Por Sandra Savoini (*)
Pensar lo que está en juego en esta coyuntura electoral supone para la autora —docente de la Facultad de Ciencias Sociales— reconocer que “hay mucho por remontar, no sólo una economía que viene golpeando la cotidianeidad argentina”. Ante ello, plantea que “en un mundo marcado por el impacto de la mediatización, por la precarización y la cada vez más profunda fragmentación y desigualdad de nuestras sociedades, así como por un clima epocal dominado por las pasiones desvalorizantes y hostiles, la apuesta es recrear el pacto democrático y reivindicar el rol del Estado, en tanto dispositivo normativo y político que puede garantizar a todos y todas un mejor vivir en comunidad”.
En el marco de la conmemoración de los cuarenta años de la vuelta de la democracia, estamos atravesando una coyuntura política y social crucial, que nos exige enfrentar colectivamente este pathos marcado por la irracionalidad, la incertidumbre, el desánimo y la frustración, y apostar a esa pulsión de vida que nos hace creer que es posible conjurar estos tiempos aciagos. En ese sentido, es mucho lo que está en juego hoy.
Una de las ideas fuertes de este anarcocapitalismo que se ha popularizado en la agenda pública es el cuestionamiento al rol del Estado en la vida social, para dejar terreno liberado completamente a las fuerzas del mercado que no son, ni más ni menos, que el poder de quienes tienen más poder. Los vulnerables, cuyas representaciones son objeto de operaciones de estigmatización, son abandonados a su suerte. La denegación de la justicia social se inscribe en ese paradigma.
Ya conocemos esta experiencia. Traigo aquí a la memoria un acontecimiento que nos permiten pensar los efectos de esa apuesta. En los próximos días se cumplirán diez años de la anomia que se apoderó de la sociedad cordobesa por el autoacuartelamiento de la policía provincial, en reclamo de mejoras en las condiciones de trabajo (entre otras razones que llevaron a esa acción). Una prueba contundente que nos hace ver qué ocurre cuando el Estado se retira de sus funciones.
¿Por qué ese vínculo entre este presente y aquellos días que parecen tan lejanos? Como señalamos, uno de los ejes de la propuesta social, cultural y política que cuenta con gran adhesión en este contexto electoral cuestiona la existencia misma de la organización estatal como garante y mediador de las relaciones sociales. En aquellas jornadas del 3 y 4 de diciembre del 2013, la ausencia del Estado, a través de su sistema público de seguridad, provocó una ruptura en los lazos de convivencia. La respuesta a esa ausencia del aparato policial fue la transgresión generalizada de las normas (robos, saqueos, agresiones de toda índole) y el desarrollo de estrategias individuales de ataque y defensa, a partir de alianzas contingentes frente a un otro considerado una presa o una amenaza.
El documental La hora del lobo de la realizadora Natalia Ferreyra (2014) no solo es un testimonio de esa experiencia sino que vislumbró, muy acertadamente, un ethos presente en el discurso social que, con el macrismo primero, la pandemia después, hoy disputa la hegemonía de la opinión y es uno de los sostenes de la actual confrontación política. Se gane o se pierda, esos valores están instalados en nuestra sociedad; y nos presentan un desafío colectivo.
El título del filme evoca al Leviatán de Hobbes, obra en la que se hipotetiza un mundo humano en estado de naturaleza, antes de toda organización social, donde se está en guerra permanente, y donde cada uno trata de salvarse a sí mismo en función del instinto de autoconservación, instinto que involucra la pulsión de alcanzar lo que se desea y, al mismo tiempo, la pulsión de escapar del peligro que acecha. El documental muestra cómo los vecinos definían e imponían “su” ley a la fuerza: quienes circulaban en moto o bicicletas, o quienes parecían sospechosos, eran castigados por ser considerados culpables. Esa noche se vivió la violencia casi como si se mirara una ficción del lejano oeste estadounidense o se recrearan los relatos literarios argentinos sobre los malones; se enfrenta “la civilización” a la barbarie: grupos que saqueaban comercios; vecinos con armas de fuego y palos, atrincherados tras barricadas para defenderse, o para atacar.
La descripción que presenta el documental de lo que ocurría en las calles de Nueva Córdoba podía extenderse a lo que sucedía en simultáneo en muchas partes de la ciudad, ante la mirada angustiada de los cordobeses devenidos, en su mayoría, en espectadores de los registros de las múltiples cámaras. Algunas de esas imágenes, publicadas en YouTube, constituyeron el archivo audiovisual al que recurrió La hora del lobo para tramar la historia, hilando esos registros a escenas de material producido mediante entrevistas a cinco estudiantes del barrio. Entre otros ejemplos, escuchamos en las imágenes captadas por los celulares los gritos de vecinos que exponen inconfesables deseos: “Ojalá lo maten”, “¡Mátenlos a todos, mátenlos. No los dejen vivos!”. Los enunciados del archivo audiovisual son el contrapunto de la conversación con los testigos-protagonistas entrevistados. Ellos representan, a su modo, las pasiones/acciones de aquella noche: el testigo que, enardecido, mira desde el balcón lo que ocurre en la calle; el que con orgullo asume el rol de policía para detener, solicitar documentación y requisar a las personas; o quien relata cómo le pegó a una persona que saqueaba; y aquel otro, el héroe, que rescata de la multitud a un joven que iba a ser linchado, convirtiéndose él también en víctima. Según dicen, como principio de justificación, la ausencia del Estado los llevó a actuar de ese modo. Se configuraron como agentes de autopreservación contra ese otro que invadía el territorio propio, se configuraron como “defensores” de sí mismos, de sus bienes, de “su” comunidad. En ese proceso pasaron de ser víctimas a victimarios, crearon sus reglas y las impusieron, y se convirtieron también en agresores. Una disyunción permea, más allá de sus figuraciones, los relatos: ellos o nosotros. Pero, ¿quiénes son ellos, quienes somos nosotros? Cualquiera puede, según las circunstancias, integrar el colectivo “nosotros” o el colectivo “ellos”, depende desde qué lugar se enuncie. En La hora del lobo vemos en esas afirmaciones de los actores del acontecimiento y las imágenes que se reproducen, cómo se constata la posibilidad de que cualquiera, en circunstancias tales, se convierta en victimario: “Me cansé de esperar a la horda, dejé de esperar a que vinieran y salí a buscarlos yo”. Todos sumergidos en una violencia que borra los límites.
La interpelación es pensar lo que está en juego hoy. Una invitación a analizar este presente a la luz de una temporalidad histórica tramada por diferentes violencias, por muchos pendientes que como comunidad nacional aún no hemos podido resolver, por nuevos desafíos que requieren cambios que apuesten a la imaginación y a una ética amorosa y de cuidado que transforme y proponga otro horizonte cultural para la resolución de los muchos problemas que nos aquejan. Problemas y emociones que son razones que, en cierta medida, explican el descrédito de prácticas y mecanismos de representación política que encontraron en el sintagma “la casta” un significante que concentró múltiples demandas insatisfechas y tornó aceptable lo que hasta hace poco creíamos ya consensuado. Hay mucho por remontar, no sólo una economía que viene golpeando la cotidianeidad argentina.
Hace tiempo que observamos en la discursividad social argentina la creciente pregnancia de valores que propugnan la mercantilización de todas las relaciones sociales, a partir de un individualismo consumista y la exaltación acrítica de lo privado, asociada a una idea de libertad exenta de toda responsabilidad hacia otro, con la consecuente falta de empatía hacia quienes están en las periferias sociales. Se ha naturalizado, además, un modo de vivir que se asienta en la creciente estigmatización y denegación de quienes no son considerados semejantes, ostensible por caso en los llamados “lenguajes del odio” y en los deseos manifiestos de exterminio que circulan en el espacio público hacia estos otros, que suelen representarse con metáforas animalizadas u objetualizadas, o directamente con términos insultantes (“parásitos”, “lacras”), que dan cuenta de prácticas constantes de menosprecio e intolerancia.
En un mundo marcado por el impacto de la mediatización, por la precarización y la cada vez más profunda fragmentación y desigualdad de nuestras sociedades, así como por un clima epocal dominado por las pasiones desvalorizantes y hostiles, la apuesta es recrear el pacto democrático y reivindicar el rol del Estado, en tanto dispositivo normativo y político que puede garantizar a todos y todas un mejor vivir en comunidad.
(*) Docente de las Facultades de Ciencias Sociales (FCS), Artes (FA) y Ciencias de la Comunicación (FCC) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).