Por Sergio Job (*)
“El Estado argentino está en crisis. Una crisis permanente que nació junto a la Patria”, sostiene el autor, docente de la Facultad de Ciencias Sociales. Su propuesta es construir una breve genealogía, desmenuzando las capas geológicas de su recorrido histórico, para pensar las tareas y los desafíos del presente. “Hasta poder avanzar en el desarrollo de un Estado cuya estructura responda al buen vivir de las mayorías, entendemos que es necesario poner en pie una estructura transicional que permita desmontar el Estado neoliberal policial en crisis en un sentido popular y soberano”. Una propuesta sobre cómo y dónde intervenir para reconstruir el Estado nacional y repensar el lugar de las instituciones provinciales.
El Estado argentino está en crisis. Una crisis permanente que nació junto a la Patria, situación que impidió que por más de 70 años no pudiera consolidarse un Estado nacional sobre este territorio independizado a principios del siglo XIX. Recién hacia 1880 la oligarquía modernizadora y centralizadora porteña acumuló la suficiente fuerza para imponerse a sangre y fuego, engaños y genocidio mediante, sobre las últimas resistencias existentes: nación mapuche-tehuelche al sur del río Colorado, las montoneras de Felipe Varela al oeste, el ejemplo del pujante Paraguay del mariscal Solano López al norte.
Buenos Aires afirmaba así sin matices su función de puerto europeo (inglés) en territorio sudamericano, sede administrativa y canilla de desangre para el saqueo de las riquezas de estas tierras, escribanía de sucursales bancarias que suscribirían (hasta nuestros días) empréstitos usurarios para las finanzas estatales, asentamiento de parques, avenidas, teatros y edificios que materializaban con orgullosa pedantería el carácter parasitario que la ciudad portuaria tendría respecto de las provincias unidas ya solo por la pobreza, el abandono y los métodos de patronazgos violentos de sus señores feudales, aliados y cómplices de la elite porteña.
El Estado que emergió sobre ese cementerio de huesos y glorias libertadoras ya muy pasadas, tendría a su ejército como estructura administrativa central, única con presencia en todo el territorio, presto a reprimir las veces que fuesen necesarias cualquier conato de rebeldía o tufillo a intereses populares, y así persistiría hasta que un siglo después se produce la derrota definitiva del Partido Militar en manos de un grupo de valientes mujeres, madres y abuelas que luchando por Memoria, Verdad y Justicia acaudillaron a un pueblo, el que luego del gran desgaste que implicó al ejército en su legitimidad y prestigio el enfrentamiento a las guerrillas setentistas, sepultó por un tiempo aún indefinido, a la principal institución estatal de la oligarquía terrateniente porteña.
Durante este primer periodo del Estado argentino, aplastado cualquier centro alternativo de poder a lo largo y ancho del territorio, subordinadas y disciplinadas todas las instituciones estatales a la tutela militar, la institución castrense como representante política de la oligarquía comandará prepotente durante el centenario de la independencia, ufanándose de su papel “ordenador” en el país granero del mundo, que aceptaba gustoso el papel de exportador de materias primas que la división del mercado mundial nos había deparado como colonia satélite del imperialismo, sobre todo británico.
Al ser un Estado colonial-liberal, su estructura era relativamente sencilla. De acuerdo al credo liberal, sus funciones se limitaban a: 1) generar las condiciones de explotación y exportación; 2) un funcionamiento formal de las instituciones republicanas oligárquicas (alteradas y tensionadas aún más desde la aprobación del voto universal masculino); 3) un sistema educativo normalizador que permitía mano de obra muy escasamente calificada para las tareas administrativas y la minúscula industria local, lo que también garantizaba cierto orden cívico en las grandes urbes (sobre todo en Buenos Aires), homogeneizando idiomática y culturalmente una plebe cosmopolita y hambrienta; 4) un ejército que emergió y se constituyó para la represión interna cumpliendo fielmente su función de ejército de ocupación, acompañado de una policía insidiosa e innovadora en los métodos de tortura urbana orientada principalmente a la persecución política; 5) todas instituciones replegadas en el puerto dejando las provincias en manos de las familias feudales-oligárquicas que hacían y deshacían a su gusto y conveniencia sobre los vastos territorios del nuevo país, esa pequeña Europa que, historiografía liberal-mitrista mediante, había ya sepultado los sueños libertarios americanos de una Patria Grande unida y soberana.
El sufragio universal masculino, las ideas anarquistas, socialistas y comunistas, los ecos de la revolución mexicana, las ideas nacionalistas crecientes, los fantasmas de las montoneras y sus caudillos, las borroneadas imágenes de las grandezas independentistas pasadas, la enorme desigualdad e injusticia social reinante, los ríos subterráneos de sangre india, gaucha y criolla sobre los que se asentaba ese Estado liberal y que seguían aumentando el caudal, fueron haciendo cada vez más endebles los cimientos de una institucionalidad que ni el fraude ni la represión (por más brutal que fuera) podrían ya sostener. Solo restaba que se abriera el cauce correcto para canalizar toda la fuerza histórica que dispersa había hecho ya el trabajo de zapa.
Junto al retraimiento de la fuerza imperial británica (que mantendría sin embargo un enclave colonial en las islas Malvinas) y el corrimiento del centro de gravedad geopolítico mundial hacia EE.UU, emergió una nueva estructura estatal, una construcción institucional, con protagonismo popular pero más aún, con una necesaria mejoría en las condiciones de vida de las mayorías trabajadoras. Nueva institucionalidad autóctona fuertemente influenciada por las ideas en auge de aquel momento (desde el corporativismo fascista italiano hasta el liberalismo modernizador benefactor estadounidense, las economías planificadas soviéticas, todas ellas sumergidas culturalmente en las nuevas sociedades de masas, típicas del industrialismo fordista), combinada con elementos autóctonos de nuestra historia oficial y negada, sumado todo esto a la posición geográfica de Argentina, dieron lugar al Estado peronista para la nueva Argentina.
La emergencia del gobierno peronista implicó la consolidación de un nuevo sujeto social protagonista del tiempo que comenzaba: el pueblo trabajador. Sobre la base del reconocimiento de esta nueva realidad social, económica y política, se fue cimentando una nueva institucionalidad que de modo relativamente planificado pudiera dar respuesta a las necesidades existentes y los derechos que nacían para subsanarlas. El nuevo rol que se autoasignaba el Estado implicó necesariamente una complejización mayor de su estructura, la que sin desterrar del todo algunos de los pilares del Estado oligárquico liberal (por ejemplo el centralismo porteño, que no sólo no se revirtió, sino acentuó durante el periodo), implicó igualmente una profunda revolución institucional.
Como rasgos principales podemos enumerar: 1) asumir en manos del Estado aquellas funciones que se entendían estratégicas para el desarrollo nacional, hasta ese momento en manos privadas imperialistas (marina mercante, ferrocarriles, mercado exterior, regulación financiera, uso y reparto de tierras productivas, etc.); 2) sumado a la elaboración y desarrollo de planes quinquenales con metas claras en lo económico, científico e infraestructural; 3) la creación de herramientas más o menos heterodoxas (incluso paraestatales, como la Fundación Eva Perón) para dar respuestas en los planos laborales, sociales, culturales y deportivos; 4) el rol protagónico que los sindicatos comenzaron a cumplir y la ocupación de muchos de los espacios en el Estado por personas provenientes del mundo trabajador, lo que implicó una novedad en un Estado siempre profundamente elitista; 5) la masiva participación femenina (aún subordinada), incluso con la consecución del sufragio universal para personas mayores de 18 años sin importar su género. Fueron todas dimensiones nodales que impactaron profundamente en una institucionalidad estatal diseñada sobre la base de una constitución liberal que buscaba la no intromisión del poder soberano en las esferas privadas de los hombres (al menos en lo programático), pero que en los hechos significaba un Estado de y para pocos.
Ahora el Estado se volvía una maquinaria compleja, enorme, con mucha incidencia en el desarrollo productivo e infraestructural de la nación, y desde ahí también a un corrimiento (peligroso sostenían algunos porque veían peligrar sus privilegios, otros por verdaderas convicciones democráticas-liberales o antitotalitarias) de la frontera de lo público y lo privado, las potestades soberanas, redefinición de roles administrativos y un largo etcétera. Esa nueva institucionalidad fue la que se buscó consolidar en la Constitución de 1949, verdadera pieza de vanguardia que luego fue borrada de un plumazo por el golpe de Estado de 1955 (y también de la historia del derecho constitucional), dejando un pobre y enmarañado artículo (el famoso 14 bis) que intentó recopilar en un párrafo aquellos derechos que el pueblo trabajador no estaba ya dispuesto a ceder ni ante una dictadura tenaz y persecutoria como la que se dio en llamar “Revolución Libertadora”, la que rápidamente se mostró como un violento régimen de opresión para las mayorías que la denominaron “la fusiladora”.
Sin embargo, así como el Estado peronista no pudo-supo-quiso desmontar por completo las bases del Estado oligárquico liberal, tampoco pudieron (aunque sí quisieron) los gobiernos que se sucedieron durante la larga resistencia peronista desmontar por completo la institucionalidad creada durante los gobiernos justicialistas, que habían transformado para siempre la cultura política argentina, modificando, entre otras cosas, la relación que el pueblo trabajador construyó con el Estado, sus roles y obligaciones. Así, si por un lado el Estado era esa maquinaria proscriptiva donde anidaba y se reproducía el Partido Militar, aliado y representante de la oligarquía terrateniente, los intereses imperialistas y un incipiente capital financiero y extractivista; también era el Estado un espacio de disputa para la planificación de los caminos que debía recorrer la nación, su desarrollo económico e infraestructural, y un gran ente dador-garantizador de derechos frente a las necesidades emergentes. La disputa social y política se vuelve más que nunca fuertemente Estadocéntrica, y el “Perón Vuelve” era una lucha troncal sobre la conducción del Estado y el rol que debía asumir ese Estado Frankenstein, ya no peronista, ya no oligárquico liberal, ya no democrático, pero todo eso también.
Ese periodo que va desde el golpe de Estado de 1955 hasta el de 1976, puede definirse como el de un empate hegemónico entre fuerzas que discutían (entre otras cuestiones, pero con una centralidad indudable) el rol y la estructura que debía asumir el Estado. El desempate vino con un terrible golpe de fuerza, de una violencia inusitada, que destruyó los lazos sociales existentes, fragmentó el espacio social que, por medio del terror más desbocado desarmó las preguntas y diversas respuestas existentes hasta el momento, e impuso un nuevo orden que transformó profundamente el andamiaje institucional estatal dando inicio a una nueva etapa que podemos denominar Estado neoliberal.
Quizás, para ser más precisos, y viendo el derrotero posterior de dicha reconfiguración estatal, podemos agregarle otra adjetivación para delinear mejor el encuadre de la estructura que gestó la genocida dictadura del ´76: Estado neoliberal policial. El método fue el secuestro, la tortura, la desaparición, el genocidio, el gatillo fácil, la persecución política, el terror, la patota, la mafia, la banda parapolicial, la mentira, el ocultamiento y la desinformación permanente como arma de guerra, la colaboración activa al imperialismo anglosajón (muchos de los rasgos que se continuaron hasta nuestros días); el objetivo: modificar profundamente las relaciones sociales de producción, dando lugar al comando del capital financiero extractivista, pero aún más nodalmente, descendiendo un escalón más en el infierno dantesco, como bien explicó Margaret Thatcher: “la economía es el método, pero el objetivo es cambiar el corazón y el alma de los hombres”.
Así, en esta nueva etapa de conducción de las clases dominantes locales, al igual que a fines del siglo XIX, fue sobre un nuevo genocidio donde se asientan las bases de la nueva estatalidad (esta vez herramienta fuertemente interventora y gestora para la etapa, tanto en sus tareas represivas y de control social intenso, como en la amalgama necesaria para reordenar las clases dominantes en un nuevo pacto donde “patria contratista”, banca internacional y socios locales, medios masivos de [in]comunicación-propaganda, oligarquía terrateniente, industria transnacionalizada, economías de saqueo y poderes feudales, fueron encontrando su nuevo lugar de poder).
Los cambios legales-institucionales se dieron en etapas, sobre todo dos muy marcadas: 1) durante la dictadura cívico-militar en sí, periodo en que se modificaron 401 leyes de fondo de la nación, sentando así las bases del nuevo gobierno sobre las subjetividades y 2) el menemato, que además de deshacer el rol rector que el Estado aún tenía en varias actividades que hacen al desarrollo estratégico de la nación (privatizaciones mediante), modificó profundamente el rol del Estado en el territorio vía descentralización y “modernización” del mismo, y por último, plasmó constitucionalmente muchas de estas modificaciones, poniendo en pie un nuevo ordenamiento jurídico que montado sobre la estructura liberal oligárquica encastró los principios neoliberales, coronando así un profundo proceso de transformación social, económico y político, una verdadera revolución desde arriba y para los de arriba.
Este periodo implicó un gran proceso de “desorden” y reconfiguración social, y no podía ser de otra manera, puesto que todas las acciones de gobierno (y las modificaciones del Estado) estaban puestas en garantizar previsibilidad a los mercados financieros, lo que implica amoldarse y acompañar la dinámica esquizofrénica de las bolsas, los bonos, los organismos internacionales de financiarización, el despojo y saqueo territorial. Dar previsibilidad a ese caos, implicaba caotizar y precarizar la vida de las personas y los Estados que debían acompañar esa vertiginosa montaña rusa, violenta y dolorosa, donde los dispositivos de seguridad (social) dejaron de tener el “mantenimiento adecuado”, provocando que varios cientos de miles se fueran cayendo en las curvas y volteretas de la valorización y acumulación capitalista.
Algunos de los rasgos legales-institucionales que adquiere el Estado durante este periodo son: 1) la incorporación de un nuevo sujeto constitucional como pináculo de las transformación neoliberal que sufrió el plexo normativo: el consumidor; 2) la disolución de la dicotomía clásica entre lo público-privado, en general en favor de lo privado y la transformación del Estado “empresarizado” en “socio de colaboraciones” con el sector empresarial y como un agente encargado de garantizar las condiciones sociales y macroeconómicas para la reproducción ampliada del capital financiero; 3) una fuerte policialización del territorio para el control y la represión social; 4) un profundo proceso de neofeudalización del territorio en diversas escalas; 5) fragmentación y compartimentación de las diversas esferas estatales (horizontal) y jurisdiccionales (vertical), lo que imposibilita cualquier coherencia interna de concepción y de acción.
La estructura de lo que llamamos Estado neoliberal policial no sufrió modificaciones estructurales a lo largo del periodo, incluso durante los gobiernos kirchneristas que impulsaron varias políticas de carácter bienestarista, y que construyeron una retórica y marco ideológico alejado en varios planos del neoliberalismo globalista, pero siempre montados a la estructura estatal heredada. La recuperación a manos estatales de algunas empresas y del sistema previsional fueron excepciones de relevancia. Esta situación terminó de quedar en evidencia ante la facilidad con que el gobierno macrista, sin ninguna modificación sustancial del Estado, pudo revertir políticas que favorecían a las mayorías y dinamizar un espiral de despojo en favor de los sectores más concentrados de la economía.
En este marco, la colonización del Poder Judicial por parte de los principios neoliberales (y el rol proimperialista innegable que está jugando como poder estatal a lo largo y ancho del continente), merece seguro un artículo aparte, pero puede resumirse en las palabras del propio presidente de la CSJN, Rosenkratz quien en Chile expresó: “no puede haber un derecho detrás de cada necesidad […] en las proclamas populistas hay siempre un olvido sistemático de que detrás de cada derecho hay un costo”.
El presente nos encuentra con un Estado que acumula en su estructura y funcionamiento actual las diversas capas geológicas de su recorrido histórico, donde conviven concepciones, búsquedas, modo de hacer, pertenecientes a cada etapa, pero todas ellas, enmarcadas en un Estado neoliberal policial en crisis, lo que desemboca en una casi parálisis institucional, provocada y provocadora de un prolongado empate hegemónico entre fuerzas diversas y contrarias en pugna. Es frente a esta situación que nos vemos obligados a proponer qué hacer con el Estado en la actualidad.
Encarar esa tarea desde los sectores populares y antineoliberales implica partir de una caracterización realista sobre las correlaciones de fuerzas existentes, sabiendo que justamente por ser una relación, es cambiante y se puede actuar sobre la misma. En ese sentido, hasta poder avanzar en el desarrollo de un Estado cuya estructura responda al buen vivir de las mayorías, entendemos que es necesario poner en pie una estructura transicional que permita desmontar el Estado neoliberal policial en crisis en un sentido popular y soberano, al que denominaremos Estado transicional.
Si bien no tenemos un mapa completo de la estructura y accionar que debe desplegar, sí podemos señalar algunos ejes nodales que el mismo debería tener en cuenta para ser útil para la orientación fijada. En primer lugar, es necesario construir una estructura y dinámicas lo suficientemente flexibles y desburocratizadas para poder materializar realizaciones efectivas que permitan hacer frente a las urgencias de la mayoría de la población, quizás con esquemas de “institutos” o “agencias” con mucha capacidad y capilaridad territorial, y autonomía económica y de personal respecto de la estructura más rígida del Estado y sus ministerios. Construir una nueva etapa del Estado, sus instituciones y dinámicas, implica tomar lo aprendido de las diversas etapas en pos de incorporarlas y superarlas, en búsqueda de un buen vivir. Así, hablar de flexibilidad, eficacia, austeridad, no puede ser dejado de lado de plano por el sólo hecho de pertenecer al universo simbólico del neoliberalismo; en todo caso lo que se critica de dichas categorías, es el haber servido de cobertura ideológica para justificar el despojo a los sectores populares y el incremento de las desigualdades.
En segundo lugar, debemos poder identificar los poderes existentes en la actualidad, que ya no se limitan a la separación tripartita que inauguró el constitucionalismo liberal clásico. Ya no solo es posible identificar (y por ende modular) un poder con funciones ejecutivas, legislativas y judiciales, sino que las sociedades de masas y la revolución informática han transformado profundamente los alcances y poderes de los medios de comunicación, los que deben servir a la vida democrática y no que reificados se vuelvan contra la vida en común, tal como está sucediendo en la actualidad. Este nuevo poder debe analizarse, democratizarse, limitarse, multiplicarse e imponerle una ética otra a la de la ganancia. Lo mismo sucede con el poder popular, como emergente de un pueblo con protagonismo político y participación electoral masiva, el que debe ser pensado, delineado, dinamizado y encontrar los mejores canales para encauzar su potencia creadora. No puede seguir funcionando un Estado elitista con una ausencia casi absoluta de las clases populares, tanto en términos de representación como en la administración. Ambas realidades (poder mediático y poder popular) eran completamente ajenas e impensadas como parte de los poderes a modular en los siglos XVIII y XIX, cuando nacieron los textos constitucionales y gran parte de la estructura estatal en el que seguimos apresados. Es necesario un nuevo y actual mapa de poderes del Estado ampliado, para reequilibrar y recuperar las democracias.
La realidad socioeconómica ya no tiene nada en común con la del capitalismo del siglo XIX tardío, ni con la de una mediana industrialización y pleno empleo en el que nace el Estado peronista. Hoy una economía financiarizada y sobreproductora de bienes y servicios genera una profunda fragmentación de la clase trabajadora en la que conviven al menos tres grandes realidades, con tres dinámicas y derechos muy distintos: clase trabajadora del sector privado, clase trabajadora del Estado y clase trabajadora de la economía popular. Es necesario que el Estado reconozca estas tres realidades y despliegue respuestas en las tres esferas para garantizar derechos, instituciones y regulaciones para cada sector. Junto a esto, reconocer las nuevas dinámicas de valorización del capital, que posee una capacidad de extracción de riqueza de la simple interacción social, donde todos y todas, por el solo hecho de participar en la vida en sociedad generamos datos/riquezas apropiadas por las corporaciones. Esto da fundamento y vuelve necesaria la existencia de un salario básico universal para cualquier habitante. En este contexto es fundamental pensar dinámicas estatales que tengan dos objetivos claros: 1) intervenir en el circuito de concentración espiralada de riquezas por parte de unos pocos y captar parte de esa riqueza para distribuirla por medio de una profunda e innovadora reforma tributaria con carácter progresivo; e 2) ir transformando esa redistribución en mecanismos que garanticen la soberanía alimentaria para todos quienes viven en este territorio.
Como cuarto punto, y en sintonía con el punto anterior, el Estado argentino debe darse una política seria de redistribución poblacional voluntaria, que descentralice y desurbanice el país. Una dinámica como esta obliga a una profunda reconfiguración de la institucionalidad actual concentrada, centralista y endógena, empujando desde un necesario y urgente traslado de la ciudad sede de la administración gubernativa, hasta un crecimiento en redes de pequeñas comunidades rurales organizadas para la vida y la producción, pasando por diversas políticas de arraigo y de incentivos regionales por rubros en función de la realidad geoestratégica de cada zona. Este proceso obliga también a encarar un tema tan caro a la historia nacional, como es el de la disputa alrededor del federalismo. Un pensamiento ingenuo y romántico sobre el tema generaría obviar dos siglos de centralismo porteño. Un federalismo que sea más que un conjunto de buenas intenciones implica desplegar políticas activas de reparación del desequilibrio existente. Caso contrario, no reconocer las desigualdades las incrementaría, y profundizaría no solo una política de dependencia, sino también los poderes feudales existentes. La redistribución poblacional es además un elemento nodal de cualquier política de soberanía sobre el territorio nacional cuando el saqueo es una de las principales dinámicas del capital global en momentos donde las disputas entre potencias imperialistas se agudizan.
Un proceso de progresiva justicia social y redistribución poblacional que garantice la soberanía alimentaria de la población tendría un profundo impacto en lo que hoy se denomina “inseguridad”, nacida como dije arriba, de la precaridad social generada para permitir previsibilidad de mercado. Desmontadas como premisas ordenadoras del conjunto la competencia (horizonte potencial de guerra social) y la precarización extrema como modo de habitar y relacionarse, y desactivada la posibilidad de llevar adelante una guerra psicológica permanente desde el poder mediático por su modulación democrática, estamos convencidos que cierta “seguridad” cubriría como un manto tranquilizador las relaciones entre quienes habiten esta tierra.
Una dimensión central y ordenadora de la dinámica propuesta es la de una nueva ética que, distinta a la competencia, la meritocracia y la ganancia, tenga en el centro al ser humano, su desarrollo integral, que implica necesariamente su hábitat y una mirada que, lejos del conservacionismo (casi antihumano), escape a la supremacía especista para con el resto del planeta. Esa nueva ética implica necesariamente desmontar al consumidor (caricatura neoliberal del ser humano) como sujeto protagónico de la etapa, y dar lugar al ser humano nuevo, para habitar una tierra nueva, para alumbrar una Patria Nueva. Esta nueva ética, no podría obviar el indudable lugar que el feminismo, las políticas del cuidado y el amor, han ganado ya en el espacio público como ideas rectoras para pensar el Estado y sus instituciones.
Estas transformaciones necesarias y urgentes decantan en la necesidad de construir un Estado planificador1 que pueda delinear y seguir grandes ejes de desarrollo y buen vivir de nuestra Patria. Para eso es necesario que el Estado posea/retenga/construya palancas nodales en la dinámica general de la economía, la información y el poder, único modo posible hoy para generar mejores condiciones frente al despojo y deterioro general de la vida que estamos atravesando; sentando esas bases desde la actualidad hacia ese Estado planificador que desde el poder seminal de las comunas y la participación sectorial y popular, pueda ir consolidando otro horizonte de vida común, con tierra, techo, trabajo, soberanía política, independencia económica y justicia social.
(*) Abogado, Doctor en Ciencia Política, Docente de la Facultad de Derecho y de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Coordinador Regional de la Dirección Nacional de Promoción y Fortalecimiento de Acceso a la Justicia del Ministerio de Justicia y DD.HH de la Nación.
1 Proponemos denominar así -a falta de mejor nombre-, a un Estado que recupere en sus manos la capacidad de planificar algunas y nodales dimensiones de la vida social, económica y política para el desarrollo humano integral de nuestro pueblo.
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