¿Habrá 2027 si en 2023 gana la derecha?

Por Javier Moyano (*)

En clave de reconstrucción histórica, el autor explica las múltiples maneras en que las derechas que gobernaron el país, desde la última dictadura en adelante, han ido generando anticuerpos contra las consecuencias de futuras alternancias progresistas. Ante esa evidencia, la pregunta que se plantea es qué futuro es posible esperar “si gana las elecciones presidenciales cualquiera de las dos opciones de derecha dura” con posibilidades de acceder a la segunda vuelta. Su respuesta suena como el final del trailer de una película de terror: “sería deseable no llegar a vivir en ese escenario”.

En el año 2018, un ministro del gobierno de Mauricio Macri afirmaba que el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) era estratégico, porque a partir de ese momento, aunque en Argentina cambiara el gobierno, el país ya no modificaría su rumbo. Esa frase resumía de manera eufemística dos cuestiones interrelacionadas. En primer lugar, los límites de cualquier país endeudado con el FMI para tomar decisiones autónomas. En segundo lugar, la operatoria de las derechas en el poder, tendiente a encorsetar el margen de juego de sus rivales si estos las desplazan del gobierno.  

Si en un modelo ideal la alternancia en el gobierno es un indicador de calidad democrática, en Argentina, y en el conjunto de América Latina, las derechas gobernantes generan anticuerpos contra las consecuencias de futuras alternancias. A diferencia de las denominadas políticas de Estado, que trascienden a los gobiernos en función de garantizar el desarrollo de una sociedad y el ejercicio de sus decisiones soberanas, las transformaciones promovidas por las derechas agudizan la vulnerabilidad de nuestras economías ante los poderes fácticos, y limitan seriamente la autonomía estatal para tomar decisiones capaces de revertir las consecuencias de esas políticas. Si a las reformas estructurales se agrega la capacidad de bloqueo ejercida por poderosos actores locales e internacionales, como gran parte del poder judicial —incluida la Corte Suprema de Justicia—, los segmentos más concentrados del empresariado, o los organismos supra nacionales de arbitraje, el ejercicio de la voluntad soberana se acota aún más.

Un breve recorrido por la historia reciente de nuestro país permite concluir que en la década del setenta no sólo tuvo inicio, de la mano de la dictadura cívico- militar- eclesiástica, una feroz reconversión económica mediante la apertura arancelaria, la desregulación financiera y el vaciamiento de empresas públicas, entre otras orientaciones programáticas. Las políticas de endeudamiento sentaron, además, las bases para que, en la década del noventa, fuera posible profundizar la transformación de la estructura económica, sumando a la agenda de los setenta una ofensiva privatizadora sin precedentes; el retiro del Estado en áreas básicas atinentes a la protección social, como fue el caso de la enajenación del sistema jubilatorio; y avances significativos en materia de flexibilización laboral en diferentes segmentos, sectoriales o etarios, del mercado de trabajo. Estas transformaciones agudizaron el deterioro del margen de acción de las decisiones políticas de un Estado que, entre otras cuestiones, había sido despojado de su capacidad de diseñar su política energética, al mismo tiempo en que se desestructuraba su margen de incidencia en el sistema de transportes y comunicaciones. La sociedad no sólo sufrió en carne propia las consecuencias de los noventa. También se restringieron, por diferentes razones, las posibilidades de revertir las causas que habían generado esa situación.

La experiencia transitada entre 2015 y 2019 presenta algunas similitudes, en lo relativo a las reformas económicas, con la primera etapa de reconversión neoliberal de la década de 1970. Me refiero a que su principal impronta guarda relación con las políticas de endeudamiento, altamente condicionantes de cualquier programa de gobierno que, en las palabras del mencionado ministro macrista, pretendiera posteriormente cambiar el rumbo. Seguramente el gobierno de Alberto Fernández podría haber actuado con mayor audacia a la hora de enfrentar a los poderes fácticos, pero, aunque lo hubiera hecho, el escenario era muy distinto al de 2003. Un segmento del progresismo, partidario de dar un paso al costado en 2015, creía posible volver por la puerta grande cuatro años más tarde. Pero las derechas, con inconmensurables recursos de poder para desplegar exitosamente su juego propio, habían aprendido del ciclo progresista, y tomarían recaudos para evitar su repetición.

Si en 2023 gana las elecciones presidenciales cualquiera de las dos opciones de derecha dura con posibilidades de acceder a la segunda vuelta, nuestro país vivirá cuatro años que, parafraseando a Rodolfo Walsh, seguramente “sacudirán la conciencia de la civilización”, tanto por la “miseria planificada” que impulsarán como por la represión necesaria para silenciar a los grupos populares en trance de perder derechos, pues en ambos planos, tanto Javier Milei como Patricia Bullrich están dispuestos a llegar mucho más lejos que Mauricio Macri. Pero resultan mucho más preocupantes aun las reformas estructurales que las derechas promueven, dados los condicionamientos futuros que ellas implican. Las empresas públicas y los recursos naturales que aún no controlan, constituyen el botín a repartir. Resignar la política energética, las conexiones aéreas o el sistema jubilatorio, no constituyen decisiones inocuas a la hora de revertir o no, en el futuro, las consecuencias para los argentinos de las políticas neoliberales. En el mejor de los casos en que no sea imposible hacerlo, volver a nacionalizar recursos reprivatizados será aún más conflictivo y costoso que durante el ciclo progresista cerrado en 2015.

A diferencia de lo que sostiene la izquierda dura, en los próximos comicios el electorado no optará entre un mal mayor y otro menor. Al contrario, se decidirá el freno o no a un nuevo ciclo de reformas neoliberales que, sin ser irreversibles en términos absolutos, generan cada vez más dificultades para el desarrollo de una programática política alternativa. Si en 2023 gana la derecha, seguramente tendremos un 2027, porque si algo caracteriza a la sociedad argentina es su capacidad de resistencia. Pero sería deseable no llegar a vivir en ese escenario.

 

(*) Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales (FCS) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC).

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