La necesidad de torcer el rumbo a la decadencia de Argentina

Por Carlos Lucca (*)

Argentina registra un largo proceso de retroceso económico, social e institucional que, a 40 años de la recuperación de la democracia, no se ha podido revertir. Carlos Nino, en su magistral ensayo titulado “Un País al Margen de la Ley”, supo definir esta tendencia, señalando que Argentina es un país en pronunciadas vías de subdesarrollo, un caso notable de reversión fulminante y rápida de un desarrollo social y económico considerable, un país que pasó de tener ambiciones comparables a las de los habitantes de los países más avanzados del mundo a tener expectativas limitadas.

Es necesario señalar que estas afirmaciones de Nino fueron realizadas a principio de los años noventa del siglo pasado, a poco de haber sido recuperada la democracia en nuestro país. Sin embargo, luego de 40 años de gobiernos democráticos ininterrumpidos —un hecho relevante que no registra parangón en nuestra historia—, dicho proceso de decadencia no solo no se revirtió, sino que por el contrario se profundizó.

Como ejemplo de esta tendencia —entre los muchos que podrían citarse—, es posible señalar el aumento de la incidencia de la pobreza (hasta llegar en la actualidad al escandaloso récord del 40.1% de la población total y más del 56.2% de los menores de 14 años, con la paradoja de trabajadores en blanco que tienen ingresos que se encuentran por debajo de la canasta básica total); los magros resultados registrados en las pruebas Aprender (que ponen de manifiesto el deterioro del sistema educativo); el deterioro del sistema de salud; y los crecientes niveles de corrupción que se han registrado a lo largo de las últimas décadas.

Esto resulta aún más paradójico porque, después de la profunda crisis del año 2001, las condiciones económicas externas fueron muy propicias, con los términos de intercambio más altos en el último siglo de los productos que produce y exporta nuestro país lo que, junto a una democracia consolidada, conformó una extraordinaria oportunidad para impulsar el tan anhelado despegue.  

El momento en el cual se puso en marcha este proceso de decadencia, así como las causas que lo impulsaron (y potenciaron) es materia de debate. Algunos señalan la crisis de 1929, que impactó severamente en el modelo de desarrollo basado en el aprovechamiento de las ventajas comparativas de nuestro país, centrada en la exportación de carnes y granos (que había despertado expectativas positivas, tanto internas como externas sobre el desempeño futuro de Argentina); otros hacen referencia al primer golpe militar ocurrido en 1930, que fue convalidado por la Suprema Corte de Justicia y que puso en marcha un proceso de inestabilidad institucional que se repitió a lo largo de otros cinco golpes de Estado (1943, 1955, 1962, 1966 y 1976), que impactaron negativamente en la seguridad jurídica de nuestro país, así como en la adopción de políticas de largo plazo que promovieran el desarrollo económico, social e institucional; otros señalan el proteccionismo industrial intenso e indiscriminado y el corporativismo inclusionario implementado por los gobiernos del Gral. Perón, en tanto que otros mencionan la crisis económica de 1975, popularizada como “el Rodrigazo”, en referencia al plan de ajuste y la megadevaluación que el entonces ministro de Economía de Isabel Perón, Celestino Rodríguez impulsó para reducir el déficit fiscal y frenar la inflación, y que muchos acuerdan en señalar como el momento en el que estalló el modelo de industrialización por sustitución de importaciones que se había adoptado paulatinamente desde los años treinta, que luego fue profundizado por todos los gobiernos (tanto civiles como militares) que se sucedieron desde entonces.

Sin embargo, uno de los consensos existentes está referido a la pérdida de capacidad por parte del Estado para la formulación e implementación de políticas públicas. En parte, esta pérdida de capacidad ha estado asociada a la relación que las distintas élites (políticas, económicas y sindicales) han establecido con el aparato estatal, intentando controlarlo y capturando recursos para su beneficio, generando una relación impropia y espuria con el Estado, que fue definida por Juan Carlos Portantiero y Guillermo O’Donnell como la colonización del Estado, y que se popularizó en expresiones como la patria contratista, la patria financiera, la patria sindical o la patria corporativa. A lo largo del tiempo, esta simbiosis entre corporaciones y Estado fue danto lugar a lo que Luis Alberto Romero señala como “una masa fofa, inútil y costosa, mezcla de reglamentaciones, empleo público y déficit fiscal”, que llevó a un paulatino (pero continuo) incremento en los déficits de capacidad del aparato gubernamental, que a cuarenta años de recuperada la democracia se constituye en una asignatura pendiente.

Actualmente, el Estado en Argentina no cuenta con las capacidades mínimas que le permitan cumplir adecuadamente sus funciones básicas relacionada con la prestación de servicios de salud, educación, seguridad, entre otros.

A pesar de la reivindicación que en la actualidad algunos sectores —particularmente desde el gobierno— realizan del Estado, hoy en Argentina no hay tal cosa como el Estado presente. Realidades como las de la provincia de Chubut, que tuvo 180 días de clase entre 2018 y 2020, y que terminará el ciclo lectivo 2023 con menos de 75 días de clase; la pobreza extrema en la que viven diariamente millones de conciudadanos; o el hecho de que haya zonas en distintas ciudades de nuestro país que se encuentren controladas por organizaciones narco-criminales, son manifestaciones que contradicen esta afirmación. Como señala Romero, “el problema no es el Estado, porque el Estado es una herramienta imprescindible de la sociedad. El problema es lo que los sucesivos gobiernos han ido haciendo con ese Estado”.

No es razonable pensar en revertir el proceso de decadencia de largo plazo en el que se encuentra nuestro país y promover mejores condiciones para el desarrollo de las personas sin un aparato estatal eficiente, adecuadamente dotado de recursos (humanos y materiales), en el que prime una cultura organizacional que no tenga aversión a la innovación, que valore el esfuerzo individual y que reconozca el mérito. A cuarenta años de recuperada la democracia, es necesario devolverle al Estado las capacidades que supo tener, para que deje de ser parte del problema y pase a ser parte de la solución.

(*) Docente del Instituto de Investigación y Formación en Administración Pública (IIFAP) de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC)

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