Por Iván Ase (*)
La agudización de la crisis económica y social en Argentina pone en evidencia —nuevamente— las debilidades e inconsistencias de nuestro sistema de salud, en particular, de nuestro sistema de seguridad social. A ello se suma un contexto político electoral novedoso, que ha generado un clima de enorme incertidumbre en relación al futuro de nuestro país. “¿Podemos imaginar que recetas simplificadoras de los problemas aparezcan como una solución?”, se pregunta Iván Ase —docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales—. Pero también se interroga por una posibilidad aún más inquietante: “¿La sociedad argentina estará a punto de decidir intentar salir del pozo (crisis sanitaria) cavando?”.
La agudización de la crisis económica y social en Argentina ha puesto nuevamente en evidencia las debilidades e inconsistencias de nuestro sistema de salud, en particular, de nuestro sistema de seguridad social. La actual crisis entre financiadores y prestadores de la salud, que se expresa en la decisión de estos últimos de cobrarles de manera directa a las afiliadas y a afiliados del sistema una denominada “compensación” económica debido a la disconformidad de los prestadores con los montos y tiempos de pago de sus aranceles, no es más que la evidencia visible de problemas estructurales del sistema, imposibles de ocultar en tiempos de crisis.
Pero si lo anterior no sería novedoso, sí lo sería el contexto político electoral en el que se desarrolla el conflicto detallado. Los resultados electorales que arrojaron las elecciones Primarias Abiertas Simultaneas y Obligatorias (PASO) llevadas a cabo el 13 de agosto pasado han generado un clima de enorme incertidumbre en relación al futuro de nuestro país que, claramente, trasciende la crisis sanitaria en curso.
Los resultados electorales parecerían estar expresando la conformación de una nueva mayoría social que, como en otras épocas de nuestra historia, estaría dispuesta a poner en cuestión algunos de los consensos básicos que alimentaron a nuestra democracia en los últimos 40 años.
Un fuerte malestar con la política, alimentado por años de estancamiento económico, inflación incontenible, aumento del trabajo de baja calidad, crecimiento de los indicadores de pobreza y baja calidad de las prestaciones del Estado, les ha permitido a importantes sectores de nuestra sociedad reconectar con el clima anti-político que se puso en evidencia en la crisis del 2001. Pero si en aquella ocasión ese clima se expresó en “cacerolazos” y manifestaciones callejeras al grito de “que se vayan todos”, hoy se manifiesta a través del apoyo a expresiones electorales disruptivas, que prometen prosperidad a condición de destruir todo lo conocido hasta el momento. La radicalidad de la propuesta queda plasmada en la promesa de aplicar “un plan motosierra”. Aparecería la motosierra como la nueva partera de la historia.
En este contexto, no sólo volvemos a debatir sobre el rol del Estado, la función de las empresas públicas, la magnitud del gasto público o de las dotaciones de empleados estatales —como ya hicimos como sociedad en otras ocasiones—, sino también se genera el espacio político y conceptual para interrogarnos sobre si los derechos sociales son siempre una estafa moral, si todo impuesto es siempre un robo y si toda pretensión igualitarista no es más que la expresión de una enfermedad socializante. Los debates anteriores contra el neoliberalismo aparecen como moderados a la luz de las “provocaciones” de un anarco capitalismo que promete progreso y bienestar a través de utopías regresivas que dicen llevarnos al siglo XXI recreando el siglo XIX.
El campo de la salud, como el conjunto de la sociedad, también está atravesado por altísimos niveles de incertidumbre que dificultan avizorar un futuro con soluciones para sus problemas. Así, a lo que estamos asistiendo se parece más a “un sálvese quien pueda” que a un intento razonable de encontrar soluciones para el sector. “Sálvese quien pueda” que seguramente deja mejor posicionados a los actores más poderosos del campo en detrimento del componente más débil del mismo: las usuarias y los usuarios del sistema de salud que ven incrementado de manera dramática su gasto de bolsillo para acceder a las prestaciones y servicios necesarios.
¿Es necesaria una reforma sanitaria?
Tenemos un sistema de salud que arrastra problemas estructurales desde hace décadas, con un diagnóstico de problemas que encuentra altos niveles de consenso en los actores más relevantes del sector. Fragmentación, descoordinación, falta de acuerdos interjurisdiccionales, superposición de servicios, indefinición del modelo prestacional a ser financiado, judicialización del derecho a la salud, problemas de financiamiento, debilidad regulatoria del Estado, problemas de cobertura, desigualdades sociales y regionales en el acceso al derecho a la salud, déficits en la formación y distribución del recurso humano en salud son, entre otros, los problemas con mayor nivel de consenso.
Pero, además, tenemos un sistema estructurado en torno a tres subsectores cuyo corazón es el sistema de obras sociales sindicales (los otros dos son el estatal y el privado), construido a partir de la década del cincuenta sobre supuestos de funcionamiento del mercado de trabajo inexistentes en la actualidad. Sistema de tipo contributivo que se nutre de aportes que son porcentajes de salarios y, por lo cual, todo cambio en el mercado de trabajo le impacta de manera evidente.
En una Argentina de pleno empleo, con una mayoría casi absoluta de trabajadores en blanco, sindicalizados y con aportes al sistema de seguridad social, las obras sociales sindicales posibilitaron a los mismos acceder a la medicina privada sin restricciones hasta la década del setenta. En ese contexto, las obras sociales —en tanto mecanismo de “movilidad social ascendente”— legitimaron la acción sindical, mientras financiaban el crecimiento anárquico y desordenado de un sector privado prestacional de perfil casi exclusivamente asistencialista y centrado en la tecnología.
Este modelo de funcionamiento de la seguridad social se agota a partir de las sucesivas crisis económicas que sufrió el país desde la década del setenta, que fueron transformando de manera permanente las características del mercado de trabajo. Altas tasas de desocupación, aumento de la informalidad laboral, salarios que se atrasan en relación a la inflación o que se deterioran en su referencia al dólar por las sucesivas devaluaciones de nuestra moneda, son algunos de los factores que han ido deteriorando de manera permanente el “pool” de recursos administrados por las obras sociales. “Pool” de recursos que deben servir para financiar un sistema prestacional que aumenta sus costos de manera incesante, debido a la incorporación permanente de nuevas tecnologías o medicamentos, la inflación descontrolada o la tendencia predominante a “dolarizar” los mismos.
En el medio de financiadores y prestadores, un Estado cuya crónica debilidad financiadora y regulatoria ha sido incapaz de financiar al sistema de seguridad social con los fondos complementarios necesarios, pero tampoco ha podido definir el modelo prestacional que el mismo debía financiar. Así, fue la lógica corporativa la que fue primando en la búsqueda de acuerdos o salidas de coyuntura, que sólo servían para postergar las soluciones de fondo resintiendo, desde hace mucho tiempo, la calidad de los servicios que se prestan.
Junto al sistema de obras sociales, en las últimas décadas se ha ido consolidando un sector estatal de la salud crónicamente desfinanciado. Desfinanciamiento producto, también, de las recurrentes crisis económicas y de las políticas de estabilización y ajuste reiteradamente implementadas para superar las mismas. Pero, además, el ajuste del sector público ha sido simultáneo al aumento de la demanda al mismo, debido a la crisis del mercado de trabajo. Aumento de la demanda debido a la mayor cantidad de personas sin cobertura de la seguridad social, más desfinanciamiento, sólo podía producir deterioro de los servicios e instituciones estatales de la salud desde hace por lo menos cuarenta años.
A su vez, el sector privado de la salud (la medicina prepaga) ha intentado a lo largo de este tiempo capturar como afiliados a los sectores de altos ingresos de nuestra sociedad, o a los aportantes de altos ingresos del sistema de obras sociales, a través de convenios con algunas obras sociales que les permiten abrir la puerta de la competencia —cerrada por ley— al interior del sistema de seguridad social. El “descreme” de las obras sociales sindicales ha sido otro factor que desde la década del noventa ha afectado los fondos de las mismas. Los fondos de las “prepagas”, también, han ido encontrando dificultades para financiar un modelo prestacional sin límites ni restricciones.
Con este escenario de fondo, la promesa de la garantía universal del derecho a la salud se vuelve una quimera. Financiadores exhaustos, costos crecientes, modelo prestacional hipertecnologizado y sin límites se expresa hace años en múltiples restricciones “implícitas” del sistema: listas de espera, cupos, baja calidad de las prestaciones, demoras injustificadas o, lisa y llanamente, falta de cobertura. El sistema se fue segmentando, la garantía del derecho a la salud se hizo cada vez más desigual y el acceso se relaciona fuertemente con la capacidad de pago más que con las necesidades. Los pagos de bolsillo se vuelven un mecanismo empobrecedor para importantes sectores de nuestra sociedad.
¿Salir del pozo cavando?
Ante lo descripto hasta aquí, es evidente que nuestro sistema de salud necesita ser reformado. Los diferentes gobiernos democráticos de los últimos cuarenta años han evitado enfrentar el desafío que esto significa. La complejidad del campo, la presencia de actores políticos con fuerte capacidad de veto, el capital político necesario para hacerlo o el impacto macroeconómico de las reformas han sido factores que han desalentado la tarea. Cuando intentaron llevarlo adelante, como durante el tercer gobierno peronista —propuesta del Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS)— o el gobierno de Alfonsín —del Seguro Nacional de Salud— se encontraron con la fuerte resistencia de los actores corporativos más poderosos del campo: organizaciones médicas y sindicales. Los gobiernos terminaron sólo implementando políticas “parche”, sin abordar los problemas estructurales del sistema.
Pero a pesar de que deben llevarse adelante transformaciones en el sistema sanitario, es necesario resaltar que el sistema tiene aspectos que deberían ser preservados. La reciente pandemia puso en evidencia todos los problemas estructurales existentes, pero también lo mejor del sistema —el compromiso y capacitación de los equipos de salud, la extensión territorial del sector público—, lo que evitó, más allá de las polémicas por la extensión de la cuarentena o las restricciones a la circulación y al trabajo, una tragedia sanitaria mayor aún.
Este proceso de reformas requerirá de un enorme esfuerzo político en la búsqueda de consensos que permitan sortear las previsibles resistencias corporativas. Un esfuerzo que, además, necesitará de un liderazgo comprometido con el proceso, sofisticado para su instrumentación, con capacidad de innovación y dispuesto a explorar nuevos caminos de articulación público-privado, todo al servicio de sostener nuestra valiosa historia en materia de garantía del derecho a la salud. Tarea para la cual, por supuesto, hará falta el Estado, pero un Estado dotado de mejores capacidades.
Tal vez, y como de salud hablamos, se trataría de una compleja operación técnico política que requerirá más de las competencias y habilidades necesarias para el uso del instrumental y recursos requerido para curar, reparar y mejorar sin dañar, que de las necesarias para el uso de una brutal motosierra.
Frente a esta complejidad, ¿podemos imaginar que recetas simplificadoras de los problemas aparezcan como una solución? ¿Que la lisa y llana eliminación del derecho a la salud y del Estado como su garante, que la demolición del sector estatal de la salud y sus equipos, que la privatización de los seguros de salud y la transformación de la cuestión salud en un tema de incumbencia individual exclusivamente, puedan ser vistas como las herramientas para construir un sistema de salud de calidad, accesible y equitativo? La experiencia internacional en la materia nos permite responder negativamente a estas preguntas.
¿La sociedad argentina estará a punto de decidir intentar salir del pozo (crisis sanitaria) cavando? En unas semanas empezaremos a tener algunas respuestas al respecto.
(*) Médico, Magíster en Administración Pública y docente e investigador del Instituto de Investigación y Formación en Administración Pública (IIFAP) de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).