia que podría describirse como crisis de orientación. Consiste en el hecho de que nuestros valores, visiones del mundo y esquemas de interpretación se han vuelto tendencialmente inseguros e inestables, lo que los hace menos eficaces para actuar y comprender y también para cohesionar la sociedad. Las razones de este fenómeno son muchas, pero la más inmediata es la complejidad de la vida social y la velocidad de sus cambios. En un par de décadas hemos pasado de una sociabilidad próxima, cuyas referencias eran espaciales y directas, a unas coordenadas mundiales que apenas podemos dimensionar. El mundo digital ofrece un indicio práctico de esa infinitud: satura cualquier capacidad de registro que no se limite a ámbitos muy acotados. Y a ello se agrega que tenemos la sensación de estar cada vez más seguido en un contexto desconocido, que tiene poco que ver con lo que sabemos y entendemos y que se proyecta también sobre el futuro. El efecto de todo esto es un clima de duda, incertidumbre y relativismo que puede alcanzar y de hecho alcanza a las certezas democráticas.
6. Finalmente, hay tres fenómenos que pueden considerarse parte de la crisis de orientación, pero que la exceden. Uno es el deterioro cualitativo de los recursos de interpretación de la sociedad, de la historia y de la política. No puede generalizarse y debe matizarse empíricamente pero indudablemente ha acontecido, primero con la dictadura y más recientemente con la espectacularización televisiva, la crisis de la educación y el vale todo de las redes, un retroceso notorio de la ilustración sociológica e histórica. La ignorancia de que hace alarde Milei es solo una muestra condensada, tanto del hecho como de sus efectos.
7. Luego está la anomia, más precisamente los discursos sobre ella y sus efectos subjetivos. El modo en que las derechas mediáticas han instalado la asociación de la política con la corrupción tiene efectos devastadores, no solo sobre la legitimidad de los gobiernos, que se han vuelto extremadamente vulnerables en este aspecto, sino de la propia política como actividad compleja e insustituible de gestión de lo común. La idea de que somos como sociedad incapaces de evitar que el interés económico individual contamine a la política fomenta la tentación autoritaria por excelencia: reemplazarla por una actividad técnica, imaginariamente eficiente y aséptica, que está exactamente en las antípodas de la democracia.
8. Por último, hay que prestar atención a los modos en que se construyen las sensibilidades respecto de la violencia. Muy lejos de ser un estado de cosas natural, la conmoción ante el sufrimiento físico de otras personas es producto de una socialización que tiene muchas postas y requisitos, pero también muchas fuentes de amenaza y degeneración. La negatividad del sufrimiento es una, sin duda, pero también la familiaridad con su consumación, sea indirecta (el aprestamiento cultural que posibilita el mundo digital, por ejemplo) o directa (el Covid fue entre otras cosas una experiencia masiva de proximidad del sufrimiento, y la muerte y sus efectos están por evaluarse en este aspecto).
Todas estas cosas dan idea de la complejidad de una agenda intelectual, cultural, social y política orientada a evitar la regresión autoritaria. A la que hay que sumarle el factor agonal mencionado al principio: la presencia de grupos extremadamente poderosos convencidos de que el camino (su camino) ya no es la democracia. Las ciencias sociales tienen un papel importantísimo que jugar en este contexto, porque son las únicas en condiciones de producir información y miradas de conjunto a la altura de esa complejidad. Se las ataca precisamente por eso: no porque sean gasto público inútil, sino porque son las únicas en condiciones de proporcionar un servicio público de inteligibilidad. La responsabilidad principal está sin embargo en el próximo gobierno, si es que se logra evitar la catástrofe de un triunfo “libertario”. En cada uno de sus actos pondrá en juego la tarea histórica de alejarnos lo más posible del abismo que transitamos en las últimas semanas.
(*) Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC) e investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)