De los días más felices a la triste paradoja

Por César Tcach (*)

“El 30 de octubre de 1983 fue el día más feliz de la década del ochenta”, recuerda César Tcach —docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales—. A partir de allí, destaca la trayectoria de Ricardo Alfonsín y propone una revisión de las crisis que atravesó la política y la sociedad argentina en buena parte del siglo XX, culminando con un análisis de las deudas de la democracia actual. Finalmente, se pregunta, ¿qué celebramos al recordar estos 40 años de diciembre de 1983? Cuestiones claves en la actual coyuntura electoral: “El derecho a la palabra sin miedo, a la escritura sin censura, a la disidencia sin balas ni secuestros, al canto sin jaulas, a la convivencia en la diversidad, y la lucha por una sociedad mejor sin temor al exterminio. Porque fuera de la democracia, no existe sino el horror”.

Hoy, la gran paradoja de la celebración de estos 40 años de democracia es su coincidencia con la creciente tibieza de fe en sus virtudes y capacidades para solucionar los problemas básicos de la sociedad argentina. Estamos viviendo una celebración erizada de acechanzas: el caos económico, la desintegración social y el avance de la extrema derecha (una combinación de fundamentalismo de mercado y reivindicación de la dictadura militar).

El 30 de octubre de 1983 fue el día más feliz de la década del ochenta. Una sensación de dicha colectiva que se completó el 10 de diciembre con la asunción del nuevo gobierno constitucional. Esta última fecha fue escogida por su valor simbólico: coincidía con el aniversario de la declaración universal de los derechos humanos. Dos razones alumbraban ese encendido abanico de esperanzas: la sensación de emerger de una pesadilla (“salimos de un baño de sangre, nuestro pueblo se pone de pie”, decía Alfonsín en el acto de la multipartidaria de diciembre de 1981) y la extendida ilusión que el cambio de régimen político traería aparejado como corolario la solución de los problemas económicos y sociales. 

El perfil personal y la trayectoria biográfica de Raúl Alfonsín corroboraban la posibilidad de una suerte de “revolución cultural” en la sociedad argentina. En 1972 había liderado, en el interior de la UCR, la fundación del Movimiento de Renovación y Cambio (MRC) para desplazar a los sectores más conservadores de su partido. En 1975, durante el tercer gobierno peronista, haciendo frente al miedo de los asesinatos de los grupos parapoliciales y paramilitares cobijados desde el Estado, fue cofundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). En abril de 1982 fue el único dirigente político argentino que —pese al fervor popular y el entusiasmo colectivo— denunció la guerra de Malvinas como una operación política de la dictadura con el objetivo de perpetuarse en el poder. Más aún, se animó a rechazar la invitación del dictador Leopoldo Fortunato Galtieri para asistir a la asunción del general Mario Menéndez como gobernador de las Islas Malvinas. En abril de 1983 rechazó el “Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”, que pretendía dar por clausuradas las explicaciones públicas de los crímenes políticos y el destino de los secuestrados desaparecidos. Yen septiembre de ese año, advirtió —en contraste con el candidato justicialista Ítalo Argentino Luder— que en caso de ser presidente derogaría la ley de Pacificación Nacional, que amnistiaba todos los crímenes, asesinatos, secuestros y desapariciones ocurridas desde 1973. Alfonsín se convertía así, en ícono y símbolo de una nueva cultura que hacía convivir bajo un mismo haz, el deseo de justicia, los derechos humanos, el pluralismo político y la democracia social.

Para historiadores y analistas políticos de la época, el derrumbe de la dictadura significaba algo más profundo: la posibilidad de poner fin a una crisis de larga duración que había tenido su punto de partida en el golpe militar que derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen. Entre 1930-1983, la inestabilidad había sido el único dato estable de la política argentina. Esa inestabilidad crónica se relacionaba con una crisis que tuvo dos facetas: la incapacidad de los actores para ponerse de acuerdo en torno a las reglas del juego político, y por lo tanto, por su incapacidad para arribar a soluciones concertadas. Y en segundo lugar, la ausencia de un consenso social en torno a cuáles debían ser los valores dominantes en la vida colectiva (religión, educación, pluralismo, libertades, derechos). En otras palabras, el golpe de 1930 significó la crisis del consenso liberal que había fundado la constitución nacional de 1853, afianzado a partir de la ley Sáenz Peña del año 1912. Y esa crisis, no se reabsorbió o se reconfiguró en las décadas siguientes, en un nuevo consenso. Estas dos facetas de la crisis, crisis de consenso en torno a las reglas y crisis de consenso en torno a los valores que debían regir el orden político y social, permiten explicar la inestabilidad política crónica del país, que se había traducido en el fraude electoral sistemático (entre 1930-43), el predominio militar eclesiástico (entre 1943-45), el imperio del dominio carismático (entre 1946-55), la proscripción de Perón hasta 1973, las dictaduras militares y la guerrilla, entre los fenómenos más salientes. 

En nuestros días la calidad de la democracia argentina dista de ser ejemplar. Es evidente la desigualdad social, la extensión de la corrupción que transforma leyes y derechos en mercancías, las unidades de negocios (que asocian a empresarios y políticos), el impacto del clientelismo (el intercambio de favores por votos), la “anomia boba” (una conducta evasiva de las reglas con propensión a generalizarse), la ausencia de una burocracia estatal de carrera y profesionalizada, los propios partidos políticos convertidos en meras organizaciones de funcionarios públicos y no en instancias legítimas de mediación entre Estado y sociedad, como sostienen todos los manuales de ciencia política.

Entonces, ¿qué celebramos? El derecho a la palabra sin miedo, a la escritura sin censura, a la disidencia sin balas ni secuestros, al canto sin jaulas, a la convivencia en la diversidad, y la lucha por una sociedad mejor sin temor al exterminio. Porque fuera de la democracia, no existe sino el horror.

(*) Director de la Maestría en Partidos Políticos del Centro de Estudios Avanzados (CEA) de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).

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