Las palabras y el vacío: Roberto Martínez y Falta Simón

Por María Paulinelli (*)

Si las cosas no ocurrieron en la realidad como se cuentan en esta novela, podrían haber ocurrido como se las cuentan en esta novela”. María Paulinelli —profesora emérita de la Facultad de Ciencias de la Comunicación (FCC)— nos recuerda así las palabras de Roberto Martínez, autor de “Falta Simón”. También vislumbra en la obra “una significación que la acerca al testimonio… la entrevera con el deber de memoria y confiere a la palabra su poder de transformar el mundo y hacerlo más humano”. La reseña recorre la novela de manera atenta, suspicaz y amorosa, al punto de advertir en ella un nervio basal: “el texto —todo— rezuma sabiduría. Esa sabiduría de los hombres comunes, que —sin embargo— están siempre presentes en la Historia… esos que comprometieron la marcha ineludible de la revolución en sus mil formas. Hubo héroes, pero también hubo hombres comunes que acompañaron esa gesta. Fueron entonces y… están siendo”.

¿Cómo mostrar el vacío, la ausencia sin sentido?

¿Cómo decir que alguien se desvaneció sin dejar rastros?

¿Cómo llenar los huecos de esa vida que desapareció y transformó el mundo en una nada?

¿Cómo contrarrestar el silencio, la oscuridad, la quietud, las carencias de una falta?

Preguntas y preguntas…

Roberto, entonces, dice. Escribe ese mundo posible. Lo arma. Lo relata. Enuncia el texto.

Un mundo posible que mira lo real acontecido, que imagina en esas historias la plausibilidad de lo posible, que busca en las palabras esa peripecia que permita decir lo indecible, lo innombrable, lo dolorosamente esquivo.

De ahí, que se entrecrucen en una enunciación más que múltiple —tendiendo a lo infinito— las distintas formas que el lenguaje tiene para contar lo acontecido, rememorar el tiempo feliz, mostrar la falta de luz que alcanza el mundo cuando alguien no está… y no sabemos dónde.

Por eso, decimos: las palabras y el vacío.

El texto es una suma de fragmentos que se expanden.

Fragmentos que se desplazan se mezclan, se suceden para hablar de Simón, de un tiempo, unos espacios, y así mostrar su falta.

Estos fragmentos remedan el funcionamiento que tiene la memoria. Son como iluminaciones que buscan relatar, expresar, decir cómo… y de esa manera, componer un texto donde la plausibilidad se entorpece con los significantes poéticos de imágenes, metáforas. Dibujan un ancho y profundo recorrido que abarca lo real, lo imaginado, lo posible.

Pero, a su vez, permiten reconocer una estructura. Una estructura que muestra que no es casual el orden que tienen los fragmentos, sino que ese mundo elaborado, tiene una significación que el narrador explica: “…respira agitado por debajo o por detrás de cada palabra escrita: si las cosas no ocurrieron en la realidad como se cuentan en esta novela, podrían haber ocurrido como se las cuentan en esta novela. Porque la investigación histórica que se realizó, me permite aseverar eso”.

Una significación que la acerca al testimonio… la entrevera con el deber de memoria y confiere a la palabra su poder de transformar el mundo y hacerlo más humano. De ahí que los fragmentos sólo son disímiles en su formulación y en sus historias. Un sesgo diferente los une en esa relación que establecen las palabras con la falta. Relatar esa historia como parte de la Historia.

Un narrador divaga cómo narrar acertadamente. Cómo decirlo.

Una tercera persona —omnisciente— ausculta, observa, dice, cataloga. Ordena ese mundo que revela. Simula ser un dios que maneja las marionetas con sus hilos. Pero… es un dios que conoce las causas, las cuestiones. Así, ratifica la existencia de ese mundo que maneja… por eso, simula ser un dios. No hay marionetas. Solo humanos. Humanos que hablan, que modulan, que susurran en canciones el amor, la ternura, la esperanza… y testimonian así, sobre un tiempo que se ha ido… pero sigue siendo el tiempo de Simón, que está faltando.

También, está el narrador en esa primera persona que relata. A veces en el singular de ese yo, que logra transformarse —por momentos— en un nosotros. Avizoramos la sombra de Roberto en sus susurros que rumorean cómo es la vida en ese pueblo que es de ellos… y seguirá siendo de Simón y de sus nubes. Ese pueblo donde comienza el mundo entero. “Desde los contornos del pueblo se ve el momento preciso en que el universo se abre y la tierra comienza a levantarse.” Ese pueblo donde la vida tiene una forma particular de definirse, por eso se dice en el nosotros. “También, si volvemos la cabeza, se puede ver lo que es nuestro mundo y lo que vamos dejando atrás. Es en ese lugar donde los vientos se arremolinan, las brasas se encienden y crecen. Pasan los años, las lluvias, las muertes, los nacimientos y la brasa sigue dentro de uno, creciendo”.

En ese desleimiento de personas, el narrador cede su voz a otros narradores que hablan desde su identidad. Permite así, la inclusión de otras voces: la de Ana Iliovich en esa Primera lectura en el comienzo. Una voz que remeda los caminos que recorre el texto para enunciar esa capacidad que tiene la memoria de mantener viva la esperanza, de desmentir la muerte.

También la de Roberto, en esa suerte de epílogo con que cierra el texto. Qué hay cuando las palabras vuelven. Una suerte de epílogo, me digo, porque explica el sentido que tienen las palabras cada vez que se usan, se dicen, se pronuncian. De ahí, la posibilidad que tienen de llenar de acentos nuevos, inéditos. Mostrando facetas distintas, que azarosas e inciertas descubrimos hoy en este presente único e irrepetible.

Y… yo agrego. Cada vez que leemos encontramos nuevos sentidos en las palabras recorridas. Nuevos sentidos que hablan de la infinita gravidez que las acosa y que se reitera una y otra vez en la mirada, en el acceso a ese mundo posible que es el texto.

Y ahora, vuelvo…

Les hablaba de estructura. De una cierta dispersión de los fragmentos. Una dispersión en tiempos y en espacios. Las historias se cruzan sin causa ni efecto aparente. Como si no pertenecieran a ningún dictado.

Sin embargo hay un reflejo, una presencia que abre y cierra los sucesos, como si un viejo narrador de cuentos necesitara guardar el mundo relatado. Como si ese niño fuera Roberto que se asoma para sentir que aún es posible la alegría. Es el acontecimiento de la llegada de Alfonsín al pueblo de Perico. Metáfora de la democracia que llega también… así como llegó la Dictadura en esa falta de Simón. Metáfora que llena de esperanza pero no calma ese vacío que quedará por siempre… aunque solo sea una nube que oscile por el cielo. Y así metaforiza: “Pasa una, levanta las miradas, se pasea por el cielo, sube, baja, se arremolina en una lentitud imperceptible y vuelve más allá con otra forma que dura unos segundos y otra forma. Anda como en una revolución loca y solitaria frente a la realidad y la impotencia.”

Los fragmentos se ordenan en la historia de Simón… que está en Perico. También es la presencia de Roberto.

El relato se demora lenta y obsesivamente, en describir el pueblo, sus habitantes, las costumbres. Los ritos. Las creencias enraizadas en la Pachamama. La infancia con los juegos. La vida que se extiende y crece, crece, crece. “Sin darnos cuenta, bajo las nubes de pirpintos, empezamos a decidir cosas, a desafiarnos. El volar de los cartones. La virtud de su lenta continuidad entre partidas. Nos deslumbra la vida. Se juega solo o en equipo. Ya, la verdad es, quizá por casualidad, la sonrisa de mirarnos.” El relato avanza y Simón es el protagonista. Su viaje a Córdoba. Un regreso a Perico en un diciembre —el último—. Dispersas, las señales adelantan —metaforizando— la precariedad, la inminencia de la falta.

Y el relato continúa ahora, en el pueblo. Rastros de la desaparición permiten inferir qué ha sucedido. La espera infinita de la madre. Sara y la niñita que llegan a Perico. René —el padre— y su obstinado silencio.

Y, siempre en un retorno que es eterno y permanente, el miedo, el temor, la repetición de la desgracia en ruidos, gritos, sombras, acontecimientos que pertenecen a la Historia. Son la Dictadura.

El tiempo pasa, pasa. A la narración de lo posible, se suman los relatos que presagiaban la tragedia y ahora presagian la continuidad de lo terrible. Relatos escindidos del mundo real, enquistados en la dimensión de los sueños… o los miedos ancestrales. Un juego de la niñez, es uno. “En la infancia la noche oculta un rasgo, un escape y una puntual manera de arrojarnos al mundo: la escondida.” El episodio con la abuela donde el niño descubre que “Ella sintió antes que nadie la presencia de este monstruo desaparecedor, que vive en la tierra desde los primeros humanos, es otro.”

La historia de Simón desplaza sus momentos. Ahora, en Córdoba. El tiempo se ralentiza. Marca límites a ese devenir intempestivo de la vida. 1976 se precisa. Se despliega en cada día que se acerca a ese 4 de mayo. Un aire torvo de muerte, asesinatos, desapariciones, rodea a Simón y Sara. El narrador lo describe minuciosamente. La ausencia de alegría. La imposibilidad de estar serenos. El conflicto entre la militancia y una vida común, sin sobresaltos. Los miedos. Los temores.

La noche del 4 de mayo se narra en un largo travelling hecho palabras, que solo es movimiento. Acciones. Solo acciones. Finalmente, los gritos de Simón. “¿Dónde me llevan? ¡Sara! ¡La bebé! ¡Sara!”

El narrador, ya sin palabras, solo enuncia. “Es otoño de 1976. Bajo un aire que ahoga en las mezcladas apariencias de las lluvias y los cielos grises: la revolución empieza a despedirse de la historia.”

Y como un cierre de la tragedia consumada, solo dice: “La madrugada del 4 de mayo de 1976, demora varias semanas en pasar. Años. Simón se queda en ella, fisurando el mundo para siempre.”

El orden del relato, enraizado en los espacios, hace que el acontecimiento de la desaparición, la falta de Simón, sea el cierre de la historia. Sucede en Córdoba. Trunca así, el orden de la vida para enfatizar la significación del texto: las palabras y el vacío.

Fragmentos anteriores nos habían relatado el devenir de Sara, la niña, la familia de Simón. La vida –o lo que queda de ella— continúa así, en Perico. Ese es el espacio que aún puede cobijar, dar sustento, iniciar el universo como transcribíamos más arriba. Queda pues, en Perico, la continuidad de la espera y de la ausencia. “Falta Simón. Ya pasaron varios años con sus navidades, carnavales y fiestas del pueblo que se celebraron sin él. No entra los domingos a la cancha, no pasa por la plaza ni escucha las campanas de la iglesia.”

Así termina la historia de Simón… que falta todavía.

Hermosísimo texto.

No puedo dejar de transcribirles un pequeño fragmento que lo dice todo. Tiene la poesía que solo tienen las palabras en contadas ocasiones… y la certeza de que podemos tener un mundo un poco mejor, un poco más como Simón lo quería para todos.

¿Lo leemos?

Simón se asoma al charco más grande. Cree que para ver mejor, más profundamente sus reflejos. Es necesario un esfuerzo temporal, un ejercicio o un juego caleidoscópico de épocas, amaneceres, noches, insomnios, tardes y mañanas cuyas imágenes —como las del cielo grisazulado fundido de hoy— traen perfumes, voces y por asociación de recuerdos personas y hechos que movieron esta tierra mojada antes de que Simón naciera, mientras nacía, mientras daba sus primeros pasos, mientras llegaba a la ciudad, la caminaba y la conocía. Poco a poco puede empezar a resignificar las imágenes yuxtapuestas del charco, que ya es un océano. Vuelve a ver que aparecen de nuevo, pero enteramente distintos unos de otros, los matices que en el recorrido de su existencia le (re)presentan sucesivamente un mismo sentimiento: la dimensión de la batalla es monumental en todas sus formas. La esperanza y los sueños también.

Cierro el libro.

Me detengo en las imágenes de la tapa. Las observo. Me embelesan.

Aún resuenan los susurros del texto que he leído…

Diseño de tapa y pintura en acuarela: JP Bellini

Ahora, las imágenes me llenan de significaciones… de metáforas que exploran lo dicho y lo no dicho. Miro ese espacio enorme, blanco que oculta casi todo. Solo unas nubes de colores tiemblan en una franja angosta en la parte superior. Como si fuera el cielo… pero aquí, mezclado con los colores que en Jujuy tienen los montes. Presencia de la vida. Torbellino que dibujan las nubes al moverse. Quizás en una de ellos, Simón… esté mirando. El resto es de color blanco, sin fisuras. Como la ausencia de Simón. Ese vacío a que ha quedado reducido.

Un cartel escuetamente dibujado, dice con mayúsculas FALTA SIMÓN en un rectángulo. Cuatro líneas dobles aseguran que no vuele, que esté quieto. En letras pequeñas el nombre de quien escribió el texto. Roberto Martínez. Con letras pequeñas, muy pequeñas, Editorial Gráfica 29 de mayo.

La contratapa continúa el impasible blanco. Escasas líneas definen un hospital y una cancha de fútbol con el arco y la pelota. Representan el futuro que Simón había elegido. Como le recordaba Sara, como quedó impreso en la memoria, como el imposible que no pudo realizarse: “Ay, Simón, médico rural y una escuelita de fútbol, ¿te acordás?” Y entonces, en un pequeño apartado con muy pocas palabras, Roberto enuncia la significación del texto. Habla de huellas que generaron su escritura. Habla también de un tiempo de cuando la Dictadura era la Historia que llegó hasta Perico y… por eso Simón falta. Un tiempo que permanece en “la extraña evidencia de ser parte. Frágil certeza, que no escribe mi nombre, ni el de mi padre, ni el de mi madre. No figura mi abuelo entre esas largas listas.”

Ser parte de un compromiso con el mundo que es distinto. Por eso dice: “No hubo que correr hacia otros lugares, ni quemar libros ni esconder a nadie.” Un compromiso que tiene otras formas, otra sustancia. “Y sin embargo allí estamos, puedo reconocerme, reconocerlos.”

Y es aquí donde el texto —todo— rezuma sabiduría. Esa sabiduría de los hombres comunes, que —sin embargo— están siempre presentes en la Historia… esos que comprometieron la marcha ineludible de la revolución en sus mil formas. Hubo héroes, pero también hubo hombres comunes que acompañaron esa gesta. Fueron entonces y… están siendo.

Y entonces, pienso que Simón quería ser médico rural y hacer una escuela de fútbol. Su militancia era tan sin estridencias, tan aferrada a los hombres comunes, a lo cotidiano… Por eso creo que quería un mundo más vivible, más lleno de alegría, menos duro en esos dos objetivos centralizados en el amoroso cuidado de la vida… en la alegría del juego. De ahí, que los que aún siguen viviendo en ese cotidiano de solidaridad y reconocimiento —donde hay nosotros y no otros— también forman parte de esa Historia que Simón quiso para todos.

La revolución empieza a despedirse de la Historia” dice Roberto cuando desaparece Simón. La revolución así entendida, forma parte de los sueños. Aunque sea un sueño eterno, como dijo Andrés Rivera. Pero hay otras revoluciones que están entre nosotros, cercanas, más pequeñas, que hablan de un mundo con menos desigualdades, más humano. Mundo imprescindible de construir todos los días. Ese es el otro murmullo que aún escucho mientras releo las palabras de Roberto.

Los dejo en la lectura… y sus susurros.

¡Hasta más vernos!

(*) Profesora Emérita de la Facultad de Ciencias de la Comunicación (FCC) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).


Texto

Martínez, R. (2021). Falta Simón. Editorial Gráfica 29 de mayo. Córdoba

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