Pisaremos las calles nuevamente

Por Vanesa Garbero, Tamara Liponetzky, Carol Solis, Juliana Enrico, Irene Audisio, Mirian Pino y Ana Iliovich.

Cada 24 de marzo –“Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia”- tenemos el desafío de reactualizar nuestra historia común a partir nuevos sentidos y nociones, que involucren a colectivos amplios, y que permitan revisar las luchas presentes. Desde CDC compartimos una serie de reflexiones de integrantes del Programa de Estudios sobre la Memoria del Centro de Estudios Avanzados (CEA) de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) acerca de lo que implica este aniversario y este retorno de la marcha del 24, tras dos años de una pandemia aún presente que nos alejó de las calles. Pero también en medio de una serie de acontecimientos a nivel nacional que obligan a preguntarnos acerca de nuestra soberanía, democracia y prácticas políticas. Un pequeño mosaico de impresiones y reflexiones personales, desde un pasado colectivo y un presente turbulento.

 


 

#YoMarcho por la justicia, la soberanía y la democracia.

 Por Vanesa Garbero

 Esta es la consigna que nos encontrará a miles en las calles céntricas de la ciudad de Córdoba el próximo 24 de marzo, después de dos años de una pandemia que todavía se siente en el cuerpo y en las ausencias. La alegría y la emoción son enormes.

El 24 de marzo se constituyó en una fecha emblemática, en un ritual colectivo, amoroso, sanador. Es el espacio simbólico y político que reafirma el repudio al golpe militar de 1976 y a las viejas políticas que quisieron hacer de la impunidad la vara de la unidad nacional; y, también, el espacio donde conmemorar a las víctimas del terrorismo de Estado y sus luchas.

Es una fecha que hace presente el pasado -uno los períodos más dolorosos y sangrientos de la historia nacional, que tuvo un inicio temprano en Córdoba con el Navarrazo y el accionar del Comando Libertadores de América- y una historia de lucha por la justicia, la verdad y la memoria que tiene ya más de cuarenta años.

En cada 24 el pasado es actualizado, interrogado, re-situado. Así fuimos dando cuerpo a un rito anual, repetitivo pero cambiante que activa, construye y reconstruye las memorias del pasado desde el presente en función de un futuro deseado. Marchar es un trabajo de memoria, retomando a Elizabeth Jelin, porque produce sentidos sobre ese pasado. La construcción de memorias colectivas, dirá la autora, requiere de prácticas que se instalen como rituales y de marcas materiales y simbólicas, entre las que se cuentan no solo los lugares de memoria sino también los calendarios con sus conmemoraciones. Desde esta perspectiva, podemos pensar “la marcha de cada 24” como una marca territorial de memoria, una práctica de producción de sentidos -no siempre armoniosos ni unívocos sino muchas veces en tensión-, significativa para colectivos cada vez más amplios. Un “nosotrxs” amplio, que recuerda y reafirma el horizonte del “Nunca Más” en cada paso.

La consigna “#YoMarcho por la justicia, la soberanía y la democracia” nos sitúa en 2022: en la urgencia por los juicios por delitos de lesa humanidad pendientes y lxs nietxs que faltan: más de trescientos jóvenes que no conocen su verdadera identidad porque nacieron durante el cautiverio de sus madres o fueron secuestrados junto a sus padres. También, y de modo especial, nos coloca frente al nuevo desembarco en el país del Fondo Monetario Internacional (FMI) con un préstamo de 44 mil millones de dólares otorgado al gobierno de Cambiemos, con Mauricio Macri a la cabeza, y el acuerdo recientemente aprobado en el Congreso de la Nación para refinanciar esa deuda externa con el organismo. ¿Cuál es el impacto y el costo en términos de soberanía de la vuelta del FMI y su injerencia en la “cosa pública” argentina? ¿Cuál será el costo para el pueblo? ¿Quiénes se beneficiaron con ese dinero? En esta coyuntura, que no es nueva, más bien parece un fantasma o una pesadilla repetida ¿Qué democracia estamos habitando y construyendo? ¿Cuánto tiene de participación popular y soberanía?

Una vez, la memoria está y estará en la calle.


Volver a las calles, la lucha es la misma.

Por Tamara Liponetzky

No poco se ha dicho sobre el 24 de marzo que, desde hace tiempo, se ha constituido en una fecha que activa memoria, despierta recuerdos en los más viejos pero moviliza en los más jóvenes con igual intensidad. Las históricas marchas del 24 tienen una potencia y una asistencia muy importante, sirven para mostrar, para poner en agenda una fecha, una memoria sobre un acontecimiento traumático para nuestro país, que tiene que ver con nuestra historia contemporánea. Pero también las marchas marcan el año, marzo nos encuentra en la calle una vez más, después de dos años de pandemia, para vernos, para encontrarnos y para poner en común con otres. El cuerpo al marchar, las miles de voluntades juntas en un mismo espacio, suscriben lo que dicen las consignas en la calle, después de un tiempo de otros decires. Reponer el cuerpo, el grito, la voz, en encuentro con les otres es un acontecimiento importante.

Las efemérides tienen la función de una marca en el calendario, ser un señalador que nos impide perder el rumbo y nos devuelve al decurso de la lectura, o a cómo se narra la historia. El 24 es como doblar esa hoja del libro que venimos leyendo y parar ahí. Algunas veces de modo permanente porque, a medida que se pasa el tiempo, igual queda la marca en el cuerpo, en las hojas, queda la memoria.

Cuando hablamos de la memoria nos referimos siempre a un fenómeno social y colectivo. Lo interesante y productivo de esta idea es precisamente su acepción grupal y su inscripción en el presente. Por eso es que la memoria no solo la hacen los que recuerdan, sino que también los que vienen después. Los jóvenes y la memoria son una dupla que tiene una sinergia de movimiento y de acción que ha cambiado los modos de hacer política en la Argentina y que se ha “exportado” a otras partes del mundo y en relación con otras luchas. Las mutaciones en los usos del espacio público y el incremento de los controles sobre la circulación en tiempos de Covid, impactaron de lleno entre las y los jóvenes que dejaron de habitar las calles, la esquina como espacio de socialización y encuentro. La red no fue en la pandemia un medio de comunicación más, sino un universo que construye un entorno de socialización donde les jóvenes crean su propia autoconciencia, se relacionan y sienten. El empoderamiento se materializó sobre la gestión de la información, las competencias tecnológicas y su habitar el ciberespacio. ¿Cómo funciona la memoria desde ese espacio virtual? ¿Queda lugar de recordación? ¿O nos invade la fugacidad, lo efímero? ¿El olvido?

En una novela llamada “La Policía de la Memoria” [1], de una autora japonesa, se cuenta la historia de una isla perdida, ya nadie recuerda el nombre donde, de a poco, casi como en el susurro de una brisa, van desapareciendo cosas y con ella la memoria que los habitantes tenían sobre las mismas. Allí nadie recuerda los pájaros, el aroma de las flores, las fotografías, los sombreros. Lo dramático del texto es la resignación de los habitantes a los nuevos olvidos, proceden en silencio a dejar partir el recuerdo de un perfume o de las rosas. La policía de la memoria se encarga de que las personas puedan olvidar lo que se ha decretado, pero -siempre en las novelas hay un pero- algunas personas no logran, o no pueden olvidar el sabor de algunas frutas, o el brillo de las esmeraldas. Como pasó en aquella anécdota de Atenas que relata Nicole Loreaux [2], no se puede decretar el olvido. Sin embargo, el filósofo surcoreano Byung- Chul Han [3] afirma que en la actualidad estamos más o menos como los habitantes de la isla. Para este autor, el mundo se vacía de cosas y se llena de información, de data, como voces sin cuerpo. También para él desaparecen continuamente las cosas sin que nos demos cuenta, la digitalización desmaterializa y descorporeiza el mundo y suprime los recuerdos. En esta inflación de información y la pérdida de contacto exacerbada con la pandemia, el encuentro con el otro, el cuerpo que sostiene y dice, grita, dejó de ser una consigna. Ahora que volvemos a las calles es indispensable repensar los marzos pasados desde las marchas virtuales a las flores rojas en las ventanas.

La memoria es una máquina de editar decía Leila Guerriero en una entrevista que escuche hace poco; me interesa pensar en el montaje que hacemos de nuestra historia, de nuestra vida, como personas, como argentinas y argentinos, como jóvenes, como adultes, como universitarios. Y el impacto que tuvo la pandemia y que sigue teniendo a la hora de narrar, de contarnos los relatos y los recuerdos que nos constituyen. Y volver a pensarse en comunidad, en común con otres para marchar por los dolores y las injusticias del pasado y gestionar las del presente.


Volvemos a las calles.

Por Carol Solis

En Argentina, en Córdoba, todos los marzos son especiales. Entre la vorágine de iniciativas propias y ajenas, la diversidad de actividades que se difunden, organizan, solapan, potencian y traman en la ya instalada “Semana de la Memoria”, este 24 de marzo es, además, excepcional.

Volvemos a las calles luego de dos años de marchar desde nuestras casas o de sumarnos a la caravana, de militar en redes, de colgar pañuelos, de plantar memorias, de cuidarnos con memoria.

Volvemos a esas mismas calles que los militares vaciaron, a las calles que ensangrentaron, a las que pavimentaron de horror, miedo, precariedad, incertidumbre e individualismo.

Volvemos a esas calles que el poder desaparecedor y la pretensión refundacional de la dictadura quisieron mantener silenciadas, ordenadas, barridas de cuerpos y de ideas; calles pobladas con civilidades permitidas y guardianes en casa esquina.

Pero volvemos a las calles porque son las mismas que caminaron las madres, las abuelas, los familiares, las y los militantes que denunciaron, sobrevivieron o regresaron del exilio y del insilio exigiendo verdad, justicia y memoria. Son las calles que recuperamos en y para la democracia. Calles donde las juventudes de los años ochenta apoyaron las luchas del movimiento de derechos humanos. Son las calles del rechazo a los atentados y amenazas, las calles de las marchas contra la ley de obediencia debida y el punto final. Son las calles donde se apoyó la democracia contra los levantamientos carapintadas. Son las calles del rechazo a los indultos. También son las calles donde la protesta se opuso a las reformas neoliberales de los años noventa, las calles de los cánticos contra los shoppings y a favor de la educación. Son las calles que vieron nacer a lxs H.I.J.O.S al calor de su interpelación contra la impunidad que reinaba en los tiempos de la reconciliación nacional del menemismo. Volvemos a las calles porque son las calles de los escraches.

Volvemos a las calles de la marcha del 24 de marzo que se convirtió en la conmemoración más movilizadora de la agenda local. Es cierto, a veces hubo dos marchas, la mayoría una, pero desde hace algunas décadas es siempre masiva, atravesada de pertenencias, de encuentros, de emociones, de rostros en carteles, de pañuelos, de arte, de canto, de baile, de consignas y de abrazos.

Alguna vez escribí una genealogía de los 24 en los años noventa y hasta inicios de este nuevo siglo, que ya no es tan nuevo. Escribí de sus años de conmemoración pequeña, casi solitaria de los organismos hasta su encarnadura multitudinaria. Allí vi como las y los desaparecidos y asesinados de Córdoba iban siendo reapropiados, más allá de sus familias y del movimiento de derechos humanos, por sus diferentes colectivos de pertenencia, por sus espacios de militancia, por sus identidades políticas. Esa memoria compartida sintetizada en “los desaparecidos nos faltan a todos”.

Entre esas aperturas, en las primeras décadas del siglo XXI las políticas públicas de la memoria permitieron revertir el proceso de impunidad y sostener una política permanente de trabajo en derechos humanos. Volvemos a las calles de la justicia, de las sentencias, de las políticas reparadoras.

Así, las calles más recientes muestran en cada 24 de marzo esa conjunción de una tradición militante y de creación de redes, con políticas públicas estatales que han permitido volver a las calles con nuevas y viejas demandas. Como cada 24 de marzo, la calle es el lugar de renovar compromisos, pero también de instalar demandas, de nombrar lo que falta. Esta vez volvemos a las calles para seguir luchando, por muchas cosas, entre ellas para que las políticas de la memoria -y la responsabilidad estatal que implican y se hallan garantizadas en la Ley de la Memoria de 2006- en Córdoba sean efectivas todo el tiempo, todos los días, para todxs. Este 24 de marzo volvemos a las calles. Todas las banderas, todas las luchas, en las calles que son nuestras.


Entre la historia y la memoria, la ética: nunca olvidar.

¿Por qué marchamos cada 24 de marzo?

Por Juliana Enrico

Las pequeñas historias dicen mucho y contienen grandes mundos, más si son miradas como recuerdos o traumas y silencios de infancia.

Marchamos porque al poco tiempo de nacer, cuando yo tenía algo más de un año, tuvimos que exiliarnos (o “insiliarnos” al interior profundo de las geografías del alma) en la casa de mis abuelos, y porque no pude crecer en el lugar donde nací. Mi familia tuvo que huir amenazada y desarraigada de Córdoba, para lograr sobrevivir, con dos hijas pequeñas y las abuelas. Nuestro hermano Lucas llegaría al hogar tiempo después.

Porque a mi hermanita Nati, con apenas tres años, la encañonaron en la nuca en un allanamiento en casa -en Barrio Los Sauces, cerca de la zona obrera de Ferreyra-, mientras mi mamá y mi abuela lloraban desesperadas y mi papá estaba en la guardia del Hospital Rawson, o algo así según se van narrando con los años nuestras temidas historias familiares, donde siempre cambian o resplandecen algunos detalles perdidos en la memoria (unos oscuros, trágicos y tristes; otros luminosos, diáfanos y felices como cuando de niñxs nos tirábamos en el pasto al sol en alguna plaza y el tiempo no existía). De esos recuerdos me llega el olor a ropa recién lavada y a algodón de azúcar, y en minutos hay olor a cuerpos de niñxs transpirados y calientes… ese olor que te comerías con total desesperación, para detener justo ahí la felicidad del instante o del detalle de una plaza o un parque lleno de risas y de gritos hasta el atardecer.

Porque tardé muchos años en entender, yo que entonces era una bebé muy pequeña, por qué mi hermana creció con un miedo irracional que hacía que tuviera que dejar la luz prendida todas las noches, o leer y leer hasta que saliera el sol, para conjurar las sombras de la muerte tempranamente temida y calmar su diminuto corazón malherido.

Porque mis viejos tuvieron que irse y huir dejando todo atrás: el trabajo, el barrio, el almacén de Coco, todo lo que les faltaba sin faltarles nada, los amigos, las ganas, los sueños, la militancia. Por la militancia que a papá le quedó atravesada en la garganta. Porque a mamá le quedó un miedo eterno y singular a hablar, a decir lo que pensamos; por el terror sin nombre de que nos persiguieran y mataran, en un asedio de angustia que terminó siendo permanente y espectral.

Por el desgarro de todas las historias atroces que nos atravesaron de cerca y desde adentro, o desde lejos (que es lo mismo, porque somos parte de esta misma trama llena de espanto).

Porque esos miedos que atravesaron de nudos nuestra pequeña historia de dispersión, diáspora y disfonía -telón de fondo de todas las fotos del álbum familiar- se transformaron en memoria y en lucha. Porque todo lo que vivimos es lo que vivimos, tan intransferible como comunicable a la vez entre las narrativas que permean nuestra historia nacional, llenando de constelaciones de sentido las memorias que logran abrirnos los ojos y la boca.

Por todo eso tan desesperante que llevamos adentro, como un eco profundo y abismal del pasado de la historia argentina reciente (y ante la promesa de nunca olvidar), luchamos entre los miles de hilos que fueron cubriendo los huecos de esta trama infinita de memorias, verdad y justicia que fuimos enlazando uno a uno en cada testimonio de vida (por todas las vidas violentadas y perdidas). Luchamos por nuestra memoria todos los días, y todos los días salimos a las calles, como cada 24 de marzo, porque somos millones que gritamos cada vez más fuerte, vociferando la indestructible fuerza del futuro que no fue: “Nunca Más”.


“Una democracia para cien años”.

Las disputas de sentido acerca de la palabra “democracia” desde la última dictadura cívico, militar, eclesial argentina.

Por Irene Audisio

El 24 de marzo de 1976, en Argentina, tomó las calles y el gobierno el autodenominado “Proceso de reorganización nacional”. Un plan minuciosamente elaborado y ejecutado para instalar el terrorismo cívico, militar, eclesial, empresarial. Las Fuerzas Armadas del país, al mando del grito (sí, grito porque el gesto militar por antonomasia no es la palabra, sino el grito expulsado con el cuerpo rígido y la mirada ausente) de la Junta Militar de Videla, Massera y Agosti usurparon el gobierno. Las calles fueron copadas con tanques, caballería y armas, al tiempo que se vaciaron de ciudadanos y militantes. Operaron un vaciamiento, no sólo de las calles en la prohibición y persecución de la reunión, sino también en el ámbito de la realidad discursiva.

Entre las grandes contradicciones y paradojas de la dolorosa época que se inaugura con esta aberración política, una de las claves discursivas de ese proceso será el uso que harán de la palabra “democracia”. La “democracia” constituyó uno de los pilares básicos del discurso oficial destinado a legitimar la intervención de las Fuerzas Armadas. Una “democracia para cien años”, según la frase pronunciada por Menéndez en su visita a Córdoba en 1980, legitimando el horror de la tortura y desaparición forzada de personas en pos de una promesa indefinida. Esta promesa de una democracia diferida fue operativizada por la prensa, que colaboró en la construcción de la apariencia democrática de este asalto totalitario, marcando como diferencia entre este gobierno y el que llegó al poder en 1966 el lugar otorgado a la democracia. Si bien se señaló el fracaso del mecanismo constitucional, se publicó que no se trataba de una impugnación terminante de la democracia representativa, sino que se anunció que en un futuro no precisado se reiniciaría.

De ese modo, se operó un vaciamiento del concepto, al mismo tiempo que se construyó la imagen de un enemigo común, interno, acechante; una de las estrategias más comunes para la fabricación de legitimidad y consenso, como bien lo analiza Noam Chomsky aún en los modos globales más recientes de hacer política.

El oxímoron de la democracia asociada al terrorismo de Estado intentaba legitimar, con una operación propagandística, el silenciamiento de la política con el objetivo de fabricar consenso para que se le reconozca como legítimo, transformando la obediencia en adhesión. Los militares que usurparon el gobierno, al tiempo que negaban la política existente hasta el momento de su intervención, utilizaban cada uno de los actos para manifestar sus ideas sobre el futuro orden político en términos de “la democracia de los mejores, no de la demagogia”, como bien lo analiza Marta Philp.

En repetidas ocasiones, en los discursos de los represores y gobernadores de facto se apelaba a esa prometida democracia perfecta, libre de toda contaminación populista y siempre postergada. En esta flagrante contradicción se operaba un vaciamiento de la democracia, tanto a nivel conceptual como en las prácticas. Y ahí cabe la pregunta: ¿cómo pudieron legitimar semejantes crueldades en nombre de la democracia?

Ahora bien, en lo más inmediato, notemos cómo ese nocivo vaciamiento conceptual/práctico no ha cesado, no es raro en los tiempos que corren. Podríamos pensar que todavía está vigente la promesa instalada durante la dictadura. Si escarbamos un poco en la utilización discursiva actual del término “democracia”, podremos ver que una fuerza hegemónica ha instalado un único modo de comprenderla. Desatendiendo a la complejidad de la historia del concepto, la democracia representativa liberal se sitúa, en el contexto de un mundo aparentemente pospolítico y pretendidamente postideológico, en el canon político definitivo. Un modelo hegemónico que desarrollaron los países del norte global y se exportó a nuestros sures durante la segunda mitad del siglo XX. Somos testigos de cómo se le resta protagonismo a la participación y la soberanía popular a favor de la consagración de un modelo minimalista, procedimental y competitivo entre élites políticas, una “democracia de baja intensidad”, en términos de Boaventura de Sousa Santos, quien propone “democratizar la democracia”.

En ese sentido, ese pasado que tenemos enfrente -tal como propone el gesto aymara, ese hilo de memoria que aún nos entreteje con lo que el 24 de marzo significa, se vincula directamente a la mirada alerta ante los usos actuales de palabras tan potentes discursivamente, como lo es la democracia. Esa mirada alerta que, con buena memoria, nos induzca a la recuperación de una ampliación contrahegemónica de democracia. Esta perspectiva radical propicia la elaboración de un marco teórico más ambicioso conducente a descolonizar, despatriarcalizar y desmercantilizar la democracia en relación al conjunto de saberes y prácticas heredadas.

Una buena práctica que podríamos aprender de los saberes regionales nos invita a girar la mirada. Volver a caminar teniendo en frente al pasado y dejar las promesas futuras en la espalda de lo incierto. Hacer memoria colectiva histórica, nos enseña a no confiar en las promesas de democracias futuras, pronunciadas desde prácticas colonizantes, patriarcales y mercantilistas. Volver a llenar la democracia de sentido y acción desde nuestras historias, valores y saberes regionales. Volver a llenar las calles de política.

“Por la justicia, la soberanía y la democracia. La memoria está en las calles”.


Las memorias y las calles

Por Mirian Pino

La experiencia de la pandemia de Covid 19 a escala planetaria, si bien nos replegó al mundo privado, intramuros para aquellos que tenemos una casa, dejó ver las carencias de millones de personas que no tenían ni tienen la posibilidad de experimentar el dentro – fuera, la casa – la calle. En la actualidad se habla de un nuevo continente que es producto del flujo migrante que no cesó en pandemia. Sin más, el Covid 19 llegó para mostrarnos la agenda de DD.HH como una práctica colectiva en permanente construcción. Así, a las consignas en Argentina acerca de “Ni olvido, Ni perdón”, “Paz, Pan y Trabajo”, “Ni Una Menos”, entre otras, se suma la necesidad de reafirmar, hacer ostensible la urgencia de la salud como un derecho humano. El Covid 19 no respetó ni género, ni edad, ni posición social; sin embargo, la casa – la calle como una dolorosa articulación impuesta por el virus potenció el distanciamiento social que los sectores menos favorecidos no podían ni pueden practicar. Así la pandemia se cobró millones de víctimas privadas de los derechos más elementales, como en el caso del continente africano o los miles de ciudadanes en itinerancia. A pocos días de la conmemoración del 24 de marzo, “Día de la Memoria” expresa fríamente el calendario como una efeméride más, en Argentina regresaremos a las calles, para construirlas colectivamente, las llenaremos de nuevos sentidos porque nuestros pasos, el roce de nuestros cuerpos, están hechos de las consignas que recuerdan a nuestros 30.000 hermanes detenides – desaparecides que caminan con y entre nosotres, y del cambiante presente que en cada calle de nuestro país estará marcado por la huella dejada por la Covid 19. La calle como un espacio – tiempo de la afectación que nos remueve, a cada une que la ocupa, nuestras memorias como una práctica cotidiana, el derecho al recuerdo y al estar en comunidad, a la reunión para forjarnos un buen vivir. Así, recordar, volver a sentir en las calles, es construir memorias, recordar para buen por venir, por vivir. La calle nos contiene en el grito colectivo “Nunca más es Nunca más”.


Marchas…

Por Ana Iliovich

Tenía por entonces nueve años. Venía a la Marcha desde la panza.

Me preguntó confusa: “Pero, mamá, ¿están tristes o contentos?”

Dije: “Tristes por lo que pasó, contentos por juntarnos y decirlo”.

Eso festejamos, recordar juntos.

El 24 de marzo del ‘76 nos partió la vida. Muchos años después, compañeros de la facultad -jovencísimos- recordaban qué estaban haciendo cuando se enteraron del golpe. Un parte/aguas, un quiebre para siempre.

Nada volvió a ser igual, ya nunca.

Como un terremoto, una inundación, un incendio, una explosión -los habitantes de Río III lo saben bien-, no hay olvido.

Cada Marcha es distinta; cuando empezaron los Juicios de Lesa Humanidad, hubo otro aire en el aire, y fue ganando la alegría. Fue ganando el arte, todos los años creciendo, todos los años más jóvenes participando. Todos los años diciendo de mil maneras el “Nunca Más”.

Y las viejas más viejitas, y nosotros cada vez más viejos, y los ya no tan jóvenes HIJOS que hasta abuelean.

Y les que no habían nacido en 1976, ni en el ‘86, ni en el ‘96. Pero están, y saben por qué, ¡y son tantos!

Danza de generaciones. Presencia/ausencia. Presencia para desmentir las ausencias.

Buenas gentes que van allí a decir “ahora y siempre”, una vez más, “Nunca Más”.

Marcha y Pandemia.

24 de marzo de 2020. Prisioneros de nuevo.

Esta vez en casa tratando de sonreír en la foto que publicamos en FB.

Prisioneros de nuevo… ya no del Estado terrorista, ¿de un virus? O tal vez de un sistema terrorista que siembra y cosecha espanto, esta vez en forma de un bichito lleno de brazos. Que mata sin saber.

24 de marzo, estrenando cuarentena, extrañando cuerpos, miradas, abrazos.

Mi identidad se construyó con esa Marcha. Llevé a mis hijos desde la panza, dándoles la teta, aprendiendo a caminar, durante la primaria, ya solos con sus compañeres en la secundaria. Es un ritual imprescindible de pertenencia. Somos los que somos porque vamos a la Marcha. Es parte de nuestras vidas. Es comunidad

Cómo no poder ir, cuanto agujero se fue abriendo desde entonces, se me empezó a perder el sentido…24 de marzo de 2020.

Año sin marcha, año de abrazo/muerte, de mate/muerte, de encuentro/muerte. Año de siniestra presencia del miedo al aliento del otro.

¿Cómo vivir sin ir a la marcha? ¿Quién soy sin ella? ¿Cómo reconstruirme/nos sin ese encuentro, sin esa poderosa sustancia que allí se teje, sin ese manto de memoria, amor, legado, canto, arte, reafirmación de la vida?

2021.

Algo cambió, algo se pudo, algo de encuentro. Retomamos el ritual, allí estuvimos. ¡Se resiste!

Seguimos.


[1] Yoko Ogawa , 1994, La Policía de la Memoria, Tusquets.

[2] Loreaux N. La ciudad dividida , Katz.

[3] Byung –Chul, H ( 2021) No Cosas, quiebres del mundo de hoy, Taurus.

 

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