Por Santiago Garaño (*)
El libro “Deseo de combate y muerte. El terrorismo de Estado como cosa de hombres” expone una investigación de Santiago Garaño, que se propuso hacer un aporte para comprender cómo fue posible el surgimiento del terrorismo de Estado en la Argentina. El punto de partida del autor es un caso paradigmático de violencia estatal: el Operativo Independencia, llevado a cabo en Tucumán a partir de febrero de 1975. Su enfoque es novedoso porque, sin “plantear una mirada dicotómica que oponga razón de Estado e ideología contrainsurgente a pasiones, sentimientos y afectos”, indaga las condiciones emocionales y afectivas para el ejercicio de la represión política por parte del personal del Ejército Argentino.
Desde hace algunos años me dedico a pensar el problema de los perpetradores de la última dictadura, a partir de una perspectiva poco explorada en historia reciente argentina: las condiciones emocionales y afectivas para el ejercicio de la represión ilegal por parte de las Fuerzas Armadas (FFAA). De manera general, me obsesionan dos grandes preguntas: ¿cómo fue posible el surgimiento del terrorismo de Estado en Argentina?; y ¿para qué nos sirve incorporar la dimensión emocional y afectiva para comprender este proceso?
En su mayoría, los trabajos previos sobre el surgimiento del terrorismo de Estado destacaron la formación ideológica de las FFAA y de Seguridad en las Doctrinas de Seguridad Nacional estadounidense y la contrainsurgente francesa desde 1955. O bien —siguiendo la literatura sobre la Shoá y la afinidad electiva entre modernidad y holocausto— enfatizaron la dimensión burocrática del terror, al mostrar cómo los campos de concentración se convirtieron en maquinarias administrativas de la muerte.
Pero, cuando empecé a mirar el mundo de los perpetradores, pronto descubrí cómo se fue creando, entre los miembros del Ejército, un clima propicio para involucrarse personal, grupal y corporativamente con la represión ilegal, sobre la base de fuertes emociones y sentimientos, como el odio y el deseo de venganza contra el pretendido “enemigo interno”. Por eso, propuse un giro hacia las emociones y los afectos, una incipiente y fértil línea teórica para los estudios sobre la represión. Como solemos hacer los antropólogos, no tenemos una mirada macro, sino que puse el foco en un caso: el Operativo Independencia, una campaña militar contrainsurgente desarrollada en Tucumán entre 1975-1977, donde se ensayó por primera vez la desaparición forzada de personas de manera generalizada y sistemática.
De ninguna manera quiero plantear una mirada dicotómica que oponga razón de Estado e ideología contrainsurgente a pasiones, sentimientos y afectos. Si bien se ha demostrado que hubo planificación meticulosa y centralizada, prácticas sistemáticas, ausencia de espontaneidad, cálculo cuidadoso y racionalidad represiva, el terrorismo de Estado no fue una mera “masacre administrativa”. Sin lugar a dudas hubo cuantiosos asesinos de escritorio, que se valieron del aparato burocrático para cometer crímenes en masa, y lo hicieron de manera banal y despersonalizada, naturalizando las atrocidades gracias a la deshumanización y cosificación de las víctimas. También se ha probado que numerosos militares —ávidos lectores de las doctrinas contrainsurgentes francesas y estadounidenses, que aplicaron en terreno— fueron formados fuera del país o por sus pares extranjeros que visitaron activamente Argentina desde mediados del siglo XX.
Pero hubo algo más. La hipótesis que sostengo en el libro Deseo de combate y muerte. El terrorismo de Estado como cosa de hombres es que la puesta en práctica de la desaparición forzada de personas no fue una tarea despersonalizada, carente de emociones, sino que estos sentimientos —como la ira, la furia, el odio y el amor hacia los compañeros caídos— fueron potentes fuerzas políticas, sin las cuales no hubiera sido posible cometer delitos tan terribles.
¿Cómo la producción institucional del odio y la necesidad grupal de venganza —y otros potentes sentimientos y emociones, como el amor hacia el amigo— se tradujeron en actos de violencia de Estado? Ese deseo de combate —el compromiso del personal militar con el ejercicio del terror— no fue un proceso evidente o necesario, ni mucho menos obvio y natural. Por el contrario, fue el resultado en primer lugar de un proceso de una fina labor de acción psicológica destinada a consustanciar la represión con lo que en la jerga militar se denomina “público interno”, pero también fue un proceso afectivo que atravesó al personal del Ejército.
Cuando hacía mi tesis doctoral, empecé mirando las revistas militares y los diarios de época. Desde el inicio del Operativo Independencia, el “sacrificio de la vida en la lucha contra la subversión” —como un valor sumamente estandarizado institucionalmente— ocupó un lugar central en la moral castrense y buscó orientar y condicionar la praxis de oficiales, suboficiales y soldados conscriptos destinados a las tareas contrainsurgentes. Hace unos quince años, el foco lo ponía en la dimensión pública, las puestas en escena, la propaganda y la acción psicológica del Ejército (como convencer y consustanciar a la sociedad y a la propia tropa con la represión). Pero cuando corrí el eje y empecé a mirar a los perpetradores, el registro emocional se volvió muy evidente y las marcas e índices de género también.
Las fuentes estaban ahí; solo tenía que estar dispuesto a escucharlas. Y, sobre Tucumán, contaban con muchas fuentes. A diferencia de lo sucedido en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), Campo de Mayo o La Perla, contamos con las memorias de aquellos que comandaron dicha acción militar; también, con un conjunto más fragmentario de memorias de oficiales y suboficiales del Ejército argentino que se refieren al ejercicio directo de la represión, en las que se evidencian fuertes emociones y una experiencia represiva altamente afectiva.
Lo primero que pude escuchar en estas memorias castrenses sobre el Operativo Independencia era la expresión: “yo tenía ganas de ir a combatir a Tucumán”. Tirar de ese hilo me permitió reconstruir cómo fue ese proceso de compromiso con la represión política, y que el grueso del Ejército vivió una experiencia corporal y afectiva que los atravesó y los volvió capaces de cualquier cosa: hubo deseo de combate, deseo de venganza a los “compañeros caídos” y deseo de muerte. La represión era descripta como una cosa de hombres, apelando a valores como la hombría, la valentía, el coraje y el heroísmo. Comprometerse con la represión como mandato fuertemente generizado y sexualidado, capaces de enfrentar al enemigo como machos.
Quiero hace una aclaración: el grueso del personal uniformado ha priorizado rememorar las experiencias de combate y las escenas bélicas que los presentan como profesionales, librando una “guerra santa” o una lucha masculinizada como una cosa de hombres. Son escasos los testimonios de militares que reconocieron las prácticas de tortura y desaparición forzada de personas que caracterizaron al Operativo Independencia. Estas últimas memorias de militares —que pude encontrar de modo artesanal y detectivesco— describen con lujo de detalles la violencia a nivel corporal; su lectura entre líneas permite asomarse, otra vez, a la relevancia de las emociones en esas prácticas de exterminio.
A la par de este código moral, en las memorias castrenses aparecen fuertes emociones y sentimientos asociados a esa experiencia represiva: el odio al enemigo y el miedo a morir, el deseo de combatir, la camaradería masculina, el amor y el recuerdo omnipresente de los compañeros “caídos” en manos del “oponente”. La antropología de las emociones —corriente con fuerte desarrollo en Estados Unidos desde la década del 80— nos ha enseñado que, antes que fenómenos individuales, íntimos y privados, las emociones y los sentimientos están motivados por la cultura y producidos y articulados por la sociedad.
Si bien doy cuenta del rol que desempeñan las emociones, los sentimientos y los valores morales alentados a nivel institucional por las FFAA y expresados en las memorias castrenses, me parece necesario no divorciarlo de una experiencia represiva vivida en y a través del cuerpo individual y colectivo en el teatro de operaciones de Tucumán. En una potente dialéctica entre afecto y emoción, los testimonios de los perpetradores que analicé nos enfrentan con la centralidad de la vivencia y del cuerpo, y evidencian una narración de las intensidades que emergieron como consecuencia fruto del poder de afectar y ser afectado a nivel corporal por el ejercicio de la violencia desde el Estado. De aquí que en mi último libro propuse un giro afectivo en los estudios sobre represión, que retoma los trabajos pioneros del filósofo Baruj Spinoza (1632-1677) y las relecturas que de este marco hizo Gilles Deleuze (1925-1995).
Así, sostuve que el sur tucumano fue un espacio de modulación afectiva y emocional: los oficiales y los suboficiales “pusieron el cuerpo”, perpetraron crímenes de lesa humanidad con sus propias manos y se las mancharon con sangre; fueron expuestos a la posibilidad de matar, morir y lastimar a otras personas; fueron heridos o afectados visceralmente por la muerte de compañeros de armas. Antes que la reproducción de un mero discurso ideológico contrainsurgente o institucional —de carácter intelectual, normativo o doctrinario, fundado en valores morales de corte bélico y nacionalista—, estas memorias castrenses buscan traducir en palabras una experiencia muy emotiva y de fuerte afectación a nivel corporal que los atravesó y desbordó. Sin esa dimensión corporal y vivencial previa, los sentimientos y las emociones no se hubieran experimentado con la intensidad afectiva que se constata en las memorias de oficiales, suboficiales y soldados destinados al Operativo Independencia. Esta potencia fue condición de posibilidad para que el grueso del personal militar se comprometiera personalmente y grupalmente con el ejercicio de la violencia desde el Estado.
Además, el paso por Tucumán no solo afectó a nivel personal, sino que operó como un potente rito de paso a través del cual el Ejército argentino buscó moldear a sus integrantes como parte de un nuevo cuerpo represivo masculinizado: ejercer este tipo de represión como cosa de hombres, enlazando mandatos institucionales y de género con objetivos contrainsurgentes.
Entonces, planteé la siguiente hipótesis: antes que por una mera banalidad del mal o aplicación de una moral o ideología alentada desde arriba, el personal del Ejército argentino también se incorporó al ejercicio de la represión ilegal mediante su paso por la zona de operaciones de Tucumán. Gracias a la notable inmediatez de la modulación afectiva, se fue conformando un espacio de camaradería masculino y un cuerpo represivo sexuado, en los que se entendía al terrorismo de Estado como cosa de hombres. Desde esta perspectiva, la experiencia represiva en Tucumán funcionó como un rito de paso. Gracias al nuevo sistema de rotación —que implicaba la participación de amplios sectores del Ejército en las operaciones desarrolladas en esa provincia—, Tucumán se volvió un espacio de entrenamiento y aprendizaje en términos de adopción de nuevas formas de represión, de iniciación en el ejercicio de una nueva modalidad de violencia, que se ensayaba por primera vez en la zona de operaciones de Tucumán: la desaparición forzada de personas.
Coincido con los autores que plantean que la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria en el país excedió ampliamente los modelos francés y estadounidense, dando así lugar a una amalgama original. De modo paralelo al ejercicio de la violencia, en Tucumán el personal militar de carrera fue acumulando de forma progresiva experiencia represiva primigenia en lo que se refiere a la desaparición forzada de personas y las nuevas técnicas contrainsurgentes. El ejercicio directo de la represión, lejos de ser una aplicación lineal o exportación de dichas modalidades extranjeras al escenario argentino, le permitió al Ejército dotar de una impronta nacional a la doctrina contrainsurgente. Al exponer al personal uniformado al poder soberano de vida y muerte, se fue conformando un potente cuerpo represivo masculino, disponible para comprometerse con el accionar del terrorismo de Estado. Sobre esa malla de relaciones personales y a partir de tejer fuertes lazos de camaradería y lealtad masculinas, se sustentó el sistema nacional de desaparición forzada de personas y se selló el pacto de silencio y de sangre.
(*) Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y docente de las universidades nacionales de Lanús (UNLa) y San Martín (UNSAM).