Por Esteban Torres (*)
Quizás cuando observamos una guerra en perspectiva, el futuro deja de ser -en parte- un enigma. En ese intento, el autor nos ubica en una encrucijada insoslayable: “Necesitamos reconocer que no habrá sociedades absolutamente desarmadas en el porvenir de nuestras civilizaciones. Por lo tanto, la necesaria discusión sobre la forma de edificar en la actualidad un nuevo orden mundial basado en la paz debe contemplar esta realidad destinada a persistir”. ¿Cómo inscribir allí a América Latina, en una clave que considere a la vez la búsqueda del desarrollo y la igualdad de nuestras sociedades? ¿Cómo articular la propuesta de un mundo multipolar con la inserción de los países periféricos en el mercado mundial de armas? No hay respuestas sencillas y los imperativos son necesariamente regionales. Lo que está en juego no es poco, nos recuerda Esteban Torres: “es el futuro de América Latina como sociedad libre y habitable para las mayorías sociales”.
El presente texto pretende poner el acento en un aspecto relegado en los actuales análisis que circulan sobre la guerra en Ucrania. Me refiero al avance de un proceso de militarización diferenciada de las economías nacionales y de las sociedades históricas como un todo. El hecho de deslizar mi preocupación hacia allí no significa que este punto de observación pueda ofrecer una clave privilegiada para aprehender todas las dimensiones críticas que se ponen en juego en el conflicto en curso, y menos aún que aporte las herramientas necesarias para intentar previsualizar el desenlace de la contienda. Me distancio de tal propósito omniabarcador. Ahora bien, de lo que estoy completamente seguro es de que la explicación de la dinámica de la guerra, y, más en general, del complejo devenir de las diferentes esferas nacionales de la sociedad mundial, no puede prescindir del tópico que abordaré. Para sumergirme en el espinoso problema de la militarización expansiva de la sociedad mundial, tomaré como indicador un dato alarmante. La totalidad de las fuentes de información disponibles acuerdan en resaltar que, como efecto de la actual guerra en Ucrania, se viene acentuando con toda nitidez una tendencia al incremento del presupuesto que los Estados destinan al sector de armamentos. Hasta el momento se trata de un movimiento que involucra al Occidente rico y a la esfera oriental del mundo, que antecede a esta guerra, pero que se magnifica y acelera con ella. Por estos días la mayoría de los analistas prefieren hablar de la activación uniforme de una carrera armamentística que compromete el destino de la humanidad (Chomsky, en Polychroniou, 2022; Egeland, 2022). Ahora bien, sin desconocer la existencia de un sustrato común al problema, no hay que perder de vista los impactos diferenciales que este fenómeno de degradación mundial está produciendo. Los datos abstractos sobre el incremento del gasto estatal en el sector no permiten observar en concreto a qué tipo de operaciones destina sus recursos cada país y cómo se desenvuelven en concreto las transacciones entre los diferentes Estados y las empresas líderes en el mercado mundial de armamentos. Ambos aspectos resultan determinantes para poder detectar la canasta total de intereses que acompaña la transferencia de armamentos de un país a otro en cada situación de guerra, y para vislumbrar las consecuencias que puede trae aparejado este proceso de expansión armamentística para la evolución de cada esfera nacional y, a partir de allí, para el planeta en su conjunto. Lo que se suele presentar a la opinión pública como una ayuda o un apoyo militar a un determinado país que se encuentra en apuros de supervivencia, involucra jugosos negocios basados en la transferencia de equipos militares y armamentos, así como un conjunto de pesadas condicionalidades que trascienden la esfera militar. Esto se puede constatar hoy al revisar los ingredientes que acompañan el envío de armas a Ucrania por parte de los países de la OTAN, principalmente de Estados Unidos, y se pudo observar igualmente, hace algunos años atrás, al momento en que Rusia le ofreció soporte militar a Siria. El aspecto crítico del asunto es que la compra de armamento, particularmente por parte de los países pobres, tiende a acrecentar sus dependencias económica y política respecto a los principales países vendedores que maniobran en la guerra. Tal proceso de sujeción, además de erosionar la soberanía de los países subalternos, tiende a profundizar las desigualdades entre clases de sociedades en el mundo.
En un trabajo anterior sobre la guerra en Ucrania me ocupé de caracterizar a las economías de los países involucrados en función del peso que adquiere la industria militar en sus respectivas estructuras económicas nacionales. Este modo de observar la matriz económica interna de los países me permitió distinguir, siguiendo a Max Weber, entre economías de guerra y economías de paz (Torres, 2022a). Las primeras tienen una propensión estructural a la actividad bélica. Aquí, en cambio, me concentro en el plano internacional para caracterizar a los países a partir de su tipo de inserción en el mercado mundial de armas. La diferencia central entre ambos enfoques radica en que un país en el cual prevalece la producción y la exportación de armas, en detrimento de la importación, no necesariamente se conforma como una economía de guerra.
¿Quién produce y quién consume?
La progresión de una situación de guerra permite la activación del mercado de venta y compra de armas, lo cual propulsa dos funciones económicas diferenciadas de los países, y más exactamente de los Estados. Estas funciones se definen a partir de la posición de cada esfera nacional en el mercado mencionado. Me refiero a los países productores de armamentos (PPA) y a los países consumidores (PCA). Los PPA son aquellos que destinan su presupuesto estatal a robustecer su industria armamentística, y que conducen el sector hacia la venta de tecnología armamentística, mientras que los PCA gastan sus recursos en la adquisición de armamento ajeno. De este modo, los primeros se inclinan a la exportación mientras que los segundos se conforman en términos estructurales a partir de su función importadora. Un país se convierte en PPA cuando en su balanza comercial es mayor el ingreso económico proveniente de las exportaciones de armamentos que el egreso de divisas generado por la importación de estas tecnologías de guerra. A la inversa ocurre con los países consumidores: son PCA aquellos que importan más de lo que exportan.
Una ley del poder de la sociedad mundial es que a mayor centralidad de los países, mayor resulta su potencia productora de armamentos. A lo largo de la historia se puede constatar que los países devenidos dominantes fueron o se convirtieron en PPA, mientras que los países periféricos quedaron relegados a una función de consumidores. No hace falta ser un experto en historia de la guerra para reconocer que las grandes potencias de los últimos siglos han sido las principales productoras de armamento de sus tiempos históricos. Desde el siglo XV lo fueron sucesivamente España, Inglaterra, Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). España e Inglaterra conquistaron ventajas decisivas a partir de su poderío naval, mientras que Estados Unidos y la URSS, involucradas en una feroz competencia hasta la década del 90 del siglo pasado, consiguieron liderar la industria aeroespacial y convertirse en las principales potencias nucleares del siglo XX. Observado desde hoy, y hacia adelante, vemos que existen elevadas probabilidades de que en las próximas décadas China se convierta en un PPA dominante.
Los comportamientos históricos de las potencias mundiales, en tanto PPA dominantes, se asemejan entre sí más de lo que imaginamos. Todos aquellos países que consiguieron arribar a una posición imperial optaron por venderle armas a sus colonias, a los países bajo su órbita y a sus aliados, fijando a partir de tales intercambios una superioridad militar y una supremacía económica en el sector. De esta constatación emerge una segunda ley del poder: ningún país productor transfiere la capacidad de producción de aquellas armas de última generación o de máximo poder de destrucción que pueden hacer peligrar su supremacía militar y comercial. Aun en estos tiempos en que las empresas privadas de armamentos de los países centrales se vienen agigantando a gran velocidad, lo cual les permite doblegar muchos de los controles de sus respectivos Estados, sus ventas más sensibles están supervisadas por estos últimos. Como todos sabemos, a partir del siglo XX, esta política de ultrarreserva de los países dominantes se concentró en el armamento nuclear. Los tratados de no proliferación de armas nucleares que se comenzaron a firmar a partir de la década del 60 del siglo XX buscaron evitar, entre otras cuestiones, la democratización mundial de la producción de esta tecnología militar determinante. Junto a ello, visto desde la óptica del comprador, al adquirir armas, un país no solo está reconociendo la supremacía militar del vendedor, sino que acepta -a partir de reglas mas o menos impuestas- no emplear en lo inmediato las armas adquiridas contra su vendedor. Y esta consigna elemental suele ser acatada a pies juntillas en tanto la posibilidad de uso y de mantenimiento de la tecnología armamentística adquirida queda irrediablemente sujeta a la provisión de un conjunto de servicios -insumos, repuestos, conocimientos técnicos- por parte del PPA involucrado. El carácter persistente que adquiere este tipo de vínculo comercial se constata sobre todo en relación a la compra/venta de “armamento pesado”.
Para concretar el análisis de este fenómeno, les propongo que echemos un vistazo al gráfico presentado. Allí se visualiza los principales países productores (exportadores) y consumidores (importadores) de armas en la sociedad mundial, el modo en que ambos tipos se vienen posicionando en la última década, así como la forma en que los grandes productores y consumidores se entrelazan.
Fuente: SIPRI.
Según los datos procesados por el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), Estados Unidos sigue siendo el mayor exportador de armas del mundo, con el 38,6% de las ventas totales a escala internacional entre 2017 y 2021. Lo secunda Rusia, a una distancia considerable, con el 18, 4% de la participación de mercado. Tal como se puede observar, en la lista de los países exportadores están incluidas las principales potencias de Europa, a lo que hay que añadir que todos los países listados cuentan con un alto nivel de desarrollo. Allí, en la lista de los grandes productores, no hay un solo país latinoamericano ni africano. Tampoco los hay entre los principales compradores. Si bien la totalidad de los países latinoamericanos se constituyen como PCA, entre 2017 y 2021 sus importaciones de armas fueron más bajas que en cualquier otro período de cinco años en el último medio siglo (SIPRI, 2022). Es importante señalar que tampoco se observa una correlación directa entre el tamaño de las principales economías nacionales y su posicionamiento como país exportador de armas. A modo de ejemplo, Rusia es el segundo exportador mundial de armas y Alemania el quinto, este último con una participación de mercado de menos de una cuarta parte del primero (4,5% vs 18.6%), siendo que la economía alemana cuenta con un PIB tres veces mayor que el de Rusia (3.570.620 M€ vs. 1.501.006 M€) (Datosmacro, 2022). Este hecho se explica porque Rusia es una economía de guerra, mientras que Alemania, a pesar de ser un PPA, continua siendo una economía de paz (Torres, 2022a). Una mención aparte merece el caso de la República Popular China. Actualmente el gigante asiático es un PCA con funciones productivas avanzadas, y con posibilidades de convertirse en un PPA. Pero la trayectoria para esta reconversión económica no es lineal ni está garantizada. Tal como se observa en el cuadro, sus exportaciones se contrajeron en el período 2017-2021 en relación al período anterior (2012-2016), sin que prácticamente se hayan incrementado en términos porcentuales sus importaciones. Se presenta aquí una situación atípica, destinada a mutar en el mediano plazo: sin ser un PPA, China ocupa el cuarto lugar en el ranking mundial de los países exportadores de armas, mientras que siendo en los hechos una PCA se posiciona como quinto importador mundial.
En el gráfico también se puede observar que los principales PCA se localizan en el Oriente Medio: India y Arabia Saudita son los principales compradores del mundo (ambos con el 11% del volumen total de compras), seguidos a una distancia considerable por Egipto y Australia (5,7% y 5.4% respectivamente). El principal proveedor de India y Egipto es Rusia, mientras que EE.UU lo es de Arabia Saudita y Australia. En el caso de la relación comercial que mantiene EE.UU con dichos países, se puede observar una articulación complementaria entre un capitalismo industrial y dos capitalismos de commodities. Caracterizo a las economías de Arabia Saudita y de Australia como capitalismos de commodities porque son dependientes de las materias primas (Torres, 2020; 2022a). El país saudí es el principal exportador de petróleo del mundo, y el proveedor número uno de EE.UU (Rundel, 2020), mientras que Australia exporta múltiples materias primas, siendo las principales el oro y otros metales preciosos, que representan alrededor del 35% de su flujo exportador (Icontainers, 2020). A diferencia de India y de Egipto, que son países pobres de gran superficie y población, Arabia Saudita y Australia cuentan con ingresos altos, son realmente diminutos en términos demográficos, y crecen como florecientes capitalismos de commodities a la sombra de las potencias occidentales, sin gravitar en las luchas de poder mundial.
América Latina, las relaciones de poder y el dilema de la búsqueda de igualdad
Todas las sociedades tuvieron, tienen y tendrán armas en el futuro. Algunas las emplearon y las emplean para defenderse, otras para atacar y las restantes para ambas cosas. En el universo de la sociología, fue Norbert Elias quien se ocupó de destacar las dinámicas que pusieron en marcha estas inclinaciones agresivas, a partir de definir a las comunidades históricas como unidades de ataque y defensa (Elias, 2014). Quisiera ser taxativo en este punto porque necesitamos reconocer que no habrá sociedades absolutamente desarmadas en el porvenir de nuestras civilizaciones. Por lo tanto, la necesaria discusión sobre la forma de edificar en la actualidad un nuevo orden mundial basado en la paz debe contemplar esta realidad destinada a persistir. A ello hay que añadir que desde el siglo XVIII prácticamente ningún país logró salir de una posición subordinada en la sociedad mundial sin transformar su economía en un capitalismo industrial, y luego, más específicamente, sin conseguir transitar de país consumidor a país productor de armamentos. La historia de la autodeterminación efectiva de los países ha venido de la mano de un proceso de producción más o menos exitoso de tecnología militar. Esta afirmación, que resulta amarga para quienes bregamos por la paz mundial, no remite a una apreciación personal sino a un proceso objetivable. Y otra constatación en extremo sensible es que la reducción sostenida de las desigualdades de posiciones entre países suele estar reñida con la pacificación de la sociedad mundial. Lo que ha ocurrido y ocurre con mayor frecuencia es que las situaciones de creciente igualación entre países del centro y de la periferia magnifican la competencia entre ellos, en vez de generar como primera reacción una nueva situación de reconocimiento y de cohabitación pacífica. Y los países libran esta competencia determinante de una forma descarnada, recurriendo a todos los medios socialmente disponibles, siendo el universo de las fuerzas militares un ámbito central de configuración del escenario de las disputas internacionales. En aquella ocasión en que dos países protagónicos se encontraron en una situación de relativa paridad, tal como sucedió con Estados Unidos y la URSS en la segunda mitad del siglo XX, se generó la mayor escalada armamentística de la historia de la humanidad. A partir de ello podemos intuir que el trabajoso advenimiento de un “mundo multipolar”, que los países relegados del mundo deseamos concretar desde siempre, no necesariamente traerá consigo una creciente pacificación mundial. A modo de ejemplo, no resultó para nada accidental que a medida que fueron avanzando los procesos de integración regional desde abajo en América Latina en el período 2003-2015, fue creciendo la necesidad de diseñar un dispositivo de defensa interestatal para custodiar el progreso de las independizaciones en el continente. En la I Conferencia de Ministros de Defensa de la Comunidad Sudamericana de Naciones, celebrada en Bogotá el 14 de julio de 2006, se asumió públicamente, con todas las letras, la necesidad de “promover en la región mecanismos que, basados en los principios de soberanía y no intervención, faciliten la cooperación para luchar de manera más efectiva contra las amenazas a la defensa y seguridad de América del Sur” (Morales Ruvalcaba, 2011: 9). Este proyecto integracionista se redujo a cenizas al debilitarse y luego desactivarse la primera ola progresista latinoamericana del siglo XXI.
Para un gobierno de un país periférico con pretensiones de preservar, de recuperar o de conquistar su independencia, el interrogante respecto a cómo relacionarse con el mercado de las armas se convierte en un asunto en extremo espinoso. El tema prácticamente se ha convertido en un tabú en la medida en que empuja a su punto más crítico el imperativo de la industrialización de los países subalternos -entre ellos la totalidad de los países de América Latina- como modo de superación de sus condiciones periféricas en la sociedad mundial. Y señalo que lo lleva a su punto más crítico en tanto lo que hay que decidir como gobierno y como país es en qué medida nos disponemos a desarrollar una industria crítica, que no sólo no colabora con el cuidado del medioambiente, sino que incrementa la agresividad efectiva o potencial del país. Puestos a resolver la disyuntiva, de lo que sí estamos seguros es que no se puede avanzar en una estrategia estatal de protección de aquellas sociedades y regiones periféricas en proceso de ascenso mundial sin contar con una musculatura defensiva con potencial suficiente para disuadir toda pretensión de injerencia militar externa o tenazmente inducida desde afuera.
Por desgracia, lo que hoy se está dirimiendo en la esfera occidental y oriental del planeta, con una progresión idéntica para el corto y mediano plazo, no es precisamente el desarme de los países. Más bien los Estados están luchando entre ellos para definir quienes conseguirán producir el armamento decisivo, y qué países obtendrán ventajas militares determinantes en relación a sus competidores inmediatos y a los restantes actores nacionales. Esta disputa de altísimo impacto, a la vez política y económica, es parte del trasfondo menos visible de la actual guerra en Ucrania. Tal como viene sucediendo hace siglos, quienes consigan liderar el mercado de la producción de tecnología militar verán incrementadas sus posibilidades para dictaminar las reglas de funcionamiento de las restantes sociedades. La gravitación que adquiere la cultura tecnológica de las naciones la supo dimensionar a la perfección Darcy Riberio hace medio siglo atrás, al advertirnos -en un momento de reagrupamiento político regional- sobre el grado de atraso técnico de América Latina (Ribeiro, 1968). A su vez, no hay que perder de vista que la tecnología militar viene incrementando su capacidad de destrucción social. Sin dudas se trata de un hecho mundial dramático, en la medida en que pone a la humanidad toda al borde del abismo. La tragedia de las guerras del presente, con epicentro en Ucrania, vuelve a actualizar un viejo dilema de América Latina: para dejar de ser los eternos derrotados de la historia mundial, y lograr conquistar de una vez por todas una posición de igualdad en el concierto de países, no solo debemos activar y luego sincronizar en un plano regional nuestras políticas internas de desarrollo nacional sino también impedir por todos los medios la proliferación de interferencias y beligerancias externas orientadas a sabotear nuestras modestas conquistas soberanas. Lo que está en juego es el futuro de América Latina como sociedad libre y habitable para las mayorías sociales.
(*) Docente de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la UNC. Investigador de CONICET y Director del Programa “Cambio Social Mundial” en el Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad (CIECS) de la FCS.
Bibliografía
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